Cuando hablamos de partidos políticos hay dos posibilidades. O nos referimos a las organizaciones nominales, por muy insignificantes que sean, o a las “partes” en las cuales se encuentra dividido el espectro político. No siempre, ni siquiera en las democracias avanzadas, lo uno coincide con lo otro.
En los EE.UU., por ejemplo, hay demócratas más conservadores que los republicanos; y viceversa. En Alemania hay socialcristianos más sociales que los socialistas; y así sucesivamente. Hay países en que las partes son más que los partidos y otros en los cuales los partidos son más que las partes. En el caso de Venezuela las partes son evidentemente menos que los partidos inscritos. ¿Cuántos partidos-partes hay en Venezuela? Ese es el tema que tratará de dilucidar este texto.
En Venezuela hay aparentemente solo dos partidos-partes: El chavismo y el antichavismo. Partiendo de esa premisa casi todos los comentaristas nos hablan de una sociedad altamente polarizada. Pero, como suele suceder, las apariencias engañan. La verdad es otra: en Venezuela no hay ninguna organización o persona que durante un periodo no electoral esté en condiciones de representar a esas dos supuestas partes. La razón es obvia pero no visible: en ese país hay dos frentes, pero hay más de dos partes políticas.
Alguna vez habrá que llegar a la conclusión de que la política de Venezuela no sólo está dividida, lo que es normal, sino, además, fragmentada, lo que es aún más normal
Los dos partidos “chavistas”. Las partes chavistas aparecen bajo la luz pública más unidas que las no chavistas, lo que no debe extrañar: Están ligadas por un destino común, a saber, el gobierno que comparten. No obstante, las diferencias entre esas partes son cada vez más visibles pues tienen que ver con la propia composición orgánica del chavismo.
El chavismo, hay que comenzar diciendo, nunca fue un todo unitario. Por el contrario, siempre ha sido una hidra de por lo menos dos cabezas representadas en dos partidos-partes a las que llamaremos de modo provisorio la parte militarista tradicional y la parte ideológica-castrista. Sobra decir que cada una de esas partes supone ser depositaria de “el verdadero chavismo”.
Ambos partidos-partes son, por cierto, militaristas. Pero se trata de dos militarismos diferentes: el primero corresponde con ese militarismo latinoamericano formado en el siglo XX (cuartelero, golpista). El segundo es el militarismo de tipo castrista de acuerdo al cual el Ejército se encuentra controlado por una clase (nomenklatura) burocrática e ideológica representada por un partido-Estado, tal como sucede en Cuba y Corea del Norte. O dicho así: una parte supone que el Estado debe estar sometido al Ejército y la otra, que el Ejército debe estar sometido al Estado, siempre y cuando, por supuesto, ese sea el Estado chavista. Y bien, por decisión de Chávez tomada “casualmente” en La Habana poco antes de irse de este mundo, la parte-castrista se hizo del poder representativo a través de Maduro.
Desde el punto de vista constitucional a quien correspondía ejercer transitoriamente las funciones de mandatario era al presidente de la Asamblea Nacional, el militarista-tradicional (y ex-golpista) Diosdado Cabello. Pero, como suele suceder, los chavistas se pasaron la Constitución por el “paltó” (Chávez dixit). La decisión de Chávez era para ellos sagrada y por lo mismo situada por sobre la Constitución y las Leyes.
Ahora bien, Chávez, en tanto militar tradicional y en tanto militar castrista, fungía como eje de integración entre esos dos partidos de su movimiento. Y esa integración, como ocurre en política, solo podía realizarse de modo simbólico, es decir, Chávez, si quería mantener unido a esos dos partidos, debería hacerlo a través de una representación de tipo populista. Y bien, ese tipo de integración se fue con Chávez y no regresó con Maduro. Con Maduro no se acabó el chavismo pero sí el populismo chavista.
