Y llegamos a un paraíso. Una casona de esas típicas en San José, al estilo hacienda, construida de madera, con rincones, escaleras, patio interior – y llena de obras de arte: las habitaciones, los corredores, las escaleras, hasta los baños. Te despertás viendo cuadros de colores vivos, flores, gallos... Desayunás viendo plantas y flores, en el patio interno – y en las paredes. Las pinturas (y todo el hotel, que es un conjunto artístico) – son obras de Florencia Urbina, un torbellino de creatividad, energía y empatía. A esta pintora, fundadora del Grupo Bocaracá, la conocimos en San Salvador - también sus obras, que Daniela expuso en La Ventana.
Llegar al Milvia es como llegar a casa de una amiga o a un lugar de la infancia. El Milvia es sencillo. No es de lujos, como los “hoteles boutique”, que se han puesto de moda en las capitales del mundo. No es exclusivo. Pero es un lujo estar allí. Te hace sentir en casa, cada vez que regresás de la ciudad a este refugio. Vivir en el Milvia te hace sonreír y conversar con los otros huéspedes.
Esta primera vez solo pasamos tres días
en el Milvia, pero el recuerdo no se me quitó. Años después, queriendo
escaparme del estrés salvadoreño, de los pleitos políticos, de una de estas
campañas electorales desagradables, un día me desperté con una decisión: me voy
al Milvia, necesito descansar, me urge relajarme. Me fui a San José: solo, con
un paquete de libros que nunca tuve tiempo de leer. Florencia me dio la
habitación más bella, la llenó con los cuadros más alegres. Pasé una semana
caminando San José, sus parques, sus bares, sus sodas, sus peatonales – pero
anclado en este oasis de tranquilidad y hospitalidad. De repente me di cuenta
que en el Milvia podía sentarme y retomar mi libro, siempre abandonado por
prioridades y urgencias. Podía escribir más allá de la política y de la
coyuntura. Regresé a San Salvador y su caos, a mi trabajo de bartender y
escribano, con nueva energía, con optimismo y paciencia.
Otros dos años pasaron. Meses antes,
Daniela había ido a probar suerte en San José. Al fin pude hacer tiempo para que
nos volviéramos a juntar. Fui a San José. Para la ocasión, como si lo nuestro fuera
luna de miel, Florencia nos invitó al Milvia, nos preparó la misma habitación,
otra vez con nuevos cuadros: variaciones de gallos en rojo y amarillo. Era como
volver a casa. Otra vez sentarme en la terraza en el techo del Milvia a ver los
cielos siempre cambiantes de Costa Rica, escuchar el pitazo del tren de San
José a Cartago, caminar este vecindario pueblerino… Gracias al Milvia, de hecho
fue una luna de miel.
En estos días de mayo, el Milvia va a
cerrar. La casona será derrumbada, en su lugar se construirá un moderno edificio.
Llegó el desarrollo, y ya no habrá espacio para el Milvia. Escribo estas líneas
con tristeza. Ya no tendré ese refugio. Habrán otros, pero ninguno como el Milvia.
Para mi, San José ya no será lo mismo, será un poco menos pueblo, un poco más
ciudad. Las ciudades, siempre cuando desaparecen las tiendas de esquina, los
cafés de vecindario y los hotelitos de barrio, pierden carácter, encanto y
calidad de vida. Ni modo.