Desde que viví muy de cerca la experiencia de la “revuelta estudiantil” de mayo de 1968 en París empecé a dudar de las teorías que aprendiera sobre los cambios sociales en el mundo capitalista.
Estas estaban basadas en la visión de la historia como una sucesión de luchas entre las clases sociales, dirigidas al control del Estado para, por medio de éste, ya fuera mantener la dominación de clase, ya fuera destruirlas todas y construir la “sociedad del futuro” sin clases y, por consiguiente, sin que los partidos tuvieran alguna función relevante.
En la visión de los revolucionarios de inspiración leninista del siglo XX, éstos serían cruciales tan sólo en la “transición”, cuando se justificaría incluso la dictadura del proletariado, ejercida por el partido.
Pues bien, en las huelgas estudiantiles de la Universidad de París, en Nanterre y en la Sorbonne (así como en los planteles universitarios estadounidenses, con otras motivaciones) que acabaron por contaminar a toda Francia y repercutirían en todo el mundo externo, vi con perplejidad que las consignas no hablaban de “antiimperialismo” y sólo remotamente mencionaban a los trabajadores, incluso cuando éstos, atónitos, entraban en los auditorios estudiantiles ocupados por los activistas jóvenes.
Se hablaba de libertad, de que estaba prohibido prohibir, de amor libre, de valorar al individuo contra el peso de las instituciones burocratizadas, y así sucesivamente. Es verdad que en las manifestaciones había banderas negras (de los viejos anarquistas) y rojas (de los bolcheviques). Faltaban los símbolos de lo nuevo y, además, en la confusión ideológica general, poco se sabía de lo que sería nuevo en las sociedades, esto es, en las estructuras sociales del futuro.
Por otro lado, el detonador de la revuelta no fueron las huelgas de los trabajadores, que ocurrieron después, ni los choques en el plano institucional, sino los pequeños y grandes anhelos de los jóvenes universitarios que, como en un cortocircuito, incendiaron al conjunto del país.
Sólo que después, el presidente francés, Charles de Gaulle, viendo su poder puesto a prueba, fue a buscar apoyos con los paracaidistas franceses establecidos en Alemania y, con la complicidad del Partido Comunista, restableció la norma antigua y “buena”.
¿Por qué escribo estas reminiscencias? Porque desde entonces el mundo ha cambiado mucho, principalmente con la revolución informática. Los “órdenes establecidos” se desmoronan cada vez más sin que se perciba la lucha de clases.
Así sucedió con el desmembramiento del mundo soviético, simbolizado en la caída del muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989. Y está siendo así también en el África del Norte y en Medio Oriente.
Cada vez más, en silencio, las personas se comunican, murmuran y, de repente, se movilizan para “cambiar las cosas”. En este proceso, las nuevas tecnologías de comunicación desempeñan un papel esencial.
Hasta ahora, nos quedan dos lecciones. Una de ellas es que en el mundo moderno los órdenes sociales pueden deshacerse por medios sorprendentes para quienes vean las cosas a través del prisma antiguo. La palabra, transmitida a distancia, a partir de la suma de impulsos que parecen ser individuales, gana una fuerza sin precedentes. No se trata de panfletos ni del anticuado discurso revolucionario y ni siquiera de consignas, sino de reacciones racionales y emocionales de los individuos.
Aparentemente aislados, éstos están en realidad “conectados” con el clima del mundo circundante y ligados entre sí por medio de redes de comunicación que se hacen, se deshacen y se vuelven a hacer, al ritmo del momento, de las motivaciones y de las circunstancias. Un mundo que parecía ser básicamente individualista y regulado por la fuerza de los poderosos o del mercado, de repente muestra que hay valores de cohesión y solidaridad social que rebasan las fronteras de lo permitido.
Pero nos queda también otra lección: la reconstrucción del orden depende de las formas de organización, de liderazgos y de voluntades políticas que se expresan a modo de señalar un camino. A falta de ellas, se regresa a lo anterior – como en el caso de De Gaulle – o, en la inminencia del desorden generalizado, siempre existe la posibilidad de que un grupo cohesionado y no siempre democrático prevalezca sobre el impulso libertario inicial. En otros términos: regresa la importancia de la prédica democrática, de la aceptación de la diversidad, del derecho del “otro”.
Tal vez sea éste el enigma a ser descifrado por las corrientes que quieren ser “progresistas” o “de izquierda”. En tanto no alcancen lo “nuevo” en las circunstancias actuales (que supone, entre otras cosas, la reconstrucción del ideal democrático a base de la participación ampliada en los circuitos de comunicación para forzar una mayor igualdad), no contribuirán en nada para que en cada arranque de vitalidad en las sociedades tradicionales y autocráticas surjan de hecho nuevas formas de convivencia política.
Ahora mismo, con las transformaciones en el mundo islámico, es hora de apoyar en voz alta y clara a los gérmenes de la modernización, en vez de guardar un silencio comprometedor. O peor aún, romper el silencio para defender lo indefendible, como hiciera el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, al decir: “Que me conste, (el líder libio coronel Muammar) Khadafi no es un asesino”. O, como el ex presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, quien antes llamó a Khadafi “líder y hermano”.
Por no hablar de los intelectuales “de izquierda” que, todavía ayer, cuando yo estaba en el gobierno, veían en todo lo que era modernización o integración con las reglas internacionales de la economía, un acto neoliberal de vendepatrias. Exigían apoyo a Cuba, apoyo que no negué contra el injusto bloqueo a la isla, pero que no me llevó a defender la violación de los derechos humanos.
¿Será que no se dan cuenta de que, gracias al mayor intercambio con el mundo – y principalmente con el mundo occidental – ahora las poblaciones de Africa del Norte y de Medio Oriente vienen a ver en los valores de la democracia los caminos para liberarse de la opresión?
¿Será que, en Brasil, seguirán fingiendo que “el Sur”, nacional-autoritario, es el mejor aliado de nuestro desarrollo – cuando el gobierno del Partido de los Trabajadores busca también una mayor integración del país en la economía global y en el sistema internacional – sin sacrificar nuestros valores más preciados?
Hay silencios que hablan y murmuran contra la opresión. Pero hay también silencios que no hablan porque están comprometidos con una visión que acepta la opresión.
No veo cómo alguien pueda considerarse “de izquierda” o “progresista” si calla en momentos en que se debe gritar por la libertad.
(Infobae Argentina; el autor es expresidente de Brasil)