San Pedro Sula no es una comunidad que evoque fácilmente recuerdos de batallas campales o debates decisivos. Pero la ciudad industrial hondureña será, mañana y pasado mañana, la sede de una Asamblea General de la Organización de Estados Americanos (OEA) que muchos quisieran transformar en una reunión histórica, al preparar el terreno para el regreso de la Cuba de los Castro al concierto latinoamericano. El cónclave se antoja épico.
Cuba fue suspendida de la OEA en 1962 en Punta del Este, por su adopción del "marxismo-leninismo" y su alianza con la Unión Soviética. En una aplicación absurda y anacrónica de la Doctrina Monroe, ambos hechos fueron considerados "incompatibles" con la pertenencia al organismo hemisférico, y razones suficientes para desterrar a Fidel Castro de la OEA, del BID y de otros entes regionales. Hoy, el secretario general de la OEA, José Miguel Insulza, los países del llamado ALBA -Venezuela, Honduras, Nicaragua, Bolivia, Ecