Al llegar a la
universidad, lo que vi fue espantoso. El mal olor inundaba el ambiente, y una
mortaja negra de moscas cubría parcialmente los cadáveres; coágulos de sangre
ennegrecida, pedazos de hueso y trozos de masa encefálica estaban esparcidos
alrededor de las cabezas; la pared del fondo del jardín, salpicada de sangre.
Afuera solo había cuatro cuerpos: Ellacuría, Montes, Martín Baró y Amando
López. Al cadáver del padre Moreno lo arrastraron al interior de una de las
habitaciones. El padre López y López estaba por casualidad allí, pues no pertenecía
a esa comunidad; se despertó con el
ruido de la balacera cuando mataron a sus compañeros jesuitas, y salió a ver
qué pasaba. Uno de los soldados lo
siguió adentro del cuarto y lo mató. La esposa del jardinero Julia Elba y su
hija, quienes esa noche estaban durmiendo en una salita de la residencia de los
padres, al oír las descargas salieron a ver, y las mataron.
A los padres no
se les veía la cara porque estaban boca abajo sobre la grama del jardín. Al
padre Moreno, lo habían arrastrado hacia el interior de una de las habitaciones
dejando un macabro reguero de sangre. Era el cuarto del padre Sobrino, quien
estaba en Tailandia: no le tocaba morir. Vi la cara del padre Moreno, la tenía
llena de pliegues, ya que todos los huesos de su cabeza fueron destruidos y los
músculos y la piel no tenían dónde sostenerse. Cuando los soldados hicieron
maniobras para meter el cuerpo del padre Moreno en ese cuarto, movieron una
librera de la que cayó un libro: era “El Dios crucificado” del teólogo alemán
Moltman que quedó empapado con la sangre del padre Moreno.
Yo sentí un gran
dolor, y una tristeza profunda me invadió. No pude rezar, no pude pensar, no
pude hacer nada, solo llorar. Los padres fueron mis maestros durante mi carrera
en la UCA, fueron mis amigos que compartieron mis alegrías y me dieron consuelo
en mis momentos de dolor. Después de un rato, el padre Ormaechea me dijo:
Señora, ¿qué está haciendo aquí? Yo le contesté: “Acompañando a los muertos y a
los vivos”. Esa fue mi oración: una oración de acompañamiento. Me parecía una
pesadilla y que pronto iba a despertar, pero aquello era real.
Fue el hecho más horroroso que me tocó
presenciar. Más adelante pensé que todo estaba perdido, que nuestro sueño de un
país diferente fue solo un sueño, que todos íbamos a morir tarde o temprano.
Era el fin para El Salvador. Este país ya no tenía salvación.
Pero este hecho
espantoso fue el cumplimiento de un plan que se inició muchos años antes. Tenía
razón el padre Montes cuando me dijo en una conversación que tuve con él: “A
monseñor Romero los militares le dieron tres años, a nosotros nos han dado
treinta, pero ellos serán nuestros asesinos”.
Todo empezó con
el Concilio Vaticano II quien dio los lineamientos que, en las conferencias de Medellín y Puebla, se
concretaron para Latinoamérica como la
opción preferencial por los pobres
que, como dice el padre Sobrino, “es el punto de la praxis donde Dios se
revela en la historia”. Este sería el eje
para la vida de los católicos y permearía todos los aspectos de sus vidas.
El padre
Ellacuría, aquí en El Salvador, y un grupo de jesuitas abrazaron con entusiasmo
la tarea de poner en práctica las enseñanzas del Concilio. Desde siempre,
trabajar por la justicia ha sido un imperativo en las enseñanzas de la Iglesia.
Así que los padres empezaron por trabajar por la justicia en El Salvador.
Fueron llamados teólogos de la liberación:
liberación del hambre, de la miseria, de la injusticia, de la marginalidad.
