Discurso de Sergio Ramírez en la presentación del libro "Volver con el Frente Marchito" de Onofre Guevara
De entre mis recuerdos de infancia en Masatepe no se aparta nunca el taller de zapatería de los hermanos Sosa en la calle que llevaba al cementerio, donde las conversaciones entre bromas no cesaban nunca, y había allí encendidas discusiones teóricas, libros descuadernados que pasaban de mano en mano, unos pecaminosos, otros sediciosos, blasfemias pronunciadas alegremente, reservas severas acerca de la veracidad de los hechos narrados por el Antiguo Testamento, propuestas de ateísmo y cuando menos, profesiones de fe en el escepticismo, lo que se llamaba ser un libre pensador, calidad peligrosa que lindaba en la subversión de valores; alguien que lezna en mano explicaba los misterios del rito de la masonería, otro que lanzaba denuestos contra el falso celibato de los curas, y la palabra socialismo que saltaba de uno a otro banco como una piedra encendida.
Los hermanos Sosa trabajaban como dos zapateros más entre todos los operarios, y al final de la tarde, ya terminada la faena, se vestían de blanco con toda elegancia, los zapatos combinados en blanco y café, y se sentaban en los muros del parque central, después de desplegar el pañuelo perfumado, para continuar la tertulia sin abandonar los temas rebeldes que les habían ocupado todo el día, agudos en sus argumentos y locuaces en su iconoclastia.
¿Por qué, entre los artesanos de Nicaragua, los zapateros eran los intelectuales? Lo mismo decía de los talleres de zapatería de Estelí el comandante Francisco Rivera, el inolvidable Zorro de las insurrecciones legendarias, verdaderas forjas de autodidactas que aprendían de la lectura de los libros que caían en sus manos, de Víctor Hugo a Carlos Marx, y aprendían de la realidad, escuelas de dirigentes obreros, de líderes sindicales y de militantes revolucionarios.
Pero este es un asunto que los zapateros nicaragüenses llevaron más allá de las fronteras. En los años treinta del siglo pasado vivía en Costa Rica un zapatero de manos prodigiosas, originario de Chichigalpa, al que llamaban Caballón, alistador en la zapatería Record de la Avenida Central de San José. Mientras trabajaba en su banco del taller, al son del martillo cantaba un solo del coro de los gitanos de El Trovador con voz tan de trueno que hacía estremecer las vitrinas donde se exhibían los zapatos y detenía a las gentes en la acera; y con la misma voz urdía historias asombrosas, o las repetía al dedillo de cosecha ajena, escogidas de las novelas de Alejandro Dumas o Javier de Montepin, manteniendo en embeleso a los obreros. Era un gigante en estatura física y moral, y solía decir discursos completos mientras dormía, tan obsesionado se hallaba con la defensa de los derechos de los trabajadores. Organizó los sindicatos de zapateros en San José, y luego el partido Vanguardia Popular lo envió a Golfito para iguales tareas proselitistas, y allí falleció de una mordedura de serpiente terciopelo; pero como era tan gigante, el veneno tardó tres días en llevarlo a la muerte.
Es algo que pienso preguntarle a Onofre Guevara cuando tengamos una de esas tantas conversaciones que nos debemos. Por qué los zapateros, y no los albañiles, los carpinteros o los hojalateros, o por qué también los tipógrafos de antaño de los que conocí en la Imprenta La Antorcha de León, cuando imprimíamos allí la revista Ventana, y se llamaban entre ellos camaradas, no sé si por militantes comunistas o por costumbre bromista, porque todos eran bromistas de marca mayor, y discutían desnudos de la cintura para abajo en aquel calor de fragua mientras, de pie, sacaban los tipos de plomo de los chibaletes con velocidad de rayo para ir formando las galeradas, y dividían su mente entre el original colocado a su lado y los temas de la incesante conversación en la que Fernando Gordillo y yo entrábamos, tratados con el respetuoso título de bachiller.
Onofre, que conoció esos talleres de zapatería por oficio, sabe que fue en sus bancos y no en las fábricas, que no existían, donde se empezaron a formar los movimientos sindicales y los partidos de los trabajadores, quizás porque las zapaterías estaban conformadas como verdaderas aulas fraternales, con estrecha vecindad entre los zapateros, y no había ningún fragor de máquinas que se impusiera a la palabra, con lo que recuerdo las fábricas de puros habanos de Cuba donde el silencio era tan conventual que dio paso a la costumbre de un lector que se instalaba en un atril a leer en voz alta novelas que se sucedían por capítulos, dejando el suspenso para el día siguiente.
