Pudimos ver en directo cómo el caballo de la historia galopaba desbocado, sin jinete. Miles de ciudadanos, armados con picos, palas, martillos o con las manos de su rabia contenida, de su desesperación ante un horizonte cerrado y represivo, derribaban el muro. Era el más simbólico, entre tantos habidos y por haber, el lugar de peregrinación de líderes occidentales, como Kennedy, cuando W. Brandt era alcalde de la parte occidental de aquel Berlín fracturado. Sentí la emoción del momento y la sorpresa, como todos –incluidos los que afirman que lo habían previsto–. Antes de cerrar la noche llamé a Kohl y a Brandt, los dos amigos más representativos para mí de aquella Alemania que había llegado a conocer a través de ellos. Tenía muchos más amigos, casi todos de la generación que había vivido la experiencia de la guerra y la posterior división de Alemania, el prototipo de la separación del mundo en dos bloques ideológicos antagónicos. Los dos políticos, el canciller y el ex canciller, el democristiano y el socialdemócrata, habían pesado especialmente en mi trayectoria como político y como gobernante.No sabía bien qué decirles, más allá de expresarles solidaridad y mostrarles mi convicción sobre el carácter irreversible del acontecimiento que estábamos viviendo para la unificación de Alemania y para el resto de Europa y el mundo. Aunque no sea frecuente en la tarea política, he tenido la suerte de traspasar esa frontera para compartir relaciones de amistad con los dirigentes alemanes. Brandt murió pocos años después y asistí a su funeral en el Reichstag, edificio histórico de la parte oriental de Berlín. Tuve el doloroso honor de hablar en nombre de sus muchos amigos de todo el mundo para despedirlo. Fueron cinco minutos, sin referencias políticas, ni siquiera a aquella noche de noviembre que cambió la historia para todos, alemanes, europeos y ciudadanos del mundo. Hablé más desde el corazón que desde la razón, era el amigo que se había ido. Me recordaban que era la primera vez que tomaba la palabra un extranjero en esa tribuna, recuperada para la representación democrática y con tanto poder simbólico.Helmut Kohl siguió siendo canciller casi una década más. Condujo la unificación con arrojo, asumiendo riesgos en los que había mucha más determinación que cálculo. A lo largo de los años repetía una frase que muchos conocen cuando se refería a mí: “Puedo contar con los dedos de una mano –¡y me sobran dedos!– cuántos dirigentes me llamaron esa noche para ponerse a nuestro lado”. Nunca dejó claro el número de los dedos que le sobraban en aquella mano con la que evocaba la noche de la caída del muro. Él y yo lo sabemos, pero a pesar del tiempo transcurrido sigue quedando en el aire el misterio. La galopada del caballo desbocado y sin control era peligrosa para todos. Por eso apoyé y admiré la decisión de los dirigentes que, como Kohl o Brandt, decidieron que había que cabalgarlo y conducirlo, más allá de las desconfianzas y resistencias de muchos de los socios europeos e internacionales y de no pocos de los representantes políticos de la República Federal. Como el pasado es con frecuencia tan imprevisible como el futuro, hoy, 20 años después, nadie se apunta a la lista de los que estuvieron en contra de la unificación…, ¡pero lo estuvieron! Y a la mano de Kohl le siguen sobrando dedos. Ahora, como entonces, estas palabras son de solidaridad y respeto con el hombre que quería una Alemania europea, no una Europa alemana.
(El Pais Semanal)