El
padre Sobrino lo resume así: “La teología de la liberación parte de los pobres
como lugar de la comprensión de la fe que permite llegar a la misericordia con
las víctimas”. Corría el año 1973, empezaron por proponer los cambios en la
educación que impartían en su colegio para que los alumnos conocieran la
realidad de su país, y que, en el futuro, implementaran las políticas que El
Salvador necesitaba para iniciar el camino hacia la democracia.
El 11 de
noviembre de 1989, el FMLN (Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional)
inició una ofensiva contra San Salvador, el centro del poder político,
económico y social del país. Esta ofensiva fue parte de una guerra en la que un
grupo de salvadoreños peleaban para romper el poder militar sobre la política
nacional. Se inició en los años ochenta. El objetivo de la guerrilla en esta
ofensiva fue demostrar su fuerza militar para obligar a la otra parte a pactar
una paz negociada para el conflicto.
Una explosión de
fuegos artificiales verdes y rojos iluminó el cielo de San Salvador, fue
producida por las balas trazadoras y por las bengalas con las que el Ejército
salvadoreño trataba de ubicar a la guerrilla atrincherada en el volcán que
cobija a la capital y en las zonas periféricas de dicha ciudad. Era la ofensiva
Hasta el tope.
Se les llama
tandas a los grupos de graduados de la Escuela Militar, pero a esta promoción,
que estaba en puestos del gobierno de Alfredo Cristiani, por ser tan numerosa,
se la apodó La Tandona. Los militares
que formaban La Tandona fueron los
que dirigieron al Ejército en el enfrentamiento con la guerrilla en la ofensiva
llamada Hasta el tope.
Al día siguiente
domingo, traté de ir a la universidad, pero estaba rodeada por el Ejército. Nadie
podía entrar, pero agazapada en la residencia de los padres se encontraba la
muerte esperando a sus víctimas.
Yo decidí ir al
hospital Rosales a ayudar con los heridos que llegaban allí. Estuve tres días. Llegaban
en camiones, pick-ups, ambulancias y taxis. Mi trabajo consistió en limpiar las
heridas para que los médicos pudieran ver exactamente con qué se encontraban. No
teníamos agua. Limpié dichas heridas con
la misma agua y con los mismos trapos. La contaminación fue tremenda. Atendí a
heridos que venían de la periferia pobre de San Salvador bombardeada por el
Ejército. Para evitar los bombardeos, la guerrilla empezó a entrar a San
Salvador por la colonia Escalón. Allí, el Ejército ya no bombardeó.
Los días que
permanecí en el hospital me impidieron darme cuenta de lo que sucedía en el
exterior. Hubo una cadena radial, con aparente micrófono abierto, en la que los
ciudadanos culpaban a los jesuitas de la ofensiva y de las muertes causadas por
dicha ofensiva, pero todo fue un montaje. El Gobierno decretó la ley marcial y
el toque de queda. Para las zonas en donde estaba la guerrilla, el toque de
queda era de veinticuatro horas. Para el resto de San Salvador, era de seis de
la tarde a seis de la mañana.
El padre
Ellacuría no se encontraba en San Salvador, pues una organización catalana le
concedió el Premio Comin por su incansable defensa de los derechos humanos de
los ciudadanos de este país y sus esfuerzos por impulsar una paz negociada al
conflicto salvadoreño, ya que él consideraba que una victoria militar para
cualquiera de los dos bandos era imposible. Estando en España, recibió una
llamada de parte de uno de los allegados al presidente Cristiani para pedirle
que regresara a El Salvador, ya que el presidente lo había nombrado parte de
una comisión que investigaría la masacre perpetrada contra la federación de
sindicatos Fenastras, el 31 de octubre de ese año; en ella murieron nueve
personas y cuarenta resultaron heridas.
El lunes 13 de
noviembre regresó Ellacuría a El Salvador. Llegó a la universidad unos minutos
antes de las seis de la tarde. Al principio no lo dejaban entrar, pero un
oficial lo reconoció y le abrieron la puerta. Esa noche practicaron un cateo
(registro realizado por el Ejército o por la Policía) en la residencia de los
padres dentro de la universidad. Fue un cateo diferente a otros que se habían
hecho anteriormente en la UCA, pues la única información que les interesaba era
saber quién dormía en cada cuarto.
