Cinco soldados ingleses mueren en Afganistán a manos de un policía local a plena luz del día, a poca distancia de su cuartel. El asesino era un infiltrado a sueldo de los narco-talibanes, el nuevo Ejército informal afgano que está poniendo de rodillas al super-tecnológico Ejército estadounidense y a todos sus aliados. Se trata de un guión tristemente conocido, que se interpreta desde hace años al otro lado del mundo, en Colombia, donde la joint-venture entre los barones de la cocaína y las FARC ha convertido gran parte del país en un narco-archipiélago. Ni las intervenciones del Ejército, ni la forzada erradicación de los cultivos de coca, ni el uso de la diplomacia, ni hasta la concesión de una tajada del país -el Despeje- a las FARC a cambio del alto el fuego; ninguna de estas estrategias ha hecho mella en la industria de los narcóticos. La cocaína sigue siendo producida en Colombia y exportada y consumida entre nosotros. Sus ingresos compran políticos, armas y respeto, y consiguen así que quien cuente en el país no sea el Gobierno ni las fuerzas del orden, sino quien gestione el tráfico de narcóticos.
En Afganistán, como en Colombia, el riesgo es el de perder la guerra por falta de tácticas adecuadas, de estrategias ad hoc contra un enemigo sui géneris que se alimenta precisamente de nuestras debilidades: el consumo de droga. La industria de la heroína en el mundo genera 65.000 millones de dólares (más de 43.000 millones de euros) al año, equivalentes a 4.000 toneladas de opio, de los que casi el 60% son consumidos en Europa y Estados Unidos. Afganistán satisface el 90% de esta demanda y hace poco o nada para impedir que la heroína llegue a nuestras ciudades. Las fuerzas del orden afganas interceptan un modesto 2% del contrabando de narcóticos anual, frente al 20% de Colombia.
Es equivocado considerar a los talibanes como a un ejército de harapientos y terroristas; a ocho años de su derrota nos encontramos ante un nuevo enemigo, indudablemente astuto, que se ha enriquecido entrando a formar parte de la industria de la droga, a la que está íntimamente ligado. "Conoce a tu enemigo", decía Sun Tzu en El arte de la guerra: nosotros deberíamos guardar esa máxima como un tesoro. Las metamorfosis de los talibanes han modificado el significado de la guerra.
Es un error luchar sólo para evitar que Al Qaeda vuelva a adiestrarse en Afganistán, no es ése el verdadero peligro para Occidente. Lo que hay que temer es más bien la consolidación de la autoridad de los talibanes en un narco-Estado, un fenómeno que haría gravitar la producción y la exportación de opio con consecuencias desastrosas entre nosotros. El crimen organizado no espera otra cosa para poder vender heroína y meta-anfetamina a precios accesibles por todos los rincones de las metrópolis occidentales.
Pensar que los talibanes vuelvan a hacer de lacayos de Osama Bin Laden es sencillamente absurdo y peligroso. Son ya la parte integrante de una economía, la de la heroína, que, según Naciones Unidas, desde 2006 en adelante, les ha generado entre 200 y 400 millones de dólares al año, cantidad suficiente para hacer frente a los ejércitos más potentes de la tierra.
Hoy día los secuaces del mulá Omar no combaten para proteger a Al Qaeda sino para defender la fuente de su repentina riqueza. El narcotráfico les ha suministrado la legitimidad económica que el régimen talibán nunca ha poseído. Hasta 2001, el ISI, los servicios secretos paquistaníes, pagaban los sueldos de la administración pública de Kandahar, dado que el Gobierno no se lo podía permitir. La balanza de pagos del régimen del mulá Omar era menos compleja que la cuenta de la compra: aparte de la modesta producción de opio, que los talibanes toleraban y tasaban, las entradas comprendían el arrendamiento de los campos de adiestramiento de Al Qaeda y las tasas del tráfico de contrabando. Entonces sí que se les podía definir como un ejército de harapientos. Hoy, sin embargo, la situación es bien diferente.