Tipógrafo fue Pancho Bravo, personaje legendario en las luchas sociales de Nicaragua, y zapatero fue Emilio Quintana, autor de la novela Bananos, porque también fue trabajador de las plantaciones bananeras en Costa Rica junto con Manolo Cuadra, y zapatero Onofre Guevara, que se forjó como intelectual en las lides obreras, y pronto pasó al periodismo combatiente, que es otro de los caminos misteriosos acerca de los que me gustaría averiguar. De los tallares de tipografía a las mesas de redacción, pase, porque eran a veces lugares vecinos, y oficios de manipular letras ambos. ¿Pero de los talleres de zapatería a los periódicos? ¡Qué mejor contradicción al viejo adagio conservador de “zapatero a tu zapato”, que recuerda la inamovilidad en la corporación de oficios de la edad media!
No hay que olvidar que estamos de cara al intelectual que ha entrado al mundo de las letras por una puerta poco acostumbrada, que no es la de la academia, o la de la universidad, sino la del taller donde todos aprenden y enseñan, el ágora que huele a cuero y a pegamentos; de cara al autodidacta que aprende a formarse solo, dueño de su propio programa de lecturas porque leer es la única manera de aprender a escribir, eso ya se sabe, y sin aprender a escribir bien, nadie puede hacerse nunca periodista verdadero, así se venga de las aulas.
Del banco de zapatería a la mesa de redacción, y al mismo tiempo a la militancia, un camino arduo que se abre en la vida de Onofre a través del compromiso, de las convicciones, de los principios, de esas escogencias que se hacen en la juventud y ya nunca cambian, y cuando cambian, convierten la existencia en un verdadero descalabro moral. De eso tenemos, por desgracia, numerosas pruebas en la Nicaragua contemporánea asechada por los demonios de la dualidad y del engaño.
A Onofre la revolución lo halló en plena madurez, y la entendió como un fenómeno que habría de cambiar para siempre su vida, como habría de cambiar la vida de muchos otros. No era una circunstancia política más en la historia de Nicaragua, sino la oportunidad de que el país cambiara desde sus raíces en base a una propuesta que era antes de nada ética, y quiero subrayar desde ahora esta palabra clave. Él la entendió como lo que era, una oportunidad de lograr que la historia dejara atrás su fatídico comportamiento regresivo y repetitivo, lleno de constantes falacias y mentiras. Una historia que hasta entonces no era ética, y por eso se hallaba preñada de falsedades, de histrionismos de la peor calaña, de corrupción y de veleidades.
Una de las maneras de pensar la historia con esperanza en tiempos de conmociones, como ocurre en una revolución, es que todo cambie de manera que la historia nunca vuelva a repetirse como antes, y que los viejos presupuestos sean sustituidos para siempre por otros nuevos hasta que, y ésta es la desgracia, esos viejos presupuestos de conducta que se han quedado agazapados vuelven a surgir con vigores renovados para terminar imponiéndose otra vez. Un cambio de actores, nada más, que vuelven a vestir los mismos disfraces. Y, Onofre lo sabe, es algo que nos ha ocurrido en el curso de nuestras propias vidas, para nuestro propio asombro, de modo que hemos sido testigos, al mismo tiempo, del amanecer y del ocaso, sin que la historia haya aguardado a poner distancia entre la esperanza y la decepción. Esto es lo que debemos llamar la catástrofe ética.
La ética, que a muchos ha llegado a parecer pasado de moda, sigue siendo un concepto vital para entender los fundamentos de la revolución, y, obviamente, los fundamentos de nuestras propias vidas. Una revolución no es sino vidas en movimiento. Una revolución que en su momento representó una verdadera epifanía, un encuentro con el milagro, que recogió en su fundamento moral una corta pero intensa tradición formada en los cuarteles guerrilleros clandestinos donde la guía de conducta era el desapego a cualquier otro interés que no fuera la revolución misma, con toda su cauda seductora de futuro ante el que había que sacrificar el pasado oneroso que los jóvenes habían recibido en herencia.