En la mañana del
14, los jesuitas tuvieron una reunión a la cual asistieron padres de otras
comunidades, pues se iba a decidir qué hacer debido al cateo y a la situación
reinante en San Salvador, con la ley marcial, el toque de queda y la ofensiva.
Se discutió mucho, algunos padres querían dejar esa casa e irse a otras
comunidades de jesuitas en San Salvador. Varias familias amigas de los padres
les ofrecieron sus casas, pues sentían el peligro en que se encontraban debido
a la cadena radial en la que los culpaban de la ofensiva y de los muertos que
estaba causando. Cuenta uno de los padres que asistió a esa reunión, pero que
no pertenecía a esa comunidad, que otro jesuita de los habitantes de esa casa
le comentó que quien dirigía el cateo no se dejaba ver, parecía que no quería
que lo reconocieran. Los soldados llevaban la orden de registrar toda la
universidad, pero el rector les pidió que regresaran al día siguiente, ya que
no tenía a mano las llaves y no quería que le destrozaran las cerraduras. Los
soldados no regresaron.
En dicha
reunión, el padre Ellacuría dijo: “Estamos en un lugar rodeados por el
Ejército, han hecho un cateo y no han hallado nada, estamos en el mejor lugar
en que nos podemos encontrar”. Uno de los padres de esa comunidad no se quiso
quedar allí y se fue a Santa Tecla, a la comunidad de la iglesia del Carmen.
Fue uno de los que se salvó.
El miércoles era
el día en que los padres de la UCA iban a jugar frontón a una cancha en Santa
Tecla. Cuando quisieron salir de San Salvador, los soldados no se lo
permitieron. San Salvador estaba cercado por el Ejército y nadie podía entrar
ni salir de la ciudad.
El miércoles 15,
los padres Amando López y Juan Ramón Moreno salieron de la UCA por la casa que
da a la calle Cantábrico, como a las tres de la tarde y fueron a visitar a sus
compañeros que vivían en una casa de la colonia Jardines de Guadalupe, fuera
del campus de la universidad. Allí vivían el padre Tojeira, provincial de los
jesuitas de Centroamérica, el padre Ibizate, el padre Estrada y otros padres.
Se quedaron hasta las cinco y, cuando se iban, los jesuitas de la casa les
pidieron que se quedaran a dormir esa noche allí. Ellos les contestaron que no podían
porque Ellacuría, Martín Baró y Montes estaban muy solos. Se regresaron a la
universidad a su cita con la muerte.
En la
universidad, como a las cuatro de la tarde, el padre Martín Baró recibió una
llamada de la empleada que hacía la limpieza en el edificio de Rectoría. La
señora se llama Lucía de Cerna. Le pidió al padre posada para pasar la noche en
la universidad, ya que no pudieron entrar a su colonia, ella, su marido y su
hija, por el toque de queda. Martín Baró accedió a la petición y les arregló
unos colchones en una casita, propiedad de la universidad, la cual tiene
ventanas que dan al campus. El resto de las viviendas es de propietarios
particulares por eso no tienen comunicación con la universidad. Sin embargo,
tienen un lugar para asolear la ropa en el segundo piso desde el cual se puede
ver el campus de la UCA. Durante la noche del quince y la madrugada del dieciséis
de noviembre nadie pudo subir porque tenían soldados apostados en cada tejado
de dichas casas.
El jardinero de
la casa de los padres vivía en una casita a la entrada de ese predio, pared de
por medio con el muro que linda con el andén. La noche del martes catorce, en
el enfrentamiento que se daba en la calle, incendiaron un “jeep” que reventó en
llamas con gran estruendo. Julia Elba, esposa del jardinero, llegaba a dormir
todas las noches a esa casa, pero después de los enfrentamientos al otro lado
del muro, le dio miedo dormir allí. Pidieron permiso a los padres de ir a
dormir a una salita, contigua al comedor de ellos, cerca de la puerta de salida
enfrente a un costado de la capilla. La noche del quince de noviembre estaba
durmiendo allí con su hija Celina de quince años de edad.
