En la sesión del 15 de enero del año en curso, entre otros asuntos, la
Junta de Directores de la Universidad Centroamericana "José Simeón
Cañas" (UCA) acordó nombrar a Luis Antonio Monterrosa
Díaz como nuevo director de su Instituto de Derechos Humanos (IDHUCA)
para un período de tres años, iniciando el 1 de febrero de 2014. Por
tanto, a partir de ayer dejé ese cargo que ocupé durante más de
veintidós años con errores y aciertos pero –sobre todo– con el
compromiso decidido de servir a las mayorías populares[1] salvadoreñas y seguirlas en sus esfuerzos por vivir en un país mejor.
Esa
decisión no significa que saldré del IDHUCA; por el momento, seguiré en
este espacio al que le tengo un inmenso apego por todo lo que viví
dentro del mismo, con un personal integrado por colegas que a lo largo
del tiempo –en su mayoría– no puede calificarse menos que “de lujo” por
su generosidad y entrega, cualidades sin las cuales no se hubiera podido
hacer todo lo bueno que se logró hacer con imaginación, con indignación
y acción; también con pasión por las víctimas, por sus sueños y sus
luchas.
Ese
compromiso no inició el 6 de enero de 1992 cuando comencé la labor que
finalicé ayer, viernes 31 de enero del 2014. Desde mi adolescencia
anduve detrás de mi hermano Roberto, “Beto”, quien a su vez seguía los
pasos de José María Cabello, “Cabellito”, el apreciado jesuita rebelde y
audaz en su vida y en su “Vespa”. Así conocí de cerca y a tempranas
horas de mi vida, el surgimiento de una de las más emblemáticas “zonas
marginales”[2] de la capital y el país: “La Tutunichapa”.
De
ahí en adelante, allá por 1971, ya no paré; luego de quedar marcado
para siempre con el impacto de la pobreza y la injusticia, pero también
con el de la nobleza de tanta gente que desde entonces y por más de
cuatro décadas he conocido. A su lado, trashumé los obligados caminos de antes y durante la guerra que dividió aún más al país;
a su lado he compartido ideales e ideas, ilusiones y decepciones,
logros y “ogros”, en las ciudades y el campo de El Salvador. También en
México, durante mis ocho años dos meses y cinco días de estancia entre
finales de 1983 e inicios de 1992, en los cuales fundamos casi de la
nada –con el querido fray Gonzalo Balderas Vega, O. P.– el Centro de
Derechos Humanos “Fray Francisco de Vitoria, O. P.”. Por ese trabajo,
las autoridades mexicanas de Gobernación –en plena época del “priato”
presidido por Carlos Salinas de Gortari– me “aplicaron el 33”[3] por ser un “extranjero metido en asuntos internos”.
Apalabrado
en México por el también valorado jesuita Michaell Czerny y aprobada mi
contratación por la Junta de Directores de la época, regresé al país el
domingo 5 de enero de 1992 sin nada más que las ganas de aportarle a su
gente excluida, víctima además de violaciones de otros derechos
fundamentales, lo que pudiera desde la Dirección del IDHUCA. El
siguiente día, lunes 6 de enero, a diez del fin oficial de aquella
guerra ingresé a la UCA para presentarme de inmediato con mi nuevo jefe:
el jesuita Rodolfo Cardenal, a quien entonces no conocía personalmente y
quien a estas alturas me conoce, conozco y compartimos una amistad real
y sólida. Al preguntarme qué debía hacer –palabras más, palabras menos–
por respuesta tuve dos preguntas desafiantes y un mandato tajante: “¿Y
qué no sos vos el que sabés? ¿No para eso te contratamos? ¡Vos ve qué
hacés!”. Con esa orientación clara y certera, comencé a hacer.
Y
como dije al final de un comentario reciente que escribí para la
emisora universitaria –la YSUCA– y que anexo a la presente, me dediqué a
eso y así he pasado en el IDHUCA las últimas dos
décadas con dos años de mi existencia: entre hacer y hacer. También
anexo la canción así titulada, himno del IDHUCA en su lucha contra la
impunidad.[4] Me
tocó entonces contribuir durante mi gestión “recrear” el Instituto
varias veces dependiendo de las condiciones del país, las necesidades de
la gente y sus exigencias.
Es
motivo de satisfacción para mí que durante esos veintidós años, el
trabajo del IDHUCA fue reconocido varias veces dentro y fuera del país.
Pero más me satisface haber propuesto e impulsado la creación del
Festival Verdad y, dentro del mismo, la del Tribunal internacional para
la aplicación de la justicia restaurativa en El Salvador; también haber
brindado apoyo y acompañamiento a varios comités locales de víctimas de
violaciones de derechos humanos de antes y durante la guerra. Por eso me
sentí bien cuando el Presidente de Irlanda, Michael D. Higgins,
pronunció en la UCA el 24 de octubre del año pasado las siguientes
palabras:
“En
un contexto en el que es actualmente difícil para las familias acceder a
la información acerca del destino de sus seres queridos, el trabajo
realizado por el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad
(IDHUCA), que durante los últimos años ha conducido una corte de
justicia restaurativa, es enormemente valorado. Y también lo es el
proyecto Historia, Memoria y Justicia en El Salvador, lanzado en 2011, y
que ha sido testigo de la unión de IDHUCA con estudiantes de la
facultad del Centro para los Derechos Humanos de la Universidad de
Washington, que están trabajando para desclasificar documentos de la
CIA, y de varios departamentos del Gobierno de los Estados Unidos, tales
como el Departamento de Defensa y el Departamento de Estado, a fin de
buscar justicia para las víctimas de la guerra de El Salvador”.