Maduro es un genuino representante de la fracción castrista del movimiento chavista pero no lo es de todo el movimiento. Por supuesto, intenta serlo. Por ejemplo, imita el lenguaje de Chávez hasta el absurdo, o usa camisas con botones y jinetas que simulan las charreteras del militar que nunca fue. Pero lo que a ningún buen observador escapa, es que la parte nacional-militarista no se contenta bajo Maduro con el rol subalterno que ocupó durante Chávez e intenta obtener cada vez una mayor cuota de representación. En gran medida ya la ha obtenido a través de la llamada Junta Cívica Militar.
La Junta Cívica Militar es una instancia colegiada –anti-constitucional, por supuesto– destinada a coordinar a los dos partidos chavistas en el poder. O dicho de modo taxativo: En Venezuela existe una “dualidad de poderes”, pero al interior del Estado.
A un lado el poder castrista, cuya cabeza visible es Maduro. Al otro, el poder militar tradicional, cuya cabeza visible es por el momento Diosdado Cabello. Este último, además, ha terminado por militarizar a la propia Asamblea Nacional, donde abusando de una mayoría nominal pero no real, hace y deshace como si él fuera un general y sus diputados un batallón de guerra. Pero ese es solo un signo. El hecho objetivo es que el poder militar-tradicional ha copado a una parte no pequeña del aparato estatal.
Bajo la luz de estos enunciados es posible entender entonces por qué Maduro se refiere siempre al peligro de un golpe de Estado. Si hay un golpe, éste nunca podrá provenir de la oposición porque la oposición es civil. Si hay un golpe, éste solo puede provenir del partido militar tradicional del chavismo. Esa es la razón por la cual Henrique Capriles ha reiterado: “Lo peor que puede suceder en Venezuela es un golpe de Estado”.
¿Cómo ha intentado Maduro conjurar la amenaza de un golpe interno? Hasta el momento del diálogo del 10 de Abril su estrategia fue la de ponerse el mismo a la cabeza de lo que algunos venezolanos llaman “golpe con cuentagotas”, eso es, respondiendo a las protestas estudiantiles con una feroz represión (ya van 41 muertos), enviando a prisión a líderes adversos, insultando sin descanso, destituyendo alcaldes elegidos por mayoría popular y –subordinándose al capitán Cabello– acatando la destitución ilegal de la diputada más votada del país, María Corina Machado.
En el marco de esa errática y –de acuerdo a sus propios intereses– errónea estrategia de Maduro, los grandes ganadores han sido los seguidores del partido militar. Por de pronto militares y para-militares se han adueñado de las calles. Hay estados como el de Táchira que parecen zonas ocupadas por un ejército invasor. De una u otra manera, el capitán Cabello se ha apoderado de espacios considerables del gobierno. Todo ello ha contribuido a la descapitalización política del partido (castrista) de Maduro. El apoyo internacional, a su vez, ya no luce tan sólido como antes. Incluso los aliados de UNASUR han impulsado a Maduro a buscar salidas políticas y no militares.
La disposición de Maduro para aceptar un debate público con una parte de la oposición obedece –en parte y sin duda– a la presión incansable de las demostraciones estudiantiles. Pero también –hay que decirlo– obedece a la presión internacional y probablemente a la de personeros del propio PSUV. Solamente así nos podemos explicar por qué cada vez que Maduro y los suyos han enviado señales a la oposición, ha aparecido de inmediato Cabello con acciones y palabras destinadas a destruir cualquiera posibilidad de diálogo.
Desde el punto de vista de su partido interno, Cabello actúa con suma eficacia. La re-politización del conflicto amenazaría la posibilidad de que la dualidad de poder al interior del Estado se resuelva a favor del partido militar-tradicional. O dicho de otra manera: Cabello solamente puede fortalecer sus posiciones internas en el marco de la más extrema polarización. Como adujo Ismael García: “Diosdado Cabello es nocivo para la paz en Venezuela porque representa lo peor y más violento del gobierno de Maduro”.
