Es todo menos casual el auge que han tomado los estudios sobre la memoria en los últimos años. Como ha sido señalado, entre otros, por el autor argentino Hugo Vezzetti (Pasado y presente. Guerra, dictadura y sociedad en la Argentina, Buenos Aires, Siglo XXI de Argentina editores, 2002), el discurso de la memoria ha venido a llenar un vacío, el dejado por la crisis de las utopías, de los grandes relatos de legitimación. Obturado el futuro y privado de contenido el presente, la pasión política habría virado, según esto, hacia el pasado.
Hoy son, en efecto, los discursos de la memoria los que, prácticamente en todas partes, aparecen cargados de la mayor intensidad política, siendo mucho más probable que los ciudadanos estén dispuestos a enzarzarse en una acalorada discusión, pongamos por caso, sobre el franquismo o sobre la Transición que sobre el diferente modelo de futuro para nuestra sociedad que ofrecen las distintas formaciones políticas.
Pero la evocación del pasado, aunque con tanta frecuencia se pueda convertir en ocasión para un intenso debate político, en modo alguno puede sustituir a éste. Y ello por razones estructurales, intrínsecas. Algunos filósofos analíticos de la acción gustan de distinguir entre razones para actuar y motivos. Las primeras nos proporcionan buenos argumentos para animarnos a actuar, pero no nos empujan a ello. Esta función corresponde a los móviles (o motivos), los cuales, como su propia etimología indica, tienen esa capacidad de constituirse en un elemento causalmente eficaz (y no sólo legitimador).
La memoria, por definición, puede proporcionar, como mucho, razones para actuar, pero en ningún caso móviles, porque, a fin de cuentas, ¿hacia dónde podría mover el pasado? Las opciones que se nos ofrecen como respuestas posibles parecen claras. Desde un punto de vista positivo, el pasado nos puede mover hacia la repetición (en el supuesto de que lo ocurrido nos mostrara alguna forma de ejemplaridad) o hacia la culminación (en el supuesto de que evoquemos promesas incumplidas o anhelos frustrados). Desde un punto de vista negativo, el recuerdo mueve a poner los medios para que no vuelva a tener lugar un episodio, supongamos, de horror o barbarie.
En cualquiera de los casos, en lo que no puede constituirse, por su propia naturaleza, la memoria es en el territorio de lo nuevo. Repárese en las consecuencias últimas de esta aparentemente obvia constatación. Si el pasado queda convertido en el último bastión de la pasión política, pero nuestra relación con él imposibilita, por definición, todo un orden de propuestas, la conclusión parece rotun-da. Tal vez en estos momentos, a la vista de la diferente importancia que han ido adquiriendo las diversas posibilidades señaladas, no sea lo más importante el hecho de que, a partir de las premisas presentadas, a lo máximo que podamos aspirar sea a completar un pasado inacabado, fallido, asumiendo los sueños que en el pasado tuvieron los nuestros como nuestro propio insuperable horizonte de expectativas.
Importa mucho más el eco alcanzado por todas esas propuestas negativas que cifran en alguna variante del nunca más -o, lo que viene a ser lo mismo, del que no se repita- la presunta función movilizadora de la memoria. Valdría la pena introducir con todo rigor la sospecha de hasta qué punto la lógica profunda de este argumento es, en el sentido propio de la palabra, conservadora del estado de cosas existente.
La evocación de los picos de horror alcanzados en el pasado cumpliría, en esta hipótesis, una función análoga a las narraciones de catástrofes, esto es, reconciliarnos con el presente, afortunadamente a salvo de tal horror. Con el añadido de que, al no tratarse de catástrofes o traumas de ficción sino reales, el vínculo con tales acontecimientos-límite quedaría firmemente establecido a través de un mecanismo, en el fondo de naturaleza emotiva, pero que se presenta bajo la forma de un imperativo ético indiscutible (¿qué otra cosa sería más importante para recordar que aquello que tanto dolor produjo?).
A esta situación es a la que algunos parecen querer abocarnos. Como ya no disponemos de razones concluyentes, vienen a plantearnos, en su lugar coloquemos dolores contundentes. Se diría que estamos más allá de la disyuntiva entre pesimismo de la inteligencia y optimismo de la voluntad, y que, fracasado este último, ya sólo nos queda o confiar en una versión actualizada del tanto peor, tanto mejor (cosa que en los últimos tiempos parece expresarse en la confianza de que la actual crisis traiga consigo, sin necesidad de intervención alguna por nuestra parte, un cambio en el modelo de sociedad), o la invocación, tan permanente como vacía, al sufrimiento ajeno pretérito.
Lo cual, planteada la cosa con una cierta verticalidad, no exenta de dureza, vendría a significar que en vez de ayudar a salir de ahí a quienes lo padecieron (las víctimas), les utilizamos como presunto testimonio vivo -argumento vivo, mejor- cuando flaquean nuestros propios argumentos.
Hay que pensar muy seriamente en los efectos que han tenido -y continúan teniendo- discursos que, tras su engañosa apariencia, restituyen estructuras argumentativas francamente discutibles. Probablemente Auschwitz resulte paradigmático a estos efectos. El historiador Peter Novik (The Holocaust in American Life, New York, Houghton Mifflin Co., 1999) ha señalado en qué medida su recuerdo se ha convertido en una auténtica religión civil del mundo occidental. Una religión en la que las víctimas han sustituido a los héroes, ocupando su preeminente lugar. Una religión con sus mandamientos (el deber de memoria) y sus pecados (el olvido), con sus fiestas de guardar (las conmemoraciones, los aniversarios) y sus mártires (quienes perecieron en el Holocausto), con su fe (los derechos humanos, la democracia) y sus sacerdotes (incansables fustigadores de los abismos de maldad de la condición humana). Una religión que ha volatilizado toda idea de futuro y de proyecto. Pero, sobre todo, una religión que culmina la operación, iniciada por el pensamiento conservador en la segunda mitad del siglo XX, de vaciar de todo contenido el presente y liquidar el futuro, dejando como único ámbito de referencia el pasado, a cuya horrorizada contemplación, según los predicadores de esta doctrina, deberíamos dedicarnos en exclusiva.
Quizá los tiempos que nos ha tocado vivir no nos autoricen a alimentar demasiadas esperanzas. Pero, precisamente por ello, nos interpelan con una intensidad, con una fuerza, incluso con un dramatismo, que debiera comprometernos con el porvenir. Aunque sepamos, por el gran Ángel González, que le llaman porvenir porque nunca viene.
(El País, Madrid. Manuel Cruz es catedrático de filosofía de la Universidad de Barcelona y director de la revista Barcelona Metrópolis.)