China, un régimen alérgico a cualquier tipo de disidencia, repite con resultados catastróficos un modelo de trato a sus minorías basado en la represión. Ha pasado en Tíbet y ocurre estos días en la provincia noroccidental de Xinjiang, a más de 3.000 kilómetros de Pekín, donde las protestas de la etnia uigur -musulmanes turcomanos- por el trato que recibe han sido sofocadas con una violencia desconocida en décadas. Los medios estatales hablan de ataques de los uigures a la etnia china han, las turbas de ésta campan sanguinariamente por las calles y las cifras oficiales, sin verificación posible, contabilizan más de 150 muertos y casi 10 veces más heridos. En Urumqi, la capital provincial, se mantiene el toque de queda, la supresión de Internet y el control telefónico. La situación es tan seria como para que el presidente Hu Jintao haya abandonado la cumbre del G-8 en Italia y regresado a su país.
Xinjiang ha sido en los últimos años una olla a presión de tensiones étnicas. Han sido alimentadas por el abismo económico y social que separa a uigures -oriundos de la región, vinculados lingüística y culturalmente con Asia Central- y los ahora mayoritarios han, principal etnia china, privilegiada por Pekín, que fomenta su emigración a zonas conflictivas para alterar en su favor el equilibrio demográfico. El control del Gobierno sobre los uigures, casi la mitad de los 20 millones de habitantes de Xinjiang, da como resultado que se sientan marginados. Como en Tíbet, su resentimiento ha estallado regularmente en violencia; incluyendo antes y durante los Juegos Olímpicos, pero nunca como en esta semana.
En uso de una letanía especialmente querida al Partido Comunista, y típica de los regímenes dictatoriales, Pekín acusa a agentes extranjeros de fomentar los disturbios con fines separatistas, más específicamente a una líder activista exiliada en Washington. Pero la realidad tiene que ver sobre todo con la incapacidad del PCCh para lidiar de forma civilizada con cualquier tipo de discrepancia, incluida la más íntima de las creencias religiosas. La brutalidad gubernamental tiene en el caso de Xinjiang un crítico componente económico, puesto que el vasto territorio -fronterizo entre otros con Rusia, Pakistán, Afganistán e India- alberga grandes reservas petrolíferas y es el mayor productor de gas chino.
Pekín fomenta la dominación han en todo el país a la vez que restringe las oportunidades para las minorías que no comulgan con los principios básicos del régimen. Su aparato propagandístico inciensa sin cesar los logros del sistema y fomenta un nacionalismo obcecado y violento que el Gobierno utiliza regularmente para plantar cara a cualquier crítica exterior. Los acontecimientos sangrientos de Xinjiang seguirán repitiéndose en China mientras los dirigentes del gigante asiático exijan ciudadanos mudos y permanezcan ajenos al más elemental control democrático de sus actos.
(Editorial de El País, Madrid)