Las paradojas mueven al mundo. Quizás son, en verdad, el secreto motor de la historia. Charles Baudelaire pensaba que nuestro planeta sólo funciona gracias al malentendido. Se quedó corto. En realidad, el absurdo es nuestro reino. Por eso la casualidad es la mejor de las religiones posibles. Por eso necesitamos certezas portátiles, una fe capaz de estar siempre en desconcierto.
Basta asomarse a cualquier noticia, cada día, para constatar este delirio más o menos organizado que es la historia.
Y no estoy pensando tan sólo en nuestra historia. Fíjate, por ejemplo en el caso de Zelaya.
Honduras es una incoherencia en mitad del mapa. Aun tomando en cuenta todas las versiones, y sumando todas las comillas de cada caso, lo único cierto es que el país tiene dos presidentes, ambos en situación de violencia y acosados por los modernos fantasmas de la legalidad y de la legitimidad. El mundo, la diplomacia, las relaciones internacionales, los organismos multilaterales... Todo forma parte de un gran vacío alrededor de esa paradoja que es Honduras: para salvar la democracia, elimina la democracia.
Otro caso que convoca a más de una perplejidad es el Nobel de La Paz para Barack Obama.
Se trata casi de un Nobel para castigar a Bush, una manera de celebrar la democracia norteamericana por haber apostado por un presidente que ha prometido evitar que los militares sigan gerenciando la Cancillería de su país. El punto más inverosímil de todo, justamente, reside en esa posibilidad de dar un premio a futuro. Es una recompensa por algo que sin embargo todavía no se ha hecho. Barack Obama ha recibido un Nobel preventivo. Quizás tan sólo tiene que ver con esa misma gran paradoja de Alfred Nobel: el reconocimiento más trascendente al trabajo mundial por la paz lleva el nombre del hombre que inventó la dinamita.
Pero suele la locura Erasmo de Rotterdam escribió un bestseller sobre el tema eludir sus síntomas, disfrazarse, vestir siempre otros gestos. Se produce una extraña e ilógica sensatez, una suerte de absurdo organizado, de desquicio oficial, con su propio protocolo. Lo que ocurre con Fidel es un monumento al absurdo mundial. En términos rígidos, él es, de facto, el personaje latinoamericano más parecido a Augusto Pinochet. Ha controlado y sometido, a través de la fuerza militar y del control del Estado, a un país durante décadas. Pero, ahora, casi desea aparecer ante la historia como un demócrata hondamente preocupado por la ecología. Eso sí: sigue sin perder los privilegios. El delirio nunca es tanto. Conoce demasiado bien sus propiedades.
Por supuesto que quien se asome a nuestro territorio podrá tropezarse con muchos y diversos síntomas del absurdo. Esto de considerar que la crisis eléctrica nacional es responsabilidad de los gobiernos adecos y copeyanos es un ejemplo demasiado iluminador. Porque lo paradójico no está en creer o afirmar algo tan descabellado sino en creer o afirmar, al mismo tiempo, que el sistema nacional de orquestas es una obra de la revolución.
Una paradoja dentro de otra: el absurdo es selectivo.
Pero la lista de casos puede ser infinita. Y no sólo son exclusividad del Gobierno, obviamente. Estos diez años dan para un museo. Tal vez nos haga falta: el gran museo del absurdo nacional. De vez en cuando es saludable tener memoria. Hemos vivido llenos de paradojas trepidantes. Las cultivamos con verdadero entusiasmo y ya sin ningún pudor. No quisiera cerrar el domingo, en las líneas que quedan, sin mencionar la sonada convocatoria al duchazo de tres minutos. La expresión quizás no puede ser más perfecta. Es una fotografía magistral de cómo el poder entiende la izquierda. O más bien, para seguir retozando en las propuestas metafóricas oficiales, de cómo el poder vive, disfruta y goza de sus privilegios mientras se da baños de izquierda.
El absurdo al desnudo: al mismo tiempo que el Presidente invita a la población a darse un baño comunista, aparecen los presupuestos oficiales de sus gastos personales, incluso de tocador, para el año que viene. En la distancia que hay entre los miles de dólares que el Presidente gastará en zapatos y los minutos de agua que tendremos los venezolanos para bañarnos se encuentra toda la ideología de la revolución bolivariana. Lo demás es Meszaros.