Según el auto de
procesamiento del Juzgado Central de Instrucción, número 6 de la Audiencia
Nacional de España, “la orden directa de asesinarlos (a los jesuitas) se dio
durante la tarde del 15 de noviembre, pero es el resultado de una discusión,
planificación y autorización previas”. (pág. 15)
El presidente
Cristiani estaba alojado en el Estado Mayor, pero no se sabe si asistió a las
reuniones que allí se realizaron. Cristiani como presidente era el comandante
general de la Fuerza Armada, debía haber sido consultado o debía haber tomado
parte en esas reuniones. No se sabe si los militares decidieron el asesinato
por su cuenta y no le consultaron al presidente, o si el presidente estaba de
acuerdo con lo que sucedió.
El relato de la
masacre lo dan los oficiales y los soldados que la perpetraron, según las declaraciones
extrajudiciales que dichas personas dieron en la Policía Nacional cuando los
apresaron y acusaron del asesinato de los padres el día trece de enero de 1990.
“El indiciado Antonio Ramírez Ávalos Vargas
dice que tiene cinco años de estar en el batallón Atlacatl, y que se hace cargo
de haber participado en el delito, (…) al declarante lo apodan Sapo o Satanás”.
“El encausado
Tomás Zarpate Castillo dice que se hace cargo del delito que se le imputa, (…)
que el teniente Espinoza le dijo que se iban a movilizar a la universidad
debido a que se tenía conocimiento que la gente que ahí permanecía era
terrorista y que había que eliminarla…”.
“El encausado José Ricardo Espinoza Guerra
dice que no se hace cargo de los hechos que se le imputan, (…) que recibió
orden por radio de reconcentrarse con su unidad en las instalaciones de la
Escuela Militar (…) con las patrullas Satanás, Maldito, Rayo y Acorralado; (…)
que recibió orden de presentársele al señor director de la Escuela Militar
coronel Benavides (…) quien les dijo (a él, al teniente Yussy Mendoza
Vallecillos y al teniente Cerritos): ‘Esta es una situación en donde son ellos
o somos nosotros, y vamos a comenzar por los cabecillas dentro del sector nuestro−la
universidad’−y al declarante le dijo: ‘Vos hiciste el registro y tu gente
conoce el lugar, usá el mismo dispositivo del día del registro y hay que
eliminarlos y no quiero testigos, El teniente Mendoza va a ir con ustedes como
el encargado de la operación para que no hayan problemas’. Espinoza le dijo al
coronel Benavides que ‘eso es un problema serio’, el coronel respondió: ‘No te
preocupés tenés mi apoyo”.
“El imputado
Ángel Pérez Vásquez (dice) que el soldado Amaya Grimaldi, alias Pilijay,
llevaba la misión de asesinar a los que ahí (UCA) se encontraban y que lo haría
con un fusil AK Cuarenta y siete…”
“El imputado
Óscar Mariano Amaya Grimaldi (alias Pilijay) manifestó que se hace cargo de
haber participado en la muerte de tres padres jesuitas (…) el declarante no
sabía a quién iban a asesinar, pero sí suponía que verdaderamente se trataba de
dirigentes terroristas (…) el oficial de la Escuela Militar le dijo: ‘Vos sos
el hombre clave’, entendiendo el dicente que él se encargaría de matar a las personas
que se encontraban en ese lugar”.
Antonio Ramiro
Ávalos Vargas: “Cuando llegaron a la UCA, a los diez minutos de estar golpeando
las puertas y las ventanas (de la residencia de los padres jesuitas), salió un
señor chele que vestía pijama (…) quien les dijo que no siguieran golpeando las
puertas y ventanas porque ellos estaban conscientes de lo que les sucedería,
luego el dicente condujo al señor a la parte de enfrente de esa residencia (…)
observando que en esos momentos también salían por la puerta otros cuatro
señores”.
