Una vez que Trump entendió que tenía que abandonar la Casa Blanca y el poder, decidió heredarle una crisis constitucional a su país, que -según él- tan ingratamente le dio la espalda. Que se joda el Congreso, incluyendo los senadores republicanos, que estaban abandonando el barco para no hundirse con el capitán.
Preparar una acción que ponga en crisis al sistema constitucional de Estados Unidos no es tan fácil, ni siquiera para el inquilino de la Casa Blanca, supuestamente el hombre más poderoso del mundo. Resulta que Trump ya no tenía tanto poder. Una semana antes de la toma del Capitolio del 6 de enero, salió un pronunciamiento firmado por 10 ex ministros de Defensa de administraciones republicanas y demócratas, señalando con contundencia que Trump no puede poner la Fuerza Armada en función de su berrinche contra su derrota electoral. Estos señores, muchos de ellos con mucha influencia dentro de los militares de alta, no estaban hablando sobre un peligro hipotético, sino sobre una amenaza real que habían detectado y que los obligó a actuar. Y lo desarmaron. Le quitaron a Trump la capacidad de armar una crisis institucional.
Entonces, su intento de generar una crisis constitucional no le funcionó, y lo único que parió en el intento fue una parodia, como señala Horacio Castellanos Moya en su columna en El País. Peligrosa, pero siempre una parodia, un evento de ópera barata, un espectáculo grotesco con actores extravagantes, sacados de los grupúsculos más patéticos del neo fascismo, de las sectas de supremacía racial blanca, y de los lunáticos tejedores de teorías de conspiración. Esto es lo que vimos en televisión, y era obvio que esto no era el inicio de una insurrección, ni siquiera de un motín, sino el punto final del capítulo tragicómico de un hombre desquiciado ocupando la presidencia de Estados Unidos.
Asaltante del Capitolio |
Asaltante del Salón Azul |
Esta salida patética de Trump del poder no generó ninguna crisis del orden constitucional, sino por lo contrario, lo fortaleció. Luego de este show, le saldrá más fácil a Joe Biden cumplir su tarea de superar las divisiones del país, que tuvieron su máxima expresión en la presidencia de Trump y su triste final.
Aquí es diferente. El evento que todo el mundo compara con el asalto al Capitolio, la toma del Salón Azul del Legislativo del 9 de febrero, no fue el punto final de un capítulo triste, sino el punto de partida de un proceso autoritario, cuyo desenlace todavía no conocemos. El Salón Azul no fue asaltado por unos lunáticos, sino por unidades militares y policiales. Estas unidades no actuaron como rebeldes, o amotinados, sino bajo el mando y la coordinación de sus respectivos máximos jefes – y ellos bajo el mando del presidente de la República.
Este evento también tenía su toque de ópera bufa, cuando el presidente de la República se sentó en la silla del presidente del Legislativo para decir “Ya ven quien está en control” y luego pasó un minuto entero fingiendo rezar y pedir consejos a Dios. Fue una parodia, pero en esencia fue un acto de exhibición de poder que sí causó una crisis institucional que el país aun no ha superado.
Lo del 9 de febrero en la Asamblea Legislativa no fue un acto de vandalismo criminal como en el Capitolio, sino un caso de ataque al orden constitucional y de sedición, aunque el fiscal general no ha tenido el valor de tipificarlo así.
Usar la Fuerza Armada y la policía para atentar contra la independencia del órgano legislativo tiene otra dimensión política y jurídica que incitar a una banda de locos violentos a poner en escena sus sueños en una parodia de insurrección. Aunque el asalto al Capitolio fue más violento que el asalto al Salón Azul, este último fue un ataque mucho más grave a la institucionalidad democrática. Por dos razones: primero, el 9 de febrero no fue el punto final de una presidencia derrotada, sino el punto de salida de un movimiento autoritario. Segundo, Trump chocó contra una institucionalidad fuerte, que no le permitía comprometer la Fuerza Armada, y por esto el 6 de enero le salió como payasada, mientras que Bukele, luego del 9 de febrero, logró avanzar peligrosamente en la militarización de la sociedad y la politización de la fuerza militar.
A Trump ya lo pararon. A Bukele nos toca pararlo el 28 de febrero.