Y bien; este es el contexto en el cual deberemos entender la aparentemente insólita ¡y pública! recomendación del ex-presidente brasileño Lula, a Maduro: la de que trabaje para formar una coalición de gobierno con el sector más “moderado” de la oposición. Y como Lula no es un recién llegado a la política, sino uno de los más experimentados políticos de la región y además, buen conocedor de la política venezolana, debemos leer lo que él dijo con atención.
Primero, Lula dijo “trabajar”. Con ello ha señalado que un gobierno de coalición entre Maduro y la oposición no lo ve como alternativa inmediata, sino como salida “centrista” a mediano o largo plazo, esto es, como el resultado objetivo de dos fuerzas que han terminado por agotar sus medios de lucha sin que ninguna pueda declararse vencedora sobre la otra.
Segundo, “trabajar” significa para Lula –al fin, un buen maquiavélico– dividir a la oposición en dos fracciones irreconciliables.
Tercero, y este es el punto más decisivo, “trabajar” significa para el zorro paulista distanciar al gobierno de sus fracciones más extremas, violentas y militaristas, las que en ningún caso aceptarían una coalición con ningún representante de la oposición. En otras palabras, significaría separar a la figura del capitán Cabello de cualquier lugar decisivo de gobierno, algo que por lo demás ya intentó, pero sin éxito, Hugo Chávez. A estas alturas, Lula debe ser para Cabello un enemigo muy peligroso.
Así nos explicamos por qué durante el debate público del 10-4, cuando Capriles hablaba, Cabello se dedicó, como si fuera estudiante travieso, a enviar tweets a los suyos bajo el epíteto “el asesino Capriles”. Evidentemente, Cabello intenta dinamitar, no a Capriles, sino a la posibilidad de la apertura de Maduro hacia un sector de la oposición. Fácil es entender entonces por qué la oposición en su conjunto, comprendiendo el juego que se trae consigo el capitán, ha decidido señalar a Cabello como el principal enemigo de la democracia venezolana. Razones sobran. Un verdadero entendimiento político deberá pasar por la marginación política de Cabello.
Eso probablemente lo sabe Cabello. Y se las va a jugar para que la propuesta de Lula no ocurra jamás. Sus cartas no son tan malas: tiene aliados directos dentro del chavismo castrista e indirectos -minoritarios por cierto, pero los tiene- en la propia oposición. Afirmación que lleva inevitablemente a analizar el campo de la oposición donde, al igual que en el chavista nos encontramos con dos partidos-partes.
Los dos “partidos” de la oposición. Como en el caso del campo chavista, los dos partidos-partes de la oposición serán designados con denominaciones provisorias. A uno lo llamaré, en alusión a la consigna central que dio origen a las movilizaciones de 2014, como “el partido de la salida”. Al otro, de acuerdo al tronco que lo une (MUD) como “el partido de la unidad”.
El “partido de la salida” existía en estado latente al interior de la oposición. Pero desde Febrero de 2014, a partir del llamado convocado por el trío López/Machado/Ledezma, comenzó a existir de modo manifiesto, como rama desprendida del conjunto de la oposición.
Al no ser explicada en su real sentido (la verdad es que todavía nadie la ha explicado) dicha “salida” fue entendida por el gobierno como un llamado directo a la insurrección y, para los sectores “cabellistas”, como oportunidad para sustituir la demarcatoria política por una militar. Además, ese llamado fue realizado sin consultar a la que había sido la conducción de la oposición. Por si fuera poco fue hecho en un momento en que el conjunto de la oposición estaba reponiéndose de una contienda electoral alcaldicia en la cual habiendo alcanzado una alta votación, no había logrado su objetivo estratégico, a saber, una mayoría absoluta de tipo plebiscitaria.
El mismo Capriles se vio sorprendido por el repentino llamado a la “salida” al que al comienzo calificó como una maniobra hecha a sus espaldas. Si así fue, resulta evidente que los “salidistas” no solo intentaban un cambio de orientación, sino también un relevo en el liderazgo de la oposición pasando, por supuesto, por una ruptura con la MUD a la que muchos de ellos consideran un organismo burocrático puramente electoral.