Fue el tiempo cuando los jóvenes tenían mucho que enseñar a sus mayores, y lo hacían procurando, como el más intransigente de sus empeños, que la prédica calzara con los actos, lo primero de todo la renuncia a los bienes materiales, lo que quería decir, a la vez, la renuncia a la riqueza injusta, a la acumulación de poder económico, a la cultura del dinero fácil, de los negocios amañados, de las coimas, del provecho de los negocios con el estado. Vivir como los santos, según el santo decir de Leonel Rugama, era la única manera de hacer posible la revolución. Cuando el espejo nos devuelve la imagen contraria, y todo se vuelve rapiña, ventaja, arribismo, ambición de acumular cada vez más, la idea ética de la revolución viene a resultar ultrajada y humillada, y se vuelve fácilmente una caricatura. A alguien he escuchado decir por allí que en esta etapa del regreso al poder del Frente Sandinista, toca crear una burguesía verdadera para que la historia pueda seguir su curso, de modo que las nuevas fortunas que vemos crecer como los hongos después de la lluvia, tienen una justificación dialéctica.
Onofre ya traía consigo esa sustancia ética en sus huesos cuando entró en la revolución, se reconoció en ella, y lo que era la propuesta de su vida, la aceptó como la propuesta de la sociedad, que debía de cambiar de manera radical, un verdadero cambio moral. Y defendió y promovió el nuevo orden de cosas desde su trinchera de parlamentario, y desde su trinchera de periodista, y, claro está, desde su conciencia de clase afirmada en la brega de las luchas obreras, que era parte de todo su presupuesto ético personal.
A lo largo de los años de la revolución, inmerso en todos sus desafíos, Onofre no fue un testigo simplemente, sino un actor. Y desde el fin de los años de la revolución, cuando han pasado ya veinte años, también ha seguido siendo un actor. Un terco actor que regresa siempre a un escenario ya en ruinas y no cambia el sentido de su pensamiento, ni de las palabras que responden de manera estricta a ese pensamiento. Y cuando lo oímos hablar, y leemos lo que dice, podemos identificar una preocupación central y muy profunda que tiene que ver con la ética del poder.
Hay quienes ven el asunto de la ética como algo pasado de moda, y otros como algo que corresponde a los valores tradicionales, valores burgueses, se dice, que no son compatibles con los valores revolucionarios. A alguien he oído decir también que los revolucionarios no tienen por qué caer en el juego de sus enemigos que rechazan la corrupción, porque eso de la ética pertenece a los valores burgueses, y no se puede caer en ese juego. Lo importante es la acumulación de poder, y no hay poder verdadero sin el sustento del poder económico.
Estos no son más que adornos de la máscara de plomo que asfixia a Nicaragua en estos días. Si la revolución se perdió como proyecto de redención, fue precisamente porque su sustento ético resultó carcomido y ahora lo que se representa en el escenario donde se libró una vez la gesta más trascendental de la historia de Nicaragua, es una parodia. La palabra revolución, despojada de toda su sustancia, suena con ecos de falsedad, de engaño, a veces de burla. Es como un gran hueco por el cual se cuelan los pactos políticos obscenos, la repartición de cargos públicos y de granjerías, el atropello a las instituciones del estado, la concentración ilegal de poder personal, la corrupción en todo su abanico de manifestaciones degradantes.
Y de todas las preguntas que la pregunta fundamental de Onofre abre, acerca de la ética del poder, hay una que siempre me inquieta, desde una perspectiva ideológica, siguiendo el hilo de sus propias reflexiones: ¿se puede dejar de un lado la ética y seguir siendo de izquierda? ¿Es la izquierda compatible con el enriquecimiento ilícito, los fraudes electorales, los abusos de poder, la burla al sistema democrático, las ambiciones del poder para siempre a través de sucesivas reelecciones, el caudillismo de aura populista? No se puede. La única izquierda real posible es la que se asienta en un cúmulo de principios de sustancia ética entre los cuales se haya, de manera infaltable, el respeto a la voluntad popular libremente expresada. Esa voluntad de los ciudadanos no puede ser sustituida ni malversada.
Lo contrario es despojar a la izquierda de su sentido de lucha por un mundo distinto más justo y más solidario. ¿Cómo se puede aspirar a construir un mundo justo y solidario en el frágil terreno sembrado de los vicios del pasado, de los vicios de siempre? La izquierda no tiene que ver tampoco nada con la mentira. Y la peor de las mentiras es tratar de ofrecer un mundo falso envuelto en la vieja retórica revolucionaria.
La tiranía, cualquier clase de tiranía, o de intento de tiranía, no tiene nada que ver con la izquierda. Ni la corrupción. Ni las fortunas nacidas de la noche a la mañana. Ni el afán de silenciar a quienes critican los actos de poder y critican a los poderosos a través de los medios de comunicación. Ni el vasallaje. Ni el culto a la personalidad. Ni la megalomanía. Ni el servilismo cortesano.
