En enero del año 1980 recibí en Berlin, Alemania, la visita de unos salvadoreños que dijeron ser guerrilleros de una cosa que llamaban Ejército Revolucionario del Pueblo. Lo que me contaron era tan grotesco que no les creí la mitad. Me hablaron de sacerdotes asesinados, de sindicalistas torturados, de profesores decapitados. Esta parte me pareció exagerada y dramatizada, pero en el fondo coincidía con lo que uno de izquierdoso se imaginaba que pasaba en este tipo de países salvajes en América Latina. Pero cuando me empezaron a contar de la guerrilla y de las milicias que estaban preparando la insurrección, me sentí defraudado. Otros poetas revolucionarios invocando la ira de las masas.
Los chavos me cayeron súper bien. La pasamos de maravilla en los barrios bohemios de Berlin. Compartimos preferencias en música, cine, literatura, filosofía. Compartimos el menosprecio al autoritarismo de los países comunistas. Nos hicimos amigos, pero no les hice caso. Me pidieron organizar una campaña de solidaridad, y yo les mandé con los grupos católicos enamorados de Ernesto Cardenal. Me retaron como reportero: ¿Por qué no vas a San Salvador y te enseñamos la represión y la revolución? Puedes ser testigo de algo grande.
Algo grande en su imaginación, les dije. Y despaché a San Salvador a un reportero de nuestro periódico que ya estuvo en Managua entrevistando a lindas mujeres comandantes y ministras. "Esté pendiente del 22 de enero", me dijeron en el aeropuerto, cuando nos despedimos. "¡Vamos a hacer temblar la dictadura!"
Una semana después recibí de nuestro corresponsal en Salvador las crónicas y las fotos de la marcha del 22 de enero y su represión. Y la entrevista con un comandante guerrillero, cuya cara ya había visto en Berlin, diciéndome: "Queríamos mandar un mensaje a los incrédulos..."
Me sentí como un idiota. Como un cínico que ya no es capaz de imaginarse otra cosa que fracasos, derrotas y mentiras. Cuando me hablaron mis amigos desde San Salvador, les pregunté: "Y ahora, ¿qué viene? ¿Más marchas? ¿Más muertos?"
"No, más marchas no. Más muertos sí, porque vamos a la guerra. Necesitamos apoyo".
Incrédulo que soy, nuevamente no les creí. Resulta que era cierto lo de las masas. Era cierto lo de la represión. Pero una guerra en un país como El Salvador, esto es un locura... Eso no funciona.
Cuando en marzo supe del asesinato de Romero y vi en televisión las escenas del día del entierro enfrente de Catedral, al fin entendí: Van a la guerra, a pesar de que es una locura. A pesar de que saben que es una locura. Y es más: No les queda otra.
Este día empezamos a organizar la campaña "Armas para El Salvador", que era otra locura en teoría imposible, pero en la práctica un éxito (político y financiero) sin precedentes. En un mes se reunieron más de 3 millones de dólares en una campaña abiertamente para armas. Y este mismo día de la muerte de Romero decidí: Estos locos del ERP tenían razón: Tengo que ir a El Salvador.
No voy a decir que es por Oscar Arnulfo Romero que estoy en El Salvador. No sólo no soy religioso, soy muy crítico del rol de la Iglesia en la política. Detesto que me sermoneen. Además, sospecho del culto a los héroes y aún más del culto a los mártires. Detesto esta parte de la cultura de izquierda.
Vine a El Salvador porque no pude resistir a unos locos que me dijeron: "Nosotros vamos hacer la guerra, aunque no hay condiciones. ¿Por qué no te encargas vos de documentarla, de hacerla visible?"
Me quedé en El Salvador, porque la manera cómo estos locos hicieron la paz me pareció aún más audaz y creativa que la manera excepcional cómo hicieron la guerra.
¿Qué tiene todo esto que ver con Oscar Arnulfo Romero, quien fuera asesinado hace 30 años? Algo tiene que ver, aunque repito, no tengo mucho uso para mártires ni para santos. Sigo amando este país por la enorme capacidad de lucha y la igual capacidad de reconciliación de su gente. Este es el legado de Oscar Arnulfo Romero. Este y una cosa que en alemán llamamos "Zivilcourage": coraje civil. El valor del individuo de actuar obedeciendo a sus valores cívicos; el coraje del ciudadano frente al Estado y la sociedad.
Mientras que algunos, invocando el nombre de San Romero, el mártir, quieren revitalizar las divisiones ideológicas, la mayoría, asumiendo el legado de Romero, el ciudadano con coraje civil, trabajan con ex-correligionarios y ex-enemigos en construir un proyecto común de país y de domocracia.
A estos otros, algunos de izquierda y otros de derecha, se debe que todavía me fascina la política en El Salvador. Así como a uno le fascinan las tareas no concluidas, los retos. Por eso, no solamente no pude dejar El Salvador, sino que tampoco pude dejar la política.
(El Diario de Hoy)