Afortunadamente los estudiantes, más cerca de la realidad que el trío convocatorio originario, entendieron a “la salida” como un “salir” a las calles a protestar por diferentes motivos, los que en Venezuela sobran.
Con el tiempo el sentido de la consigna originaria se fue diluyendo hasta el punto de que hoy casi nadie, ni siquiera “el salidismo”, habla de “la salida”. Las tareas que plantean las protestas en la calle han pasado a ser más reales y concretas: entre otras, disolución de los grupos de choque para-militares, liberación de los presos políticos, independencia de los poderes públicos.
La movilización callejera, a pesar de la virulencia con que ha sido combatida desde el gobierno, ha ido tomando un sentido que –para emplear una terminología clásica– es más reformista que revolucionario. O para decirlo en los términos de Luis Vicente León, para la gran mayoría de los opositores no se trata de un cambio de gobierno sino de un cambio en el gobierno. Eso quiere decir, limar las uñas más agresivas de los dos militarismos que conforman el régimen.
Como es posible observar, el movimiento de protesta venezolano se encuentra bifurcado en las dos líneas que han marcado a todos los grandes movimientos políticos desde que en Francia los jacobinos se impusieron a los girondinos, en Rusia los bolcheviques a los mencheviques y en Europa occidental los socialdemócratas a los comunistas. El antagonismo entre moderados y radicales, si no es una ley, pareciera ser una constante de la historia. A veces se imponen unos; a veces se imponen otros.
Como suele suceder, el radicalismo de “la salida” sigue una línea más épica que política. Sus dos líderes, Leopoldo López y Corina Machado, han asumido la lucha con una pasión que linda con el heroísmo. En honor a ambos hay que consignar que ninguno ha hecho jamás una apología de la violencia. Por el contrario, los dos han acentuado el carácter pacífico y constitucional del levantamiento al que han convocado.
De la misma manera, ni López ni Machado se han pronunciado en contra de las elecciones. No podrían hacerlo puesto que, aún si hablamos de la “salida” –sea un referendo revocatorio, una asamblea constituyente, o un adelantamiento de comicios- esta tendría que ser electoral. Esa es la razón por la cual, si hemos de creer en las últimas encuestas, aunque la mayoría de las personas consultadas ven en el “reformista” Henrique Capriles el líder indiscutido, también la mayoría considera la prisión de Leopoldo López y la destitución de Corina Machado como injusticias de enormes dimensiones.
A la represión desatada por Cabello/Maduro le han salido casi todos los tiros por la culata. De ahí que Maduro, en contra de Cabello, ha optado por pensar la recomendación de Lula y de sus amigos continentales. En ese sentido el debate-diálogo no es una táctica de Maduro, en ningún caso una concesión ni mucho menos un obsequio. Maduro –hay que decirlo de una vez– ha sido obligado a dialogar. Obligado incluso –sutil paradoja de la historia– por aquellos sectores de la oposición que más se oponen al dialogo.
En peligrosa consonancia con el partido del capitán Cabello, algunos “salidistas” han levantado una política anti-diálogo. Su argumento principal es que se trata de un circo destinado a lavar la cara del gobierno. Pero, aunque fuera así, un lavado de cara significaría un cambio civilizatorio en la política de gobierno, un cambio que solo puede favorecer al conjunto de la oposición.
Henrique Capriles y Henri Falcón, siempre cautelosos, han señalado no ver contradicción entre protesta y diálogo. Tal vez les faltó decir que un verdadero diálogo solo puede resultar de las protestas. Un diálogo sin protestas sería caer en el colaboracionismo. Protestas sin diálogo llevan en cambio a un callejón sin salida. La dialéctica protesta-diálogo es la que mejor se adecua a las circunstancias políticas por las cuales atraviesa Venezuela. Renunciar al diálogo (o debate) significaría renunciar a buscar salidas (sí; escribo salidas) políticas a las protestas.
