En septiembre de 2001 la Organización de Estados Americanos (OEA) aprobó un documento que bautizó como Carta Democrática Interamericana, reafirmándose en algunos principios que prácticamente todas las naciones del hemisferio reivindicaron entonces como propios. La Carta pretendió ser la columna vertebral que garantizase un sistema político de carácter universal, aceptado por todos los miembros de la OEA para evitar la repetición de traumáticas experiencias del pasado. Un andamiaje -esto es lo importante- basado en el sistema republicano: democracia representativa, independencia y coordinación de poderes, sufragio universal libre y transparente, vigencia plena de los derechos humanos y funcionamiento de la sociedad con base en el Estado de derecho.
Estas ideas que en 2001 parecían fuera de discusión, hoy están en entredicho. La situación en Honduras no ha hecho otra cosa que plantear las preguntas fundamentales: ¿todos los miembros de la OEA entienden del mismo modo el sentido profundamente republicano de la Carta? ¿Todos interpretan lo mismo cuando se habla de democracia? ¿Todos aplican las condiciones sine qua non de ésta para pertenecer a la organización? Entendámonos; la cuestión es si comulgamos con esos valores y estamos dispuestos a aplicarlos y a someternos a la opinión y sanción de la comunidad internacional cuando esos principios son quebrados; sea por el poder ejecutivo, el legislativo, el judicial, o sea por el poder armado.
No se trata ahora de discutir lo obvio. Si en Honduras se produjo o no un golpe de Estado. Por supuesto que se produjo. La pregunta es ¿por qué?
La primera constatación es que la película del siglo XX no es la misma que la del XXI. No estamos enfrentando la doctrina anticomunista de seguridad nacional promovida por Estados Unidos. No estamos frente a golpes militares "nacionalistas y cristianos", ni frente a los terribles actos de genocidio y/o guerras civiles que vivieron varias naciones latinoamericanas en la segunda mitad del siglo XX. No estamos en los días tenebrosos en que se inventó el inhumano término de desaparecidos. No estamos en suma, frente a dictaduras abiertas de izquierda o de derecha.
Ese tiempo terminó. Éste es otro tiempo para el que quizás los custodios de la Carta Democrática no están preparados. Empecemos por decir que la idea del republicanismo se ha puesto en cuestión en sus bases. Es el caso de la nueva Constitución boliviana que ha creado el "Estado Plurinacional de Bolivia", que nos recuerda inevitablemente nacionalismos europeos de la primera mitad del XX, con un ingrediente aún más complejo y riesgoso, el de la categorización étnica diferenciada dentro de ese Estado que niega a la República. En otras naciones signatarias de la Carta, algunas con nuevas constituciones y bajo la delgada tela de la democracia republicana, lo que se vive es el avasallamiento inequívoco de dos poderes del Estado que son controlados, absorbidos o aniquilados por el Ejecutivo. El tema de su transparencia electoral ha sido puesto en entredicho. El respeto a los derechos humanos, sumado a la aplicación del Estado de derecho, está en cuestión. Con variantes, ésta es la situación que se experimenta en media docena de países, en la propia Honduras hasta hace unos días.
Pero a esta realidad tan peculiar, debemos sumar dos ingredientes que plantean la complejidad del problema. El primero: en el periodo 2001-2009 varios presidentes tuvieron que dejar el cargo forzados por acciones de lo que algunos definen como "movimientos populares" o "democracia de las calles", más de una vez con trágico derramamiento de sangre. Otros lo resignaron mediante mecanismos en los que -precariamente- los poderes legítimamente constituidos lograron darle una forma razonablemente legal a crisis que amenazaban todo el andamiaje democrático de sus países (yo mismo renuncié de forma voluntaria al cargo presidencial -aunque en un contexto social muy difícil- antes de concluir mi mandato constitucional). El segundo: gobernantes que hace ya tiempo han destruido el Estado de derecho, dominado los poderes legislativo y judicial, violado derechos y garantías ciudadanas y que por añadidura buscan su perpetuación en el poder por la vía de reelecciones sucesivas, gozan de un importante respaldo electoral. Aun sin fraude ganarían con claridad las elecciones a las que se presentaran, como ganaron las que los hicieron presidentes. No juzgaré las razones que explican este encantamiento de las masas, pero sí subrayo su gran importancia para comprender la paradoja planteada.
Por eso, es muy difícil aceptar la autoridad moral de unos para juzgar a otros en medio de una realidad que cada vez tiene menos que ver con los ideales de la Carta Democrática Interamericana. Es indispensable repensar el futuro, recuperar el espíritu democrático de la Carta, que deberíamos suscribir sin pestañear. Pero sobre todo, es urgente quitar la máscara de más de un poderoso en el continente. Quizás la política no sea el arte de la ética, pero no demos por bueno que sea la cueva de los cínicos. Es cruel el cacareo cargado de retórica democrática de quienes hace ya tiempo que le dieron la espalda a sus valores. América Latina no salvará su espíritu republicano y sus instituciones, conducida y manipulada por los mesías del autoritarismo.
