sábado, 29 de mayo de 2010

Carta a Hato Hasbún, Secretario de Asuntos Estratégicos de la Presidencia

Estimado Hato:

tamaño título que te dieron, Hato. Está fregado, porque siempre cuando el gobierno carece de estrategia, van a pensar que vos no hiciste bien tu trabajo. Porque la gente no sabe lo difícil que es diseñar estrategias, cuando cada rato pierdes tiempo recibiendo y poniendo quieto al cura del Chaparral y otros activistas encachimbados del FMLN.

Ahora veo que te dieron otra tarea (aparte de lo de la estrategia y de coordinar un gabinete de seguridad que tampoco tiene estrategia): Te pusieron al cargo de una nueva comisión anti-corrupción. Es un poco raro como en un periódico describen la misión de esta comisión: combate a la corrupción en el gobierno anterior y velar por la transparencia en el gobierno actual. Se espera que el combate a la corrupción no solo es retrospectivo, sino también para lo que está pasando en el gobierno nuevo.

Te recuerdas, Hato, cuando anduvimos juntos en los años 90 tratando de levantar Primera Plana, un periódico dedicado a obligar al poder a someterse al escrutinio de la opinión pública, a la crítica, a la rendición de cuentas. Bueno, Hato, yo ando todavía en eso, desde la tribuna del periodismo. Ojala que tú, desde Casa Presidencial, puedas cambiar la manera como el poder responde a la crítica y el monitoreo.

Cordialmente, Paolo Lüers

(Más!)

jueves, 27 de mayo de 2010

El sapo y el alacrán

Me niego a entrar en el juego de evaluar al gobierno por partes. O sea, señalar los pecados del FMLN y reconocer las buenas intenciones del presidente o de algunos ministros “independientes”.

Para todas las deficiencias de este gobierno, que a un año de su existencia son más que obvias, tiene que asumir plena responsabilidad el presidente. Igualmente la tiene que asumir el partido de gobierno. Cada uno es responsable de los pecados de sus socios.

Nadie ha obligado al FMLN a poner a Mauricio Funes como candidato de su partido y convertirlo en presidente de la República. Entonces que ahora no lloren y no nos vengan con el cuento de que en el fondo son oposición.

Nadie ha puesto a Mauricio Funes una pistola en la cabeza para obligarlo a aceptar ser el candidato del FMLN. Todos los que están en el gobierno, están ahí por decisión propia, porque juntos convencieron al electorado de aprobar su alianza, con todos su componentes. Están en eso juntos, compartiendo responsabilidades. Todo lo que se hace y lo que no se hace en este gobierno (lo bueno, lo malo y lo feo) es responsabilidad compartida de Funes, de la dirección del FMLN y de los demás ministros que entraron al gabinete, igualmente voluntarios y sin coerción; sabiendo perfectamente qué es el FMLN y quiénes lo dirigen. Y conociendo durante años quién es Mauricio Funes.

Todos los diferentes integrantes del gobierno tienen años de conocerse. Nadie puede fingir demencia y decir que no sabía con quién se estaba metiendo. Además, nadie está obligado a quedar en un gobierno cuya política o ética ya no le convence. Manuel Sevilla renunció al cargo de ministro de Agricultura porque no estaba de acuerdo con la manera como desde Casa Presidencial interfieren intereses extraños a la labor de los ministerios. Claro, Sevilla era una pieza clave del FMLN en el gabinete, pero no un cuadro orgánico sometido a disciplina partidaria. Es un hombre que aparte de su simpatía política aplica criterios profesionales para tomar la decisión de seguir o no como ministro. Su renuncia expresa, en cierta manera, la frustración que tienen los militantes del FMLN con la manera como su presidente está poniéndoles cuernos con sectores corruptos de la derecha. Pero, como entró como “profesional” y no como cuota partidaria del FMLN, la renuncia y la denuncia pública de Sevilla no comprometen al FMLN.

El presidente Funes nombró a la ministra de Trabajo. Es una persona conocida. No puede haber sido tan inocente de pensar que estaba nombrando a una profesional “independiente”. Ahora están discutiendo en Casa Presidencial cómo pueden reparar el daño que el Ministerio de Trabajo está causando a la industria textil (y otras) con la negativa absoluta de autorizarles horarios flexibles. Pues, la señora está actuando fiel a sus convicciones, que siempre ha sido el ideario del Partido Comunista. Quien pone a una fiel militante comunista en el Ministerio de Trabajo no puede sorprenderse de que va a actuar como anticapitalista. Es como la historia del escorpión que pica al sapo que lo pasa del río. Antes de que los dos se hundan y ahoguen, el sapo le pregunta al escorpión: ¿Por qué hiciste esta estupidez? La respuesta: Es mi naturaleza.

