Hace medio siglo, cuando las guerras sin fin terminaron de desgarrarle las entrañas, se instaló en Colombia una paz que parecía por fin inquebrantable.
Después de la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla, un pacto de paz permitió que el partido Liberal y el Conservador se alternaran en el poder durante 16 años. A partir de esa tregua, que empezó en 1957, la democracia colombiana se volvió estable y previsible.
En 1991, cuando era ya evidente que el narcotráfico tejía los hilos de la política y tendía a imponer a sus hombres en el poder, la Constitución fue reformada para impedir la reelección del presidente por un segundo periodo de cuatro años. Fue un triunfo importante para el buen resguardo de las instituciones y para evitar que la corrupción siguiera entrometiéndose en los asuntos públicos.
El liberal César Gaviria dio una lección de dignidad cívica al negarse a ser reelegido en 1995 pese a su decisiva popularidad. Había impulsado la Constitución de 1991 y le pareció que era su obligación dar el ejemplo.
Dos periodos más tarde, el ex liberal Álvaro Uribe Vélez aplastó a la guerrilla, acorraló a los carteles de Cali y Medellín y consiguió extraditar a decenas de jefes narcos. Sabía que a nada temen tanto los narcotraficantes como a ser juzgados en Estados Unidos, donde los esperan carceleros indiferentes a los sobornos y a las amenazas.
La sensación de paz se adueñó de Colombia y el éxito de las políticas conservadoras de Uribe hizo crecer su nombre en las encuestas. Continuar en el poder se convirtió para él en una tentación irresistible. Quienes lo cortejaban insistían en lo de siempre: que el presidente necesitaba más tiempo para completar su obra. Una reforma legislativa le permitió ser elegido por segunda vez.
Ahora, un "referendo popular reeleccionista" aprobado en el Congreso por abrumadora mayoría lo autoriza a presentarse como candidato para un tercer periodo. Hay plazo formal hasta el 30 de noviembre para que Uribe anuncie si eso es lo que lo quiere. Vaya si lo quiere.