Se cumple hoy una trágica conmemoración: el vigésimo aniversario de la muerte en El Salvador del padre Ignacio Ellacuría, rector de la Universidad Centroamericana (UCA), y de sus cinco compañeros jesuitas españoles, asesinados por una unidad del Ejército salvadoreño en la madrugada del 16 de noviembre de 1989, junto con las dos mujeres, madre e hija, que les atendían en su residencia en el campus de la propia universidad. Muy pocos días antes, Ellacuría había recibido en Barcelona el Premio Alfonso Comín, en solemne acto celebrado en el viejo recinto del Consell de Cent.
Según consta en el informe de la Comisión de la Verdad de Naciones Unidas sobre El Salvador, la unidad del Ejército salvadoreño que perpetró el múltiple asesinato recibió la orden concreta de "eliminar a Ellacuría sin dejar testigos", requisito que costó la vida a siete personas más. Desde semanas antes, la prensa derechista salvadoreña, así como la emisora de radio perteneciente al Ejército, venían atacando ferozmente a Ellacuría y a su comunidad de profesores jesuitas, a los que se calificaba de "agentes de la conspiración mundial", "testaferros del comunismo internacional", "directores intelectuales de todos los desórdenes callejeros y actos vandálicos protagonizados por las turbas izquierdistas", y se señalaba a la UCA como "refugio de dirigentes terroristas" y a Ellacuría en concreto como "probable agente del KGB". El odio profundo hacia aquella comunidad académica y a su cabeza visible alcanzó unos niveles tan desorbitados que desembocaron en aquel crimen execrable, cuya noticia produjo consternación y fuertes reacciones adversas en la opinión pública internacional.
Por ello, desde la perspectiva de las dos décadas transcurridas, cabe plantearse esta cuestión: ¿cuál era realmente la ejecutoria del padre Ellacuría y su comunidad para suscitar un odio de tal magnitud en los poderes fácticos salvadoreños? ¿Qué acciones y qué intenciones eran las suyas hasta el extremo de hacer necesaria incluso su eliminación física?
Ni nuestro trato personal con Ellacuría ni -lo que importa mucho más- el riguroso estudio de sus pronunciamientos sociales, expresados en los órganos de difusión de la UCA -revistas ECA (Estudios Centroamericanos) y Proceso- permitieron observar en su línea otra posición que no fuera la búsqueda inteligente y honesta de la paz, la justicia y la concordia nacional en aquel castigado país. A modo de inequívoco ejemplo, permítasenos reproducir aquí un par de párrafos de uno de sus escritos, publicado el mismo año de su muerte. He aquí lo que el padre Ellacuría proponía a la sociedad salvadoreña, tanto al Gobierno de Arena (partido de la derecha en el poder) como a la guerrilla del FMLN, tanto a las Fuerzas Armadas como a la propia Iglesia, sólo unos meses antes de ser asesinado: "Son importantes las conversaciones previas de Arena con el FMLN y de éste con las Fuerzas Armadas. También las fuerzas sociales, y entre ellas la Iglesia, deben favorecer el ambiente propicio para la negociación. Indirectamente, en un trabajo sistemático para ir superando los males que impiden la reincorporación del FMLN a la vida política. Éstos son: a) violación de los derechos humanos por parte de los escuadrones de la muerte y de las Fuerzas Armadas; b) suma debilidad del poder judicial; c) grave situación económica para la mayor parte de la población; d) magnitud, estructuración y comportamiento de las Fuerzas Armadas; f) desinformación y polarización promovidas en los medios de comunicación".
Respecto a la guerrilla, Ellacuría se mostraba igualmente exigente: "También el FMLN tendría que favorecer el cambio y hacer creíbles sus nuevas propuestas con acciones tales como: a) abandono de toda acción violatoria de los derechos humanos y de las que puedan considerarse como técnicamente terroristas; b) abandono de aquellas acciones que repercuten económicamente sobre la mayor parte de la población; c) presentación de propuestas realistas en orden a lograr resultados efectivos y entrar de lleno en la solución definitiva del conflicto". (ECA, marzo 1989).