Es el sustento moral en la política el único que puede crear verdaderos estadistas, capaces de transformar la realidad, y transformar sus valores. Es la ética la única capaz de ofrecer una visión de nación, una visión de largo plazo.
A diferencia de la justicia, a la que se representa con los ojos vendados, la historia mantiene siempre los ojos bien abiertos y no se equivoca en sus juicios a la hora de escoger a quienes de verdad la hacen cambiar de curso. Y quiero poner un ejemplo con el que sin duda Onofre estará de acuerdo. El de Nelson Mandela, versus el de Robert Mugabe.
Mugabe, preso por diez años en las cárceles de la antigua Rodesia, fue aclamado como un héroe nacional durante la lucha armada en contra del régimen racista, al que terminó derrotando en 1980 para crear la república de Zimbawe y convertirse en el líder del país, primero como primer ministro y luego como presidente por los últimos treinta años tras sucesivas elecciones en las que no han faltado los fraudes electorales. A los 86 años de edad sigue sin querer apartarse del poder, y lejos ya de las hazañas de la lucha de liberación nacional, se sostiene gracias a la represión brutal y a la lealtad de un partido corrupto, y en su haber se haya la destrucción de la economía, y el empobrecimiento cada vez mayor de la población.
Mandela pasó en la cárcel 27 años de su vida en castigo por su lucha en contra del régimen racista de Sudáfrica, vecina a Zimbawe, hasta que fue electo el primer presidente negro de su país tras una de las luchas populares más heroicas y trascendentes de que el siglo veinte tuvo memoria. Mandela se encarnó en la conciencia de su pueblo oprimido como un líder natural, más allá de los votos, y pudo hacerse quedado en la presidencia todo el tiempo que hubiera querido, hasta hoy mismo, cuando ha llegado a los 92 años de edad, y como líder indiscutido del Congreso Nacional Africano, su partido.
Sin embargo, al término de su período presidencial de cinco años, Mandela dio paso a la escogencia de su sucesor, renunciando a la reelección, y dejó el poder en la plenitud de su prestigio mundial. Se apartó con humildad, y en su cuenta no hay abusos de poder, ni actos de corrupción, sino la visión de un hombre que quiso construir un país democrático y unido, más allá de las fronteras raciales. Un estadista verdadero, que basó su sentido del poder en la ética, y en la lealtad a sus principios, el mismo cuando estaba en la cárcel que cuando estaba en el palacio presidencial.
La historia no recordará a Mugabe sino como un tirano corrupto, de los que hay muchos, que frustró un proyecto de nación y falseó la palabra liberación y la palabra revolución en el más abyecto de los sentidos. Mientras tanto Mandela es un símbolo. La más valiosa de los figuras mundiales del siglo veinte, una figura ética por sobre todas las cosas.
¿Cómo puede hacerse una revolución sin un Mandela a la cabeza? Y peor que eso, ¿cómo puede pretender repetirse una revolución, lejos de lo que Mandela encarna?
Esa es la lección que estamos oyendo constantemente de los labios de Onofre Guevara cuando insiste en ligar la ética a los actos de poder. Sin la ética, todo se viene abajo.
Vale la pena haber vivido ochenta años en la forma en que Onofre Guevara lo ha hecho. Por la fidelidad de su conducta personal con sus ideas. Por la fidelidad de sus ideas con sus palabras. Por la ética de su vida, en armonía con su propuesta ética para la vida política.
Una vida que produce gozo al contemplarla, unas ideas que producen esperanza al leerlas en sus escritos. Cuando este país encuentra un día los cauces de la justicia, de la equidad y de la democracia, cuando el poder sea un instrumento que sirva para dar un sentido moral a la nación, habrá que recordar cuánto le debe Nicaragua a la lucidez de Onofre, a su visión de país democrático, a su terquedad de espíritu, a su dedo señalando el vicio público y reclamando las virtudes.
Un ciudadano fuera de época y fuera de serie que nos recuerda que si el poder se ha corrompido, y ha corrompido a sus protagonistas, abajo yace una nación a la que él representa con su pensamiento, que nunca ha perdido la guía de sus valores fundamentales, y que volverá por ellos, reclamándolos, a la hora llegada.
Sé que todo esto es demasiado para la modestia de Onofre, pero también sé que es poco para la justicia que debemos a los actos de su vida.
Escuchemos entonces a este hombre que no clamará en el desierto mientras nosotros no aceptemos ser el desierto.