miércoles, 8 de julio de 2009

Ayatolá, lindísimo ayatolá

No es la primera vez que un Gobierno autoritario ignora la voluntad de los electores y confirma su propia permanencia en el poder.

No es la primera vez que un Gobierno autoritario sale a reprimir a la oposición y la acusa de ser manipulada desde el extranjero.

No es la primera vez que un Gobierno autoritario ignora los cambios sociales que han ocurrido, precisamente, bajo el Gobierno autoritario y a pesar de él.

No es la primera vez que un Gobierno autoritario disfraza con la retórica de la unidad sus propias divisiones internas.

No es la primera vez. En diversos grados, los eventos de 1968 ilustraron estos supuestos. El Gobierno de Francia no calculó el alcance del movimiento de Mayo. Sólo André Malraux se dio cuenta de que se trataba de "un cambio de civilización". Quizás no la mejor de las civilizaciones. El Mayo parisino reveló la dinámica de una nueva clase media liberada de filiaciones partidistas y más asociada al consumo y a la libertad de costumbres que a la militancia en los partidos. El Comunista, partido alternativo del poder, perdió el que tenía cerrándole las puertas al movimiento "pequeño-burgués" de los estudiantes. Al cabo, éstos ganaron, el Partido Comunista perdió y con él perdieron todas las tradicionales filiaciones de Francia, que hoy es un Estado sin partidos, dependiente de la capacidad de cooptación del presidente de la República pero con amplísimo margen de libertades individuales.

Caso mucho más grave fue la represión soviética, en agosto del 68, del movimiento hacia un socialismo democrático en Checoslovaquia. Los tanques del Pacto de Varsovia aplastaron la apuesta de un socialismo con libertades. Los dirigentes checos fueron humillados por el Kremlin. Hoy, la República Checa es un país de democracia pluripartidista y Moscú un poder lejano y ni siquiera tutelar, presa de sus propias desatadas contradicciones entre la tradición autoritaria y el impulso democrático.

México, en fin, fue el caso más severo de perpetuación autoritaria. Ni ayer ni hoy es imaginable la ceguera del poder ante las transformaciones auspiciadas por el propio poder durante su largo periodo (1920- 1964) de legitimación revolucionaria. Gustavo Díaz Ordaz representa la ceguera del sistema ante el sistema mismo, necesitado de una reforma que esta vez encabezó la juventud masacrada en Tlatelolco en octubre del 68. Intentando salvar al poder, Díaz Ordaz lo sacrificó para siempre. De Echeverría a Salinas, el poder ya no fue lo que era. De concesión en concesión, de reforma en reforma, llegó el día en que Zedillo entendió que sin plena libertad democrática, el poder se quedaría sin poder.Es obvio que el Gobierno iraní desconoce (o desea desconocer) estas lecciones históricas. Con absoluta falta de proporción, ha otorgado al Gobierno en el poder, el de Mahmud Ahmadinejad, sin tiempo para contar los votos, una victoria increíble (el 63% de la votación) contra una oposición surgida, al cabo, del propio poder: Mir Husein Musavi ha sido primer ministro y lo apoyan clérigos históricos como los ayatolás Akbar Hashemi Rafsanjani, ex-presidente; Mahoma Jatami, también antiguo presidente, y Ali Montazeri. En cambio, el actual presidente Ahmadinejad cuenta con el respaldo absoluto del número uno, el guía supremo Ali Jamenei.

A primera vista, ésta sería una guerra de facciones internas al propio régimen, como sucedió, digamos, en México entre Carranza y Obregón o entre Obregón y De la Huerta, o en Argentina entre facciones peronistas.

No es así porque en las manifestaciones de Teherán han participado cientos de miles de ciudadanos, en su mayoría gente joven que ha crecido bajo el régimen que sucedió al Sha en 1979, gente que es partidaria del régimen y sólo le pide -¡sólo!- libertades mayores, libertades ciudadanas de estudio, asociación, incluso vestuario -y en consecuencia, de liberación femenina-. Éste ha sido uno de los rasgos definitorios del movimiento: la abundancia de mujeres que hacen sentir su presencia en la naciente sociedad iraní.

¿Puede esta complejidad social y sus evidentes ambiciones, puede, sin más, un número tan abrumador de ciudadanos, ser manipulado desde el extranjero, por Gran Bretaña o por Estados Unidos?

No desdeño el pasado. Inglaterra se condujo como potencia imperial en Irán hasta 1919, y el propio Barack Obama ha admitido que EE UU manipuló la caída del líder reformista Mahoma Mosadeg en 1953. Sólo que hoy, el movimiento de la sociedad iraní es tan vasto que no lo puede dirigir ninguna potencia exterior. Es tan grande que no lo puede domar el propio poder oficial iraní.

La fuerza pública, los grupos represivos del régimen, el gas, las bazukas, los jóvenes muertos, han disipado el movimiento. Refugiados en las azoteas al grito simultáneo de "Alá es grande", burlándose de la censura absoluta con los nuevos instrumentos del Twitter y el You-Tube, y sobre todo el más discriminante blog. La anacronía del poder y sus métodos represivos de la información quedó revelada por la veloz novedad del Internet.

Atrincherado, el poder conjunto del líder supremo Jamenei y del presidente Ahmadinejad será, al cabo, derrotado por la disensión interna al régimen, por el abuso de la fuerza y, sobre todo, por la permanencia, vitalidad y deseo de una población que, en un 70%, son jóvenes y quieren un país más libre.

El tema pendiente es el del desarrollo de la capacidad nuclear de Irán y la flexibilidad negociadora tanto de Teherán como de Washington. Barack Obama ha condenado la represión iraní pero no ha cerrado (hasta ahora) la puerta a la negociación. Ésta sería más razonable con un régimen iraní más democrático. Barack Obama, como es su costumbre, no cierra ninguna puerta y le recuerda a sus críticos: "Sólo hay un presidente de EE UU y soy yo". Excluyéndose del debate de la comentocracia, Obama reafirma su capacidad oficial para juzgar y proceder. Una cosa sería condenar la brutalidad del régimen y otra negociar con el régimen el asunto nuclear. ¿Se legitima el Gobierno iraní si Washington negocia con él el problema nuclear? ¿O es capaz Obama de mantener censura y negociación? ¿Y es capaz Teherán de separar una censura que le resta legitimidad de una negociación que se la condiciona a un solo tema de trascendencia internacional?

Tal parece ser el dilema. Lo rodea el despertar de toda la sociedad iraní.


(El País. Madrid)