Quizás hoy, los ministros y gobernadores, los funcionarios que están obligados a asistir al programa, también quisieran tener un poco de esa misma ideología: ¿No podría el Aló, Presidente de hoy ser también comunista y durar tan sólo tres minutos?
Basta asomarse a cualquier noticia, cada día, para constatar este delirio más o menos organizado que es la historia.
Y no estoy pensando tan sólo en nuestra historia. Fíjate, por ejemplo en el caso de Zelaya.
Honduras es una incoherencia en mitad del mapa. Aun tomando en cuenta todas las versiones, y sumando todas las comillas de cada caso, lo único cierto es que el país tiene dos presidentes, ambos en situación de violencia y acosados por los modernos fantasmas de la legalidad y de la legitimidad. El mundo, la diplomacia, las relaciones internacionales, los organismos multilaterales... Todo forma parte de un gran vacío alrededor de esa paradoja que es Honduras: para salvar la democracia, elimina la democracia.
Otro caso que convoca a más de una perplejidad es el Nobel de La Paz para Barack Obama.
Se trata casi de un Nobel para castigar a Bush, una manera de celebrar la democracia norteamericana por haber apostado por un presidente que ha prometido evitar que los militares sigan gerenciando la Cancillería de su país. El punto más inverosímil de todo, justamente, reside en esa posibilidad de dar un premio a futuro. Es una recompensa por algo que sin embargo todavía no se ha hecho. Barack Obama ha recibido un Nobel preventivo. Quizás tan sólo tiene que ver con esa misma gran paradoja de Alfred Nobel: el reconocimiento más trascendente al trabajo mundial por la paz lleva el nombre del hombre que inventó la dinamita.
Pero suele la locura Erasmo de Rotterdam escribió un bestseller sobre el tema eludir sus síntomas, disfrazarse, vestir siempre otros gestos. Se produce una extraña e ilógica sensatez, una suerte de absurdo organizado, de desquicio oficial, con su propio protocolo. Lo que ocurre con Fidel es un monumento al absurdo mundial. En términos rígidos, él es, de facto, el personaje latinoamericano más parecido a Augusto Pinochet. Ha controlado y sometido, a través de la fuerza militar y del control del Estado, a un país durante décadas. Pero, ahora, casi desea aparecer ante la historia como un demócrata hondamente preocupado por la ecología. Eso sí: sigue sin perder los privilegios. El delirio nunca es tanto. Conoce demasiado bien sus propiedades.
Por supuesto que quien se asome a nuestro territorio podrá tropezarse con muchos y diversos síntomas del absurdo. Esto de considerar que la crisis eléctrica nacional es responsabilidad de los gobiernos adecos y copeyanos es un ejemplo demasiado iluminador. Porque lo paradójico no está en creer o afirmar algo tan descabellado sino en creer o afirmar, al mismo tiempo, que el sistema nacional de orquestas es una obra de la revolución.
Una paradoja dentro de otra: el absurdo es selectivo.
Pero la lista de casos puede ser infinita. Y no sólo son exclusividad del Gobierno, obviamente. Estos diez años dan para un museo. Tal vez nos haga falta: el gran museo del absurdo nacional. De vez en cuando es saludable tener memoria. Hemos vivido llenos de paradojas trepidantes. Las cultivamos con verdadero entusiasmo y ya sin ningún pudor. No quisiera cerrar el domingo, en las líneas que quedan, sin mencionar la sonada convocatoria al duchazo de tres minutos. La expresión quizás no puede ser más perfecta. Es una fotografía magistral de cómo el poder entiende la izquierda. O más bien, para seguir retozando en las propuestas metafóricas oficiales, de cómo el poder vive, disfruta y goza de sus privilegios mientras se da baños de izquierda.
El absurdo al desnudo: al mismo tiempo que el Presidente invita a la población a darse un baño comunista, aparecen los presupuestos oficiales de sus gastos personales, incluso de tocador, para el año que viene. En la distancia que hay entre los miles de dólares que el Presidente gastará en zapatos y los minutos de agua que tendremos los venezolanos para bañarnos se encuentra toda la ideología de la revolución bolivariana. Lo demás es Meszaros.
Quizás hoy, los ministros y gobernadores, los funcionarios que están obligados a asistir al programa, también quisieran tener un poco de esa misma ideología: ¿No podría el Aló, Presidente de hoy ser también comunista y durar tan sólo tres minutos?
(El Nacional, Venezuela)