Estas ideas que en 2001 parecían fuera de discusión, hoy están en entredicho. La situación en Honduras no ha hecho otra cosa que plantear las preguntas fundamentales: ¿todos los miembros de la OEA entienden del mismo modo el sentido profundamente republicano de la Carta? ¿Todos interpretan lo mismo cuando se habla de democracia? ¿Todos aplican las condiciones sine qua non de ésta para pertenecer a la organización? Entendámonos; la cuestión es si comulgamos con esos valores y estamos dispuestos a aplicarlos y a someternos a la opinión y sanción de la comunidad internacional cuando esos principios son quebrados; sea por el poder ejecutivo, el legislativo, el judicial, o sea por el poder armado.
No se trata ahora de discutir lo obvio. Si en Honduras se produjo o no un golpe de Estado. Por supuesto que se produjo. La pregunta es ¿por qué?
La primera constatación es que la película del siglo XX no es la misma que la del XXI. No estamos enfrentando la doctrina anticomunista de seguridad nacional promovida por Estados Unidos. No estamos frente a golpes militares "nacionalistas y cristianos", ni frente a los terribles actos de genocidio y/o guerras civiles que vivieron varias naciones latinoamericanas en la segunda mitad del siglo XX. No estamos en los días tenebrosos en que se inventó el inhumano término de desaparecidos. No estamos en suma, frente a dictaduras abiertas de izquierda o de derecha.
Ese tiempo terminó. Éste es otro tiempo para el que quizás los custodios de la Carta Democrática no están preparados. Empecemos por decir que la idea del republicanismo se ha puesto en cuestión en sus bases. Es el caso de la nueva Constitución boliviana que ha creado el "Estado Plurinacional de Bolivia", que nos recuerda inevitablemente nacionalismos europeos de la primera mitad del XX, con un ingrediente aún más complejo y riesgoso, el de la categorización étnica diferenciada dentro de ese Estado que niega a la República. En otras naciones signatarias de la Carta, algunas con nuevas constituciones y bajo la delgada tela de la democracia republicana, lo que se vive es el avasallamiento inequívoco de dos poderes del Estado que son controlados, absorbidos o aniquilados por el Ejecutivo. El tema de su transparencia electoral ha sido puesto en entredicho. El respeto a los derechos humanos, sumado a la aplicación del Estado de derecho, está en cuestión. Con variantes, ésta es la situación que se experimenta en media docena de países, en la propia Honduras hasta hace unos días.
Pero a esta realidad tan peculiar, debemos sumar dos ingredientes que plantean la complejidad del problema. El primero: en el periodo 2001-2009 varios presidentes tuvieron que dejar el cargo forzados por acciones de lo que algunos definen como "movimientos populares" o "democracia de las calles", más de una vez con trágico derramamiento de sangre. Otros lo resignaron mediante mecanismos en los que -precariamente- los poderes legítimamente constituidos lograron darle una forma razonablemente legal a crisis que amenazaban todo el andamiaje democrático de sus países (yo mismo renuncié de forma voluntaria al cargo presidencial -aunque en un contexto social muy difícil- antes de concluir mi mandato constitucional). El segundo: gobernantes que hace ya tiempo han destruido el Estado de derecho, dominado los poderes legislativo y judicial, violado derechos y garantías ciudadanas y que por añadidura buscan su perpetuación en el poder por la vía de reelecciones sucesivas, gozan de un importante respaldo electoral. Aun sin fraude ganarían con claridad las elecciones a las que se presentaran, como ganaron las que los hicieron presidentes. No juzgaré las razones que explican este encantamiento de las masas, pero sí subrayo su gran importancia para comprender la paradoja planteada.
Por eso, es muy difícil aceptar la autoridad moral de unos para juzgar a otros en medio de una realidad que cada vez tiene menos que ver con los ideales de la Carta Democrática Interamericana. Es indispensable repensar el futuro, recuperar el espíritu democrático de la Carta, que deberíamos suscribir sin pestañear. Pero sobre todo, es urgente quitar la máscara de más de un poderoso en el continente. Quizás la política no sea el arte de la ética, pero no demos por bueno que sea la cueva de los cínicos. Es cruel el cacareo cargado de retórica democrática de quienes hace ya tiempo que le dieron la espalda a sus valores. América Latina no salvará su espíritu republicano y sus instituciones, conducida y manipulada por los mesías del autoritarismo.
(El País, madrid. El autor es ex presidente de Bolivia.)