He aquí, enumerados con notable claridad y con agudo sentido premonitorio, los principales conceptos y ejes de acción que en los años siguientes iban a prevalecer, tanto en el proceso negociador entre 1990 y 1992 como después, en el proceso de paz posterior a los Acuerdos de Chapultepec de 1992. Ahí estaba la lista de lo que había que hacer, y que realmente se hizo a partir de su muerte: conversaciones preliminares entre las partes, apertura de un sistemático proceso de negociación (así se haría, con un fuerte respaldo internacional); incorporación del FMLN a la vida política legal (así se cumplió, según lo establecido en los Acuerdos que pondrían fin al conflicto); fin de las violaciones de derechos humanos por ambas partes (objetivo que sería asumido como prioritario por la Misión de Naciones Unidas, ONUSAL); fortalecimiento del raquítico poder judicial (otra de las metas que serían establecidas para ONUSAL por los Acuerdos de Paz); magnitud de las Fuerzas Armadas (cuyos efectivos quedaron reducidos a su mitad por los mismos Acuerdos, a cambio del desarme total de la guerrilla); nueva doctrina y nueva educación militar para aquel Ejército. En una palabra: la realidad de lo negociado y planificado desde 1990 y desarrollado desde 1992 coincidió en enorme medida con aquellas propuestas que Ellacuría propugnaba en 1989.
Pues bien; si esta serie de medidas empezaron a ponerse en práctica muy poco después de su muerte, ¿cómo pudo alguien considerarlas tan subversivas y tan amenazadoras en 1989? Sólo alguien radicalmente cegado por el odio, por intereses ferozmente insolidarios, o tarado por una ideología ultraderechista tendente a la conservación intocable de una infame estructura social, pudo conceptuar aquella serie de propuestas como extremadamente peligrosas. Sólo la ultraderecha escuadronera, militar y civil -la misma que nueve años antes había asesinado al arzobispo monseñor Romero-, impulsada por la oligarquía salvadoreña más desalmada, podían desear y ordenar tal eliminación, como así fue.
Así fue, y así quedó asumido por la comunidad internacional, cuyas últimas dudas -si aún las había- sobre "quién era quién" en el conflicto interno salvadoreño quedaron disipadas por aquel disparatado crimen. Todo el mundo pudo comprender que sólo el odio, los intereses o el fanatismo ideológico ultraderechista -o los tres factores en su conjunto- pudieron engendrar el designio de destruir aquel valioso foco de pensamiento cristiano, no violento, progresista y democrático.
Sin embargo, nadie podrá decir que su sacrificio resultó inútil. Pues, de hecho, su asesinato perjudicó gravemente a sus propios autores, debilitó su posición negociadora y facilitó el acceso a la paz. Aquel acto de barbarie vino a debilitar ante el mundo la posición del Ejército y del Gobierno salvadoreños frente al FMLN en las mesas y conversaciones que, auspiciadas por la ONU, se desarrollarían a partir de entonces en Costa Rica, Ginebra, Nueva York y México, hasta llegar a la solemne firma de la paz en Chapultepec el 16 de enero de 1992. Exactamente dos años y dos meses después del asesinato de quien propugnó ese mismo camino y esa misma solución.
Hoy, transcurridas dos décadas, caben muy pocas dudas sobre el significado de la tragedia de la UCA y ninguna duda sobre el diagnóstico -increíblemente exacto- que Ellacuría formuló sobre aquella sociedad.
Dos de los militares implicados fueron condenados a 30 años, pero amnistiados tres años después. Hoy, nuestra Audiencia Nacional mantiene abierta una causa contra los autores de aquella orden criminal, plenamente impunes hasta hoy. Incluso con el reciente y drástico recorte sufrido por la jurisdicción española en materia de Justicia Universal, aún así, esta causa se mantiene vigente por tratarse de víctimas españolas, lo que permite su continuidad.
En cualquier caso, en esta fecha conmemorativa resulta obligado honrar con nuestro recuerdo a unos compatriotas españoles que pagaron con su vida su esfuerzo, su enseñanza y su riesgo, volcados hacia el logro de una mayor justicia y solidaridad, en una sociedad asolada por la injusticia, la miseria y la brutal desigualdad.
(El País, Madrid. Prudencio García, ex miembro de la División de Derechos Humanos de ONUSAL (Misión de la ONU en El Salvador), es investigador y consultor de la Fundación Acción Pro Derechos Humanos.)