La naturaleza del partido en que se ha convertido el FMLN es conocida. Aplica picadas fatales, aunque signifique que nos vamos a hundir todos. La presencia del FMLN en el gobierno –más bien el hecho de que controla buena parte del gobierno– hace imposible que el país se recupere económicamente, porque crea entre los empresarios e inversionistas la terrible incertidumbre de la picada del alacrán.

El control del FMLN sobre buena parte del aparato de seguridad y su influencia fuerte en el sector justicia hacen imposibles cualquier estrategia para resolver los problemas de la inseguridad, de la delincuencia y del crimen organizado. Ahí el problema es mucho más grave que simple inexperiencia y ineficiencia. Se trata de taras ideológicas que impiden la articulación de una estrategia coherente del Estado contra la delincuencia y sus causas.

En Salud y Educación hay una decisión ideológica de no continuar fomentando alianzas público-privadas para enfrentar las demandas no satisfechas. La tendencia a una inflexible estatización en estas áreas disminuye la capacidad de la sociedad de resolver los problemas de salud y educación de amplios sectores. Muchas ONG, por lo menos las que no están ligadas a la izquierda sino al sector empresarial, ya sienten cómo se les cierran las puertas en los ministerios.
Todo esto tiene que ver con la decisión de Mauricio Funes de aliarse con el FMLN y, por tanto, hacerlo socio principal en su gobierno. De nada nos sirve que personeros de Casa Presidencial, en privado, lamentan la ortodoxia que reina en Trabajo y la ineficiencia en Seguridad.

No sólo tiene el presidente de la República la responsabilidad plena sobre los ministerios en manos del FMLN, tampoco se puede decir que el gobierno haya funcionado mejor en las carteras que no controla el FMLN, sino los amigos del presidente. La triste reforma fiscal del año 2009 que funciona como freno a la recuperación económica del país, no fue invento y obra del FMLN, sino del Ministro de Hacienda y el Secretario Técnico, ambos figuras claves de los Amigos de Funes. Con el total desastre en la Secretaría de Cultura y en el manejo de los medios de comunicación estatales (Canal 10, Radio Nacional de El Salvador) y en la Secretaría de Información de la Presidencia absolutamente nada tiene que ver el FMLN. Ni tampoco con el error irresponsable de haber anunciado proyectos como “la fábrica del empleo” y “ciudad mujer” - esto eran inventos mentirosos de Mauricio Funes y sus amigos, no del FMLN.

Para resumir: El alacrán peca de la incapacidad de ir contra su naturaleza. El sapo peca de irresponsabilidad, si permite que el alacrán se le monte encima.

(EL Diario de Hoy)

Carta a Norman Quijano, alcalde de San Salvador

Estimado Norman:

¡Ni un paso para atrás! Esta es la primera regla que usted (y toda la Alcaldía) debería adoptar. Yo que usted declararía públicamente que la limpieza de la Juan Pablo es definitiva. Que habrá negociación con quien quiera, pero no sobre si las champas y regresen al Parque Infantil.

Y de una sólo vez, yo anunciaría una segunda regla: Champa puesta, champa botada. O sea, a partir de hoy, cualquiera que pone una venta no autorizada, en cualquier calle, acera o parque de San Salvador, sabrá que el día siguiente la alcaldía la va a quitar, sin negociaciones, sin indemnizaciones. Usted tiene que dejar cristalinamente claro: Ya no habrá derechos adquiridos. Nada. Cero. Y la aplicación de la ley será inmediata y automática.

Siempre quedará pendiente la reubicación de las ventas ya establecidas. Usted ya dijo que a la gente que realmente vive de esto, les va a buscar alternativas. Pero ahí es necesario que usted anuncie una tercera regla: Sólo habrá negociación y reubicación para la gente pobre. Nada para los coyotes que cobran a los pobres por los locales ilegales. O que tienen tiendas enteras en las aceras. Estos tienen pisto para formalizarse y pagar alquiler y servicios. No merecen ayuda de la alcaldía.

Nada tampoco para los distribuidores de mercadería robada o contrabandeada. Nada para los pandilleros que ofrecen y cobran “protección”.

Con estas tres reglas básicas, si las sabes comunicar con claridad y aplicar con firmeza, te ganarás el apoyo de los capitalinos y tu reelección.

Te saluda Paolo Lüers

(Más!)