José Ricardo
Espinoza Guerra: “…que como a las cero horas con quince minutos del mismo
dieciséis, observó que el personal comenzó a llevar a un grupo de curas (…) y
les ordenaron que se tendieran en el gramal frente al edificio, por lo que al
ver esto el dicente optó por retirarse poco a poco de ese edificio debido a que
se sintió mal por lo que estaba observando, retirándose con los ojos llorosos…”
“En cuanto al
imputado Yussi René Mendoza Vallecillos (…) confiesa su participación en los
mismos hechos (…) agrega el deponente que cuando se encontró con el teniente
Espinoza por el pasillo techado en las instalaciones de la UCA , después de
haber escuchado los primeros disparos, le preguntó: ‘¿Qué pasa aquí?’ a lo que
Espinoza le contestó: ‘Vámonos, vámonos, aquí le están dando a unos cabecillas
terroristas”.
Antonio Ramiro
Ávalos Vargas: “…dice que el teniente Espinoza Guerra le dijo: ‘¿A qué hora vas
a proceder?, entendiendo el exponente como una orden para eliminar a los cinco
señores que tenían boca abajo, (…) que luego se acercó al soldado Amaya
Grimaldi y al oído le dijo en voz baja: ‘Procedamos’, por lo que de inmediato
Amaya Grimaldi con el AK Cuarenta y siete comenzó a dispararle a los tres
señores que tenía enfrente (Ellacuría, Segundo Montes y Martín Baró) y el
exponente con un fusil M Dieciséis de equipo comenzó a dispararles en la cabeza
y al cuerpo a los dos restantes que tenía enfrente a él (Amando López y Moreno
Pardo), (…) (luego) escuchó que del
interior de una habitación pujaban unas personas, (…) por lo que le dijo al
soldado Sierra Ascencio que fuera a ver (…) estando la puerta abierta, el declarante
encendió un fósforo, (…) observando que se encontraban dos mujeres tiradas en
el suelo y quienes estaban abrazadas pujando, por lo que le ordenó al soldado
Sierra Ascencio que las rematara, de tal manera que el indicado soldado con su
fusil M Dieciséis disparó una ráfaga (…) hasta que ya no pujaron”.
Óscar Mariano
Amaya Grimaldi: “(…) que no recuerda si esas personas dijeron algunas palabras
antes de darles muerte (…) también en esos instantes escuchó la voz del
teniente Espinoza que le dio la orden al cabo Cota Hernández, diciéndole:
‘Metelos para adentro, aunque sea de arrastradas’ (…) también en ese momento
vio que una sexta persona también del mismo sexo salía de esas instalaciones
por el pasillo quien dijo: ‘No me vayan a matar porque yo no pertenezco a
ninguna organización’ y de inmediato este se regresa hacia adentro (…) luego el
declarante (…) escucha varios disparos en el interior de los locales, o sea al
lado donde se había metido la persona (…) que los disparos fueron supuestamente
de fusil M Dieciséis…” (esa persona era el padre Joaquín López y López)
José Ricardo
Espinoza Guerra: “… que luego (de haberse retirado del edificio) escuchó unas
voces que decían ‘Rápido, rápido, démole rápido’, acto seguido comenzó a
escuchar varios disparos, (…) momentos después (de regresar a la Escuela
Militar) el señor coronel Benavides le dijo: ‘¿Qué te pasa? Estás preocupado’,
y el dicente respondió: ‘Mi coronel no me ha gustado esto que se ha hecho’, y
él le dijo: ‘Calmate, no te preocupés, tenés mi apoyo, confía en mí”.
El teniente
Espinoza Guerra fue alumno del Externado San José, y se bachilleró en 1979. El
padre Segundo Montes fue su profesor y rector del colegio mientras él estuvo
allí. Conocía al padre Ellacuría , pues él les había dado la charla a los
futuros bachilleres con el tema de la elección de carrera. Espinoza Guerra
dirigió el cateo que se hizo en la residencia de los jesuitas el 13 de
noviembre por la noche, por eso conocía el lugar y la ubicación de los cuartos
de los padres que habitaban en esa residencia. También fue de los oficiales que
dirigían el operativo para el asesinato de los padres.
