En los últimos meses, este diario ha publicado artículos de miembros del poder judicial opinando acerca del procesamiento por delito de prevaricación contra el hasta hace poco magistrado instructor del Juzgado número 5 de la Audiencia Nacional. En uno de ellos una magistrada sostenía que su voto particular oponiéndose a la posición mayoritaria de la Sala de negar la competencia del juez instructor para investigar los delitos de lesa humanidad del franquismo no era prevaricar, sino simplemente discrepar. En otro, cinco magistrados se pronunciaban sobre el significado del procedimiento en democracia, en el que decían defender la independencia judicial frente a críticas externas dirigidas a algunos miembros del Tribunal Supremo favorables al procesamiento. Es evidente que en ambos casos estaban ejerciendo su derecho a la libertad de expresión. Ahora bien, de ningún modo quedan protegidas por la libertad de expresión aquellas resoluciones judiciales que deslizan expresiones injuriosas o reflexiones políticas o morales sobre el contenido de la ley que aplican, como ha sido el caso del pintoresco juez Calamita y sus consideraciones sobre la homosexualidad.
La cuestión más relevante que plantea el ejercicio de la libre expresión es su alcance y límites. Porque no es lo mismo que el juez emita opinión en el ejercicio de la función jurisdiccional que fuera de ella. Y de cómo se ejerza este derecho depende la garantía de la responsabilidad judicial, que es una consecuencia del principio constitucional de la independencia judicial, que ha de asegurar la libertad del juez, en ausencia de presiones externas e internas, para interpretar el Derecho conforme a la Constitución y la ley. Se trata de un presupuesto previo para el ejercicio responsable de sus derechos y deberes. Y es por ello que los jueces han de ser responsables precisamente porque son independientes, razón por la cual su libertad de expresión ha de quedar modulada cuando no impedida en tanto que miembros que son de un poder del Estado. Porque los jueces son servidores públicos sometidos a un estatus especial que les exige responsabilidad jurídica -que no política- por sus actos. El control disciplinario de éstos no les sustrae independencia sino todo lo contrario, la refuerza.
En el ejercicio de la función jurisdiccional, la independencia y la responsabilidad del juez se manifiestan en las resoluciones que adopta. Así, todo lo que de su contenido no permita o no coadyuve a una fundamentación de su decisión acorde con las reglas de la interpretación jurídica, resulta accesorio. Los juicios de valor o la emisión de opiniones sobre la ley aplicada pueden ser merecedores de censura jurídica y, en su caso, de responsabilidad disciplinaria o incluso más grave. Ha de ser así, porque en el ámbito jurisdiccional el juez representa al Estado, y éste solo espera del mismo la exteriorización de los argumentos en los que se apoya su resolución de acuerdo con las reglas de la razón jurídica.
Es por ello que en ejercicio estricto de la potestad jurisdiccional a través de sus decisiones, el juez carece de libertad de expresión; lo que el juez ejerce es la garantía de la tutela judicial que el ciudadano demanda del Estado de acuerdo con la libertad intelectual de la que ha de disponer para interpretar las normas aplicables al caso concreto. Una libertad que es la base de su independencia, un principio constitucional tributario de la suma que aportan su cultura jurídica, formación personal y vinculación a los valores de una sociedad democrática, como sujeto social que es. Porque el juez es un actor social con ideología. La función que ejerce en nombre del Estado le exige permeabilidad al contexto social en el que actúa; el poder que ejerce sobre la libertad y el patrimonio de sus conciudadanos no es un sacerdocio. Pero sus legítimas convicciones, sus filias y fobias, nunca deberán alterar la lógica de sus razonamientos.
Ya al margen de la función jurisdiccional, el juez recupera el ejercicio de su libertad de expresión en su condición de ciudadano activo. Pero la ha de ejercer acorde con los límites que le afectan como servidor público sujeto a un régimen jurídico especial. Ello le exige un deber de lealtad institucional, alejamiento de la controversia política del momento (por ejemplo, no participar en tertulias) y deferencia hacia la ley que es expresión del principio democrático. Sentado este requisito, el juez puede desarrollar a plenitud, y es deseable que lo haga, su actividad científica como profesional del Derecho, a extramuros de la potestad jurisdiccional y emitir opiniones con la debida autocontención, siempre que no lo haga prevaliéndose de su cargo. El juez no puede ignorar que su condición trasciende a la función que ejerce y ha de ser consciente que con sus actuaciones externas no puede quebrantar la confianza que, como recuerda el Tribunal Supremo (sentencia 14/7/1999), la sociedad le reclama como representante del Estado.
(El País, Madrid. El autor es catedrático de de Derecho Constitucional de la Universidad Pompeu Fabra.)