La pretensión del comandante sandinista de perpetuarse en el poder ha suscitado el rechazo de organizaciones políticas, de independientes y de grandes sectores de la sociedad civil. Como respuesta a la maniobra, se ha iniciado la constitución de un frente nacional contra el proyecto reeleccionista. Quienes conocen la historia de Nicaragua recuerdan que el dictador Anastasio Somoza se hacía reelegir cada vez que se le ocurría. Ortega, en pocas palabras, se ha convertido en émulo del antiguo déspota.
Al fin y al cabo llegó al poder en una alianza con viejos adversarios. Bajo la invocación de los más insólitos sofismas, el comandante ha dictaminado que el veredicto es inapelable. Pero se equivoca, porque una cosa es el veredicto de los magistrados y otra el veredicto de la gente.
En esta mascarada ha venido a parar la revolución sandinista.
Ortega no le ofrece nada a su país, es un personaje que no puede disimular la fatiga y el anacronismo, que no significa para Nicaragua sino un gran retraso. Para los nicaragüenses está claro que el comandante ha dado un golpe de Estado. Como miembro de la Alianza Bolivariana tiene la reelección como consigna máxima, igual que en Venezuela, Bolivia, Ecuador, Ortega pretende quedarse en el poder, sin más ni más, contando desde luego con que los dólares venezolanos le permitan hacer una campaña de promesas y fraudes. Sin embargo, no debe olvidar el comandante que por pretender una maniobra similar fue derrocado su vecino Manuel Zelaya. Contra toda la prédica internacional, y contra todas las adulteraciones del proceso de destitución, fue el intento de perpetuarse lo que marcó su caída. El espejo está lo suficientemente cerca como para que el vecino se mire en él.
La Sala Constitucional del Tribunal Supremo no le hizo ningún favor al comandante. La reacción producida ha sido tan extraordinaria que condena al fracaso sus ambiciones reeleccionistas.
(El Nacional, Venezuela)