BP and the ‘Little Eichmanns

Cultures that do not recognize that human life and the natural world have a sacred dimension, an intrinsic value beyond monetary value, cannibalize themselves until they die. They ruthlessly exploit the natural world and the members of their society in the name of progress until exhaustion or collapse, blind to the fury of their own self-destruction. The oil pouring into the Gulf of Mexico, estimated to be perhaps as much as 100,000 barrels a day, is part of our foolish death march. It is one more blow delivered by the corporate state, the trade of life for gold. But this time collapse, when it comes, will not be confined to the geography of a decayed civilization. It will be global.


Those who carry out this global genocide—men like BP’s Chief Executive Tony Hayward, who assures us that “The Gulf of Mexico is a very big ocean. The amount of oil and dispersant we are putting into it is tiny in relation to the total water volume’’—are, to steal a line from Ward Churchill, “little Eichmanns.” They serve Thanatos, the forces of death, the dark instinct Sigmund Freud identified within human beings that propels us to annihilate all living things, including ourselves. These deformed individuals lack the capacity for empathy. They are at once banal and dangerous. They possess the peculiar ability to organize vast, destructive bureaucracies and yet remain blind to the ramifications. The death they dispense, whether in the pollutants and carcinogens that have made cancer an epidemic, the dead zone rapidly being created in the Gulf of Mexico, the melting polar ice caps or the deaths last year of 45,000 Americans who could not afford proper medical care, is part of the cold and rational exchange of life for money.


The corporations, and those who run them, consume, pollute, oppress and kill. The little Eichmanns who manage them reside in a parallel universe of staggering wealth, luxury and splendid isolation that rivals that of the closed court of Versailles. The elite, sheltered and enriched, continue to prosper even as the rest of us and the natural world start to die. They are numb. They will drain the last drop of profit from us until there is nothing left. And our business schools and elite universities churn out tens of thousands of these deaf, dumb and blind systems managers who are endowed with sophisticated skills of management and the incapacity for common sense, compassion or remorse. These technocrats mistake the art of manipulation with knowledge.


“The longer one listened to him, the more obvious it became that his inability to speak was closely connected with an inability to think, namely, to think from the standpoint of somebody else,” Hannah Arendt wrote of “Eichmann in Jerusalem.” “No communication was possible with him, not because he lied but because he was surrounded by the most reliable of all safeguards against words and the presence of others, and hence against reality as such.”


Our ruling class of technocrats, as John Ralston Saul points out, is effectively illiterate. “One of the reasons that he is unable to recognize the necessary relationship between power and morality is that moral traditions are the product of civilization and he has little knowledge of his own civilization,” Saul writes of the technocrat. Saul calls these technocrats “hedonists of power,” and warns that their “obsession with structures and their inability or unwillingness to link these to the public good make this power an abstract force—a force that works, more often than not, at cross-purposes to the real needs of a painfully real world.”


BP, which made $6.1 billion in profits in the first quarter of this year, never obtained permits from the National Oceanic and Atmospheric Administration. The protection of the ecosystem did not matter. But BP is hardly alone. Drilling with utter disregard to the ecosystem is common practice among oil companies, according to a report in The New York Times. Our corporate state has gutted environmental regulation as tenaciously as it has gutted financial regulation and habeas corpus. Corporations make no distinction between our personal impoverishment and the impoverishment of the ecosystem that sustains the human species. And the abuse, of us and the natural world, is as rampant under Barack Obama as it was under George W. Bush. The branded figure who sits in the White House is a puppet, a face used to mask an insidious system under which we as citizens have been disempowered and under which we become, along with the natural world, collateral damage. As Karl Marx understood, unfettered capitalism is a revolutionary force. And this force is consuming us.


Karl Polanyi in his book “The Great Transformation,” written in 1944, laid out the devastating consequences—the depressions, wars and totalitarianism—that grow out of a so-called self-regulated free market. He grasped that “fascism, like socialism, was rooted in a market society that refused to function.” He warned that a financial system always devolved, without heavy government control, into a Mafia capitalism—and a Mafia political system—which is a good description of our corporate government. Polanyi warned that when nature and human beings are objects whose worth is determined by the market, then human beings and nature are destroyed. Speculative excesses and growing inequality, he wrote, always dynamite the foundation for a continued prosperity and ensure “the demolition of society.”