Capriles y la gente de la MUD, es decir, los miembros del partido unitario, saben con toda seguridad que no dialogan con interlocutores muy democráticos. A pesar de que no obedece a la línea militarista “clásica” de Cabello, el partido de Maduro es castrista, es decir, antidemocrático por definición. Tanto Maduro como la gente que lo rodea imaginan que no están ahí para realizar un buen gobierno, sino para cumplir una misión sagrada asignada por la historia. Están convencidos, además, de que toda la oposición está formada por agentes del imperio. Pero aún así, ha habido ocasiones en la historia en las cuales el instinto de supervivencia ha predominado por sobre cualquiera ideología. Acerca de ese punto vale la pena intentar una breve digresión.
Ha habido dictaduras mucho más sólidas que la del gobierno de Maduro quien se ha visto en la necesidad, no por él buscada, de abrirse y contemporizar con sus enemigos. Vale la pena recordar que aún la dictadura franquista de sus últimos tiempos experimentó grietas que llevarían a la transición.
Adolfo Suárez no nació al día siguiente de la muerte de Franco. Mientras Franco agonizaba, Suárez llevaba a cabo conversaciones (diálogos) con sectores de la oposición. Incluso, fracciones del Opus Dei, partidarias del ingreso de España a la Europa moderna, habían logrado ya neutralizar a la eminencia gris de Franco, el terrible Carrero Blanco, antes de que éste fuera ejecutado por la ETA.
Del mismo modo, una de las dictaduras más terribles que ha asolado Latinoamérica, me refiero a la de Pinochet en Chile, se vio obligada a bajar sus niveles de represión cuando aparecieron síntomas de desgaste. A la hora del plebiscito la gran mayoría de la clase política exiliada había regresado al país. Una parte de la prensa abría sus páginas a la oposición. Todavía se recuerda al “dedo” televisivo, acusatorio y valiente de Ricardo Lagos. Tenían lugar demostraciones públicas y reuniones cerradas de partidos. El laureado filme NO, lo evidenció muy bien.
En ninguno de ambos casos, ni en el franquista ni en el pinochetista, la apertura fue un regalo de las dictaduras. Todo lo contrario, las dictaduras fueron obligadas a abrirse, de modo que ya no son pocos quienes opinan que en ambos casos, la transición –aunque parezca paradoja– comenzó antes de la transición.
Un caso contrario es el de Cuba, donde las aperturas económicas no han sido acompañadas con aperturas políticas significantes. Pero también hay que decir que mientras la política del “mazo dando” llevó en Cuba al aniquilamiento de la oposición, la oposición de Venezuela, con más tradición, capacidad de lucha y sentido unitario, ha sabido resistir, hasta el punto de obligar al régimen a que la reconozca, no solo en elecciones, sino al nivel del debate público. ¿Imagina alguien un debate público en el cual Yoani Sánchez pudiera decir “cuatro verdades” a Raúl Castro? ¿No sería esa una gran conquista de la oposición cubana?
La MUD, con todas sus deficiencias –entre otras no haber sabido reconocer a tiempo el momento de las protestas callejeras– es una obra de arte en materia de política unitaria. Además, está mejor posicionada socialmente que el partido “salidista”, el cual entusiasma mucho a los suyos pero suma poco entre los no suyos. No por casualidad el propio Leopoldo López, poco antes de ser encarcelado, intentó asumir una postura socialdemócrata; y esa es la de la MUD.
Capriles, a diferencia de los líderes del “salidismo”, tiene mejores posibilidades que Machado o López para acceder a sectores no privilegiados y clientes del “chavismo social”. Además, por su carácter esencialmente dialógico, es tal vez el único político que tiene posibilidades de penetrar el campo hasta ahora inexpugnable de los “ni-ni”. Puede incluso que alguna vez aparezca una salida. Pero esta aparecerá como producto de la suma y no de la resta de fuerzas; de la unidad y nunca de la división.