El dieciséis de
noviembre, a las siete de la mañana, recibí una llamada telefónica, −Algo
terrible les ha pasado a los padres de la UCA. Han matado a Ellacuría, a
Montes, a Martín Baró, a Juan Ramón Moreno, a Amando López y al padre López y
López. Antes de que terminara de decir los nombres, yo estaba llorando a
gritos. Avisamos a algunos compañeros de trabajo de la UCA, y nos fuimos para
la universidad en donde nos encontramos con la escena macabra que no podré
olvidar jamás.
El premio que le
dieron al padre Ellacuría era de cinco mil dólares. Él los trajo en efectivo,
en una valija café. Los tenía en su cuarto porque, en esos días, todos los
bancos estaban cerrados. El teniente Yussy René Mendoza Vallecillos, en su
declaración extrajudicial, recuerda que “cuando se encontraron por el portón de
la UCA, observó que un soldado desconocido llevaba una valija color café claro,
según alcanzó a distinguir, ignorando el contenido y destino de dicha valija”.
La señora Lucía
de Cerna, a quien el padre Martín Baró dio posada en una de las casas propiedad
de la universidad que servía de depósito de libros de la imprenta, cuando oyó
el ruido de la fusilería que los soldados hicieron al entrar al predio
universitario, se fue a uno de los cuartos de la casa que tiene ventanas hacia
el campus de la universidad, y vio a los soldados. Fue la única testigo del
crimen del dieciséis de noviembre. Lucía escuchó al padre Martín Baró gritar:
“Esto es una injusticia, ustedes son carroña”.
Los padres
jesuitas pensaron mandar a Lucía con su familia a España, como una medida de
protección, pero el embajador que estaba aquí en ese momento no quiso
colaborar. Personas de la embajada de los Estados Unidos dijeron que ellos
llevarían a Lucía a Estados Unidos y que allá se la entregarían a los jesuitas
norteamericanos quienes le darían protección y trabajo. Pero la entregaron al
FBI. Allí la interrogó un militar salvadoreño, amenazándola con hacerle daño a
la familia que había quedado en El Salvador si no decía que era mentira que
hubiera visto a los soldados. Lucía atemorizada negó todo lo declarado
anteriormente, pero cuando estuvo bajo la protección de los jesuitas volvió a
afirmar lo que vio la madrugada del dieciséis de noviembre.
No se sabe si
los padres dijeron algo antes de morir. Una vecina, cuya casa linda con el
predio donde los mataron, asegura que ella escuchó una salmodia, parecía que
los padres rezaron antes de presentarse ante su Creador. No opusieron
resistencia, pues comprendieron que era inútil. Solo el padre Martín Baró
expresó su indignación gritando: “Esto es una injusticia, ustedes son carroña”.
Por eso, Lucía, quien estaba frente a la ventana, lo escuchó, y “carroña” no es
una palabra que tenga en su vocabulario la humilde empleada que limpiaba las
oficinas del edificio de Rectoría. Esto es una prueba que sí escuchó a Martín
Baró y que vio a los soldados.
El asesinato de
los padres jesuitas marcó el final de la guerra. Este crimen brutal hizo que
Estados Unidos cesara la ayuda de hasta cuatro mil millones de dólares que ese
país mandó al Ejército salvadoreño, en
el conjunto de la contienda, para mantener la guerra; también inició una
investigación de lo ocurrido por medio de un comité encabezado por el
congresista Joe Mockley.
La muerte de los
jesuitas, por ser intelectuales conocidos internacionalmente, fue el toque de
atención para que el mundo supiera lo que estaba sucediendo en El Salvador.
Ellos fueron hombres de bien que solo querían la justicia y la paz para el
país. Trabajaron incansablemente para alcanzar ese fin, por ello pagaron un
enorme precio: sus vidas, las que se suman a las ochenta mil vidas que
ofrendaron los salvadoreños para que su país tuviera, al fin, la oportunidad de
iniciar el camino hacia la democracia.