“In disposing of a man’s labor power the system would, incidentally, dispose of the physical, psychological, and moral entity ‘man’ attached to that tag,” Polanyi wrote. “Robbed of the protective covering of cultural institutions, human beings would perish from the effects of social exposure; they would die as victims of acute social dislocation through vice, perversion, crime, and starvation. Nature would be reduced to its elements, neighborhoods and landscapes defiled, rivers polluted, military safety jeopardized, the power to produce food and raw materials destroyed. Finally, the market administration of purchasing power would periodically liquidate business enterprise, for shortages and surfeits of money would prove as disastrous to business as floods and droughts in primitive society. Undoubtedly, labor, land, and money markets are essential to a market economy. But no society could stand the effects of such a system of crude fictions even for the shortest stretch of time unless its human and natural substance as well as its business organizations was protected against the ravages of this satanic mill.”


The corporate state is a runaway freight train. It shreds the Kyoto Accords in Copenhagen. It plunders the U.S. Treasury so speculators can continue to gamble with billions in taxpayer subsidies in our perverted system of casino capitalism. It disenfranchises our working class, decimates our manufacturing sector and denies us funds to sustain our infrastructure, our public schools and our social services. It poisons the planet. We are losing, every year across the globe, an area of farmland greater than Scotland to erosion and urban sprawl. There are an estimated 25,000 people who die every day somewhere in the world because of contaminated water. And some 20 million children are mentally impaired each year by malnourishment.


America is dying in the manner in which all imperial projects die. Joseph Tainter, in his book “The Collapse of Complex Societies,” argues that the costs of running and defending an empire eventually become so burdensome, and the elite becomes so calcified, that it becomes more efficient to dismantle the imperial superstructures and return to local forms of organization. At that point the great monuments to empire, from the Sumer and Mayan temples to the Roman bath complexes, are abandoned, fall into disuse and are overgrown. But this time around, Tainter warns, because we have nowhere left to migrate and expand, “world civilization will disintegrate as a whole.” This time around we will take the planet down with us.


“We in the lucky countries of the West now regard our two-century bubble of freedom and affluence as normal and inevitable; it has even been called the ‘end’ of history, in both a temporal and teleological sense,” writes Ronald Wright in “A Short History of Progress.” “Yet this new order is an anomaly: the opposite of what usually happens as civilizations grow. Our age was bankrolled by the seizing of half the planet, extended by taking over most of the remaining half, and has been sustained by spending down new forms of natural capital, especially fossil fuels. In the New World, the West hit the biggest bonanza of all time. And there won’t be another like it—not unless we find the civilized Martians of H.G. Wells, complete with the vulnerability to our germs that undid them in his War of the Worlds.”


The moral and physical contamination is matched by a cultural contamination. Our political and civil discourse has become gibberish. It is dominated by elaborate spectacles, celebrity gossip, the lies of advertising and scandal. The tawdry and the salacious occupy our time and energy. We do not see the walls falling around us. We invest our intellectual and emotional energy in the inane and the absurd, the empty amusements that preoccupy a degenerate culture, so that when the final collapse arrives we can be herded, uncomprehending and fearful, into the inferno.


TRUTHDIG 17 may 2010

http://www.truthdig.com/report/item/bp_and_the_little_eichmanns_20100517/


martes, 25 de mayo de 2010

Carta al nuevo campeón Isidro Metapán

¡Hola, campeones!

Felicidades por el título. Pero espero que ustedes mismos saben que, como lo dijo ayer en el estadio un amigo: “Entre dos malos, ganó el menos pior...”

Por primera vez fui al estadio Cuscatlán. No había ido nunca, porque poco me atrae el fútbol guanaco. Ver mal fútbol es como ver mal teatro: da pena ajena. Te hace sentir mal, casi un poco co-responsable de las barbaridades que están exhibiendo los actores o los jugadores...

Ayer, viendo dos equipos mediocres disputando el título, cayéndose sobre sus propias patas, caminando en vez de correr para abrir espacios, me puse a pensar: ¿Quiénes realmente serán responsables del estado tan lamentable de nuestro fútbol?

Es mentira que aquí no hay talentos. Sin ninguna duda hay afición dispuesta a apoyar a sus equipos. Entonces, ¿qué pasa adentro de los clubes? ¿Por qué los que manejan el fútbol organizado huelen a corrupción?

Viendo la final del fútbol salvadoreño, queda claro que aquí hay mucho más que resolver que el problema legal entre la Normalizadora, Federación y Gobernación. Mucho más que el problema con la FIFA. Hay que limpiar el deporte de influencias mafiosas, pero sin que caiga en manos de los políticos, mucho menos del gobierno...

Disculpen, valientes chavos del Isidro Metapán. No quiero echarles agua a la fiesta. Ganaron porque jugaron mejor que el Águila. Sin embargo, para que juegen bien, falta mucho.