El partido número 5. Si estamos utilizando el concepto de partido para nombrar a las partes políticas que dividen a la realidad venezolana, hemos de referirnos al movimiento estudiantil. Porque son los estudiantes quienes están cargando el peso de las protestas sobre sus espaldas. Sin los estudiantes no habría habido protestas. Sin los estudiantes no habría habido debate ni diálogo. Sin los estudiantes no habrá democracia.
A diferencia de los partidos tradicionales, el partido-estudiantil no aspira a hacerse del gobierno ni lucha por obtener posiciones de poder en el Estado. Por cierto, algunos de los jóvenes que hoy actúan serán mañana políticos de profesión, pero lo serán como representantes de otros partidos y no de los estudiantes.
La lucha de los estudiantes está desprovista de estrategias pre-concebidas y por lo mismo no está sometida a cálculos precisos. Por eso mismo no puede ser una lucha muy ordenada. Los estudiantes no son militantes ni militares que obedecen a un comando único. Eso no significa que la estudiantil es una lucha no racional. Significa solamente que esa racionalidad no es la misma que la de las organizaciones políticas, tradicionales o no.
Los partidos y sus ideologías están presentes entre los estudiantes y atraviesan a todo el movimiento, pues ningún estudiante vive en una isla. Pero a la vez, el conjunto del movimiento sigue líneas autónomas que no coinciden con las de los otros “partidos”. La razón es la siguiente: las luchas estudiantiles representan el principio de la rebelión, y toda rebelión es antes que nada negación de un determinado orden establecido.
No obstante, la lucha estudiantil no es absolutamente desinteresada. Los estudiantes luchan antes que nada por su universidad. Y como la universidad es un centro del saber y no un centro del poder, los estudiantes luchan por el derecho a saber, es decir, por el derecho a conocer, a pensar, a discutir, en breve: por el derecho a ser.
No quieren los estudiantes ser pensados por ninguna ideología, ni sometidos a ningún otro poder que no sea el que ellos mismos se dan. En ese sentido la lucha de los estudiantes es predominantemente ética y por lo mismo coincidente con todas las que surgen en defensa de la autonomía ciudadana. En breve, las estudiantiles son luchas a favor de la sociedad civil. A través de los estudiantes, la sociedad civil se defiende a sí misma.
Las rebeliones venezolanas son un eslabón más en la ya larga cadena conformada por la defensa estudiantil de la democracia. Ya sea contra Gómez, contra Pérez Jiménez, contra Chávez o contra Cabello/Maduro, han sido los estudiantes, si no los actores principales, los actores iniciales. Son ellos los que aún en los momentos de mayor derrota volverán a comenzar. Las luchas de los estudiantes no tienen final, siempre regresan.
La de los estudiantes venezolanos no es una lucha aislada ni dentro ni fuera del país. Mucho menos en este siglo XXl en el cual los estudiantes elevan sus protestas en diversos lugares del mundo, siempre allí donde la Universidad, y con ello, la sociedad civil, se encuentra amenazada.
En el Irán de 2009 fueron los estudiantes quienes se levantaron en contra de una teocracia que quería convertir a las universidades en templos de la ignorancia. En Túnez, en Egipto y en Siria de 2011, fueron los estudiantes quienes se levantaron en contra de las dictaduras de la región. También en el Chile de 2011 los estudiantes se levantaron en contra de proyectos destinados a convertir a las universidades en apéndices de las empresas.
En la Venezuela de 2014, continuando las jornadas del 2007, los estudiantes se levantan en contra del proyecto castro-chavista destinado a someter a la sociedad civil al dictado de los cuarteles. En todos estos países han sido los estudiantes quienes han representado el principio de la libertad. La misma libertad por la cual no pocos ya han perdido el don mas valioso que nos ha sido dado: la vida.