A
lo anterior se suma el haber logrado que se condenara al Estado
salvadoreño por el caso Ramón Mauricio García Prieto en la Corte
Interamericana de Derechos Humanos y haber colaborado decisivamente con
las organizaciones que presentaron en la Audiencia Nacional de España la
querella contra los responsables de la masacre en la UCA, tanto en su
elaboración y presentación como en su impulso posterior, entre otras
iniciativas y acciones de impacto. Igual me complace haber participado dentro y fuera del país en actividades propias de la investigación y la docencia.
Varias
amistades entrañables, cercanas y solidarias, me han preguntado cómo me
siento y cómo estoy. Mi respuesta primera: me siento bien, tranquilo y
consciente de que, dentro de mis posibilidades y limitaciones, hice lo
que debía y lo que mejor pude hacer; la segunda: estoy dispuesto a
seguirlo haciendo en este y en otros esfuerzos que puedan requerir de
mis modestos aportes. Sobre todo en la línea de transmitir a otros esfuerzos las claves de esta experiencia, tanto buenas como malas.
Mi
determinación es seguir en lo que ha sido mi vida: el repudio a la
injusticia y la lucha para erradicarla. Eso comenzó a gestarse quizás
desde que quedó grabada en mi mente, mucho antes de conocer “La
Tutunichapa”, la imagen de mi padre –el doctor Roberto Emilio Cuellar
Milla– regresando a nuestra casa en la colonia Layco, en San Salvador,
el 3 de septiembre de 1960. Llegó con la camisa llena toda con la sangre
de su cabeza, rota a puros y duros garrotazos policiales, y un brazo
enyesado; él, junto con el rector –el doctor Napoleón Rodríguez Ruiz– y
decenas de personas más, fueron víctimas del régimen autoritario
encabezado por el coronel José María Lemus cuando sus esbirros ocuparon
brutalmente la Universidad de El Salvador. Mi padre fue su Secretario
General de 1959 a 1963 y junto con el rector Rodríguez Ruiz, fueron los
encargados de trabajar la propuesta de lo que luego fue el lema de la
institución: “Hacia la libertad por la cultura”.
Y
mi hermano “Beto”, diecisiete años después se convirtió en el brazo
derecho para la defensa seria y altamente riesgosa de los derechos
humanos que realizó Óscar Arnulfo Romero; en sus propias palabras,
“Beto” tuvo “el privilegio, el honor, de trabajar a su lado
prácticamente durante todo el tiempo que ejerció su cargo de Arzobispo”.[5]
Por
herencia e historia familiar, porque quiero un mejor país para mi
familia y mis hijas –la mayor de las cuales tuvo que salir de El
Salvador, por amenazas recibidas debido a mi trabajo– y porque las
mayorías populares salvadoreñas me inspiran y me obligan a continuar
acompañándolas en sus sueños y batallas en defensa de sus derechos y su
dignidad; también porque detesto a los sospechosos redentores y no creo
en falsos profetas sino en un pueblo consciente y activo, pero sobre
todo porque creo que aún puedo dar algo para y por todo eso… Y porque
quiero darlo, nada ni nadie harán que no lo siga haciendo.
Aprovecho
la presente para ofrecer disculpas a quienes se hayan sentido molestos u
ofendidos por algo que haya hecho o dejado de hacer en estos veintidós
años. No quiero despedirme, sin decir eso y sin enviar un fuerte abrazo a
las mujeres y los hombres de bien que han caminado conmigo por la misma
senda. Mis agradecimientos son imperecederos.
Fraternalmente,
José Benjamín Cuéllar Martínez, “Mincho”
[5] Cuellar, Roberto, Un apóstol de los derechos humanos, San Salvador, 31 de marzo del 2005, ver http://www.fasic.org/ OscarRomeroylosDerechosHumanos .pdf
[1] Ignacio Ellacuría, rector mártir de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA), llamó así a la población que “vive
en unos niveles en los que apenas puede satisfacer las necesidades
básicas fundamentales […] marginada frente a unas minorías elitistas. Su exclusión no se da por “leyes naturales o por desidia personal o grupal, sino por ordenamientos sociales históricos” que las mantienen en una “posición estrictamente privativa y no meramente carencial”. La explotación que sufren les impide “aprovechar su fuerza de trabajo o su iniciativa política”.
[2] Luego llamados “tugurios” en el habla popular y “asentamientos humanos urbanos” en la jerga tecnócrata.
[3] El
articulo 33 constitucional es el que permite al Gobierno mexicano
expulsar del territorio nacional a cualquier extranjero que interfiera
en “asuntos internos” políticos y sociales.
[4] Luis
Suárez, querido amigo y compañero, cuarto integrante de “Los Guaraguao”
que la compuso y musicalizó después de un sabroso almuerzo y una más
rica plática en el mercado de Antiguo Cuscatlán. En la versión
compartida están las voces de María Inés Ochoa, salvador Cardenal,
Vicente Feliz, Julio Lacarra, Guillermo “Pikin” Cuéllar, Mirian Quiñónez
y Eduardo Martínez, voz líder de “Los Guaraguao”.