Todo el  mundo habla del 'crimen  organizado'. De repente, el adversario a vencer  es un poder  transnacional, con organización altamente sofisticada,  capaz de mover a  miles de soldados del crimen (incluyendo a los  pandilleros), con fondos  ilimitados derivados del narcotráfico, que  superan los presupuestos de  seguridad de los estados centroamericanos.
         
   Un monstruo cuyos tentáculos y fondos envuelven, penetran,   neutralizan o incluso ponen en función del crimen estructuras del estado   y del mundo empresarial y bancario, policías, sistemas judiciales,   gobiernos, partidos, alcaldías, fiscalías. 
         
Con  la existencia de este tipo de crimen organizado,  protegido por las  esferas del estado que controla, nos explican el nivel  de violencia en  nuestros países, la cifra horrenda de homicidios - y,  sobre todo, la  incapacidad del estado de asegurar la seguridad de sus  ciudadanos.  Frases como "Estamos perdiendo la guerra contra el crimen  organizado y  los narcotraficantes" se escuchan no sólo en cafeterías y  otras  tertulias, sino de la boca de funcionarios y dirigentes políticos.  Y  coros de loros lo repiten. También en los principales medios.
         
Una  vez establecido este cuadro de una guerra imposible de  ganar, ¿por qué  seguir hablando de la guerra que a diario se está  perdiendo en los  barrios y cantones de Soyapango, Sonsonate, San Miguel,  Quezaltepeque,  Lourdes etc? Ya no se habla de la incapacidad del estado  de lidiar con  los 50 pandilleros en Las Palmas a la orilla de San  Benito, o con los  10 aprendices de pandilleros en La Pedrera en la  Escalón. Tener que  reconocer que se está perdiendo la guerra en el  terreno de la  delincuencia social contra bandas de jóvenes que muy poco  tienen de  sofisticación en su forma de organización, comunicación,  armamento y  operación, sería una declaración de bancarrota. Claro,  resulta mucho  menos humillante si logran crear la leyenda de un  adversario superior,  una mafia con mando centralizado y recursos  ilimitados.
         
El  crimen organizado de este tipo obviamente existe. Y  obviamente hay que  combatirlo y desarticularlo. Pero no existe en la  forma y con el  alcance como nos quieren pintar. Y sobre todo: no es esta  forma del  crimen organizado la que tiene jodido al país, frena nuestro   crecimiento económico y mantiene en un estado de toque de queda a una   buena parte de la población, que está condenado a vivir o trabajar en   zonas del país y de nuestras ciudades, donde el estado ha perdido el   control y la capacidad de proveer seguridad a sus ciudadanos y sus   empresas.
         
Hay  que decirlo, aunque muchos lo van a objetar: No son ni  los perrones,  ni los zetas, ni mucho menos los contrabandistas de  Metapán y  Texistepeque, ni los lavadores de dólares de cuello blanco que   mantienen a cientos de miles de salvadoreños en pánico a la hora de   salir de sus casas, ir a la escuela o subirse a un bus. Son los   pandilleros de la vecindad, conocidos con nombres y apellidos por todos,   incluyendo los policías, las patrullas militares y los vecinos. Son   adolescentes de pésima preparación escolar, dirigidos por delincuentes   de poca monta, quienes han adquirido la capacidad y el espacio para   paralizan el transporte, cobrar renta, asaltar buses y matar a la loca   para imponer control territorial y colaboración.
         
Lo  que tiene al país en crisis, no es el crimen organizado ni  las  organizaciones transnacionales al estilo de la mafia, cuyo interés   principal es traspasar la droga de los países productores del Sur a los   principales países consumidores del Norte. Ellos no tienen interés   ninguno en aterrorizar a las señoras de las tienditas y los motoristas   de las casas distribuidoras. No viven de la extorsión ni promueven ritos   de iniciación que llevan a niños de 13 años a decapitar a sus pares.  No  estamos viviendo en Ciudad Juárez, donde la guerra contra la  logística  narco ha creado un clima de terror y una guerra frontal entre  el estado y  el crimen organizado. 
         
Vivimos  en El Salvador, donde el enemigo prioritario a vencer  se llama  delincuencia social, y tiene dos apellidos: MS y 18.  Obviamente,  también es crimen organizado, pero no hay que confundirlo  con las  mafias internacionales. Que existen conexiones entre ambos  niveles de  delincuencia, es cierto. Pero para evitar que miles de  pandilleros se  convierten en soldados del crimen organizado, la mejor  receta es  desarticular las pandillas, secar el cultivo del crimen  social.
         
Entonces,  ¿por qué en El Salvador últimamente se habla más de  los zetas que de  la pandilla MS; más de 'carteles' que de la 18; más de  Texistepeque,  donde supuestamente reina una mafia con conexiones  internacionales, que  de Soyapango, donde reinan las pandillas locales?  No he escuchado a  nadie contando que los ciudadanos de Metapán,  Concepción y Texistepeque  sean objetos de extorsiones masivas y masacres  de mujeres jóvenes. 
          ¿Por qué de repente la delincuencia y la violencia ya no son   problemas locales que para combatirlas requieren de coordinación con las   alcaldías y las comunidades, sino últimamente aparecen como problemas   regionales que hay que combatir en conferencias internacionales, en   cooperación con las policías de Guatemala y México? ¿ Es porque a   Washington sólo le interesa financiar la guerra al narcotráfico y no la   guerra al hampa en nuestros barrios; o es porque de esta manera se   encubre el tremendo fracaso de la política nacional y local de   seguridad?
El Diario de Hoy)