Un informe secreto del Pentágono citado por The Washington Post el pasado verano sostiene que los talibanes perciben un porcentaje por cada fase de producción de la droga, desde la siembra hasta la exportación de la heroína. Imponen tasas incluso sobre la importación de los agentes químicos requeridos para procesar en los laboratorios locales el opio en heroína. Lo hacen porque en realidad son ellos quienes han creado las condiciones para que esta industria se desarrollase. Y los cultivadores, los señores de la droga, los narcotraficantes y toda la nebulosa criminal que vive del narcotráfico en Asia Central son perfectamente conscientes de ello y les están agradecidos por ello. A ninguno se le ocurriría no pagar. Así es como el avance del Ejército de los talibanes ha removido todos los obstáculos al narcotráfico. El último informe de Naciones Unidas sobre la producción de opio habla precisamente de una correlación entre dicha producción y la reconquista territorial de los talibanes en Afganistán.
A diferencia de las FARC, que han quedado siempre al margen del narcotráfico, los talibanes ejercen una gran influencia sobre la industria del opio. Actúan como si ellos ya fueran el cártel de la heroína en Asia Central. Y muchos están convencidos de que esa ulterior metamorfosis está a la vuelta de la esquina. Desde 2006 han guiado la transformación del país de productor de opio a exportador de heroína. En opinión de los expertos de Naciones Unidas, con ese fin se han convertido en socios de negocios de segmentos del crimen organizado local. Esta joint-venture ha financiado la difusión de laboratorios para la producción de heroína en territorios controlados por ellos. Afganistán pronto exportará más heroína que opio. Indudablemente es ese el objetivo de los talibanes, desde el momento en que ganan más si tasan un producto terminado, la heroína, que tiene un valor añadido mayor que la amapola. Por no hablar de los impuestos que cargan a toda la industria que gravita en torno a la heroína. Se trata de una cifra de negocio que en 2007 sumaba 3.000 millones de dólares y que en los próximos años podría fácilmente duplicarse.
En ocho años, bajo el fuego de las fuerzas de la coalición, los talibanes han aprendido a servirse de la riqueza de su país, las plantaciones de amapola, para reconquistar los territorios que habían perdido a finales de 2001. Un balance marcadamente negativo para Occidente. Pero las similitudes con el comportamiento de las FARC en los años ochenta, de las que a duras penas los talibanes conocen la existencia, no terminan aquí. La presencia de esta potente industria del narcótico en Afganistán desestabiliza a los países limítrofes. Sirva de advertencia la experiencia de México, un país que no produce cocaína pero que se ha convertido en un punto neurálgico de distribución del tráfico de droga procedente de Colombia. El cártel colombiano ya sólo se limita a exportar a México, desde donde se embolsa sus ganancias. De repartir la cocaína por el mundo se ocupa la criminalidad mexicana.
Los narco-talibanes están desarrollando un modelo similar, ya que exportan cada vez más a los países limítrofes: Irán, Pakistán, Rusia y repúblicas de Asia Central, y se embolsan sus ganancias a través de las organizaciones criminales locales. La tendencia es la de transformar a esas naciones en grandes consumidores y dividirse el botín. En Rusia, por donde transita la mayor parte de la heroína destinada a Europa, se consumen ya entre 75 y 80 toneladas al año. Nos lo confirma el número de toxicodependientes y de seropositivos en estas regiones, que, naturalmente, está en claro aumento. Según fuentes de Moscú, cada año mueren más rusos por la droga (cerca de 400.000 personas) que durante la guerra en Afganistán en los años ochenta.
El narcotráfico financia también a otros grupos armados que se inspiran en los talibanes afganos; entre ellos son particularmente peligrosos los talibanes paquistaníes, bandas que tienen su base en Waziristán y que quieren derribar el Gobierno de Karachi.
Éste es el espeluznante escenario creado por la industria de la heroína en Afganistán. Para erradicar a los narco-guerreros afganos no bastan los ejércitos más potentes del mundo, sino que es necesaria una estrategia mundial para cortar la alianza entre terror y crimen, un vínculo que también entre nosotros se llama droga.
(El País, Madrid. Loretta Napoleoni es economista italiana)