Saludos, Paolo Lüers

(Más!)

domingo, 23 de mayo de 2010

La factura de la lavandería

¿Quién se puede gastar 264.000 dólares al año en prendas de vestir? ¡Un rico! ¿Quién más? Un rico de verdad, con un fajo de billetes en la mano, que no mira los precios de los productos que desea comprar. ¿Cuántos pantalones caben en esa cifra? ¿Cuántas camisas? Con esa cantidad, de seguro, se podría arreglar alguna sala de emergencia del algún hospital. Sin duda, hay que ser muy rico para disponer de tantos sueldos mínimos frente a una vitrina.
¿Quién tiene un presupuesto de 18.500 dólares al año en calzado? ¡Un millonario! Obviamente. Alguien que casi puede ponerse un par de zapatos distintos cada día. Y con ese dineral, por supuesto que no estamos hablando de cotizas compradas en el mercado de Dabajuro. Ni de unas patrióticas chancletas Lord Nelson, de plástico grueso y de color carey. Esos zapatos con tantos ceros se hacen en Italia, en Francia, en Inglaterra… no se pueden pagar con la regulación oficial. Las cuotas de Cadivi no dan ni para los cordones.
Hay más: ¿qué clase de persona puede invertir cada año casi 150.000 dólares en champú, en cremitas, en desodorante o en perfume? Pues, cómo decirlo, una persona algo exquisita, probablemente una persona delicada, muy pendiente de su aspecto… pero bien, de seguro, ricachona, claro está, con suficiente dinero como para rociárselo encima cada mañana.
Supongo que no hace falta explicarlo. A estas alturas de la página, el lector ya debe al menos sospechar que simplemente estoy estrujando un poco el presupuesto de gastos personales de la Presidencia de la República para el año 2010. Según una información, basada a los datos aprobados por la Asamblea Nacional y aparecida hace un tiempo en The Miami Herald, los gastos personales del Presidente, para este año, tienen un incremento de 600% y superan el presupuesto asignado para el Ministerio de Cultura. ¿Alguien habló de los museos? La historia tiene otras prioridades.
Con estas cifras en la mano, a cualquiera se le arruga la cédula y la dignidad cuando escucha al Presidente decir que ser rico es “una maldición”, “una perversión humana”. Su presupuesto personal calcula que este año, nada más en agencias de festejos, gastará casi 3 millones de dólares. Mardita perversión.
El procedimiento es sencillo pero eficaz: Chávez ha convertido la riqueza en un problema moral. La de los otros es un pecado. La suya es una santo milagro. Ese es su mayor éxito: él es la representación del pueblo y, por tanto, la única riqueza legítima que puede existir en el país es la suya. El logro mayor de esta supuesta revolución no está en las condiciones objetivas de la realidad sino en el territorio de los símbolos, de las representaciones. Todas las riquezas son ilegales, espurias, excepto la de Chávez. Se trata de un cambio aparentemente diminuto pero crucial, definitivo: la sacralización del saqueo.
Este gobierno ha resucitado y promovido la idea de que la riqueza es un bien público, que no se trabaja, que ya existe y que ha sido usurpada por algunos pillos particulares. Por suerte, el dios de la historia no ha mandado un nuevo Mesías, destinado a expropiar a los traidores, a los impíos, para devolvernos a todos un supuesto paraíso original. En el cumplimiento de ese designio, el Mesías puede hacer cualquier cosa. Como en el más iluminado capitalismo salvaje: para conquistar un fin, todo se vale, todo está permitido.
Estamos viviendo un siniestro proceso de sustitución del trabajo, de la competitividad o de las relaciones sociales productivas, por la violencia. En cualquiera de sus formas. Se sataniza la riqueza para que, tarde o temprano, cualquier iniciativa personal sea sospechosa. Estamos ante un acelerado proceso de privatización y control de la toda la vida social. Chávez C. A. es el nuevo monopolio que pretende controlar el país.
Es tan trágico como absurdo. Se trata de una lógica que no se mueve con argumentos sino con pasiones. Este gobierno, al revés de lo que pregona, ha terminado convirtiendo la política en una fe ciega. Por eso no necesita ninguna ideología. Por eso no la tiene. O peor: el lugar común es la verdadera ideología del chavismo. Creen que una red de estereotipos puede ser una teoría revolucionaria. Poco importa, en realidad. Así habla el Dalai de Sabaneta: “Los ricos pierden el alma (…) Hay que ser rico en conocimiento y en amor, en humildad”.
Gastos anuales para el servicio personal de lavandería: 405.000 dólares.

(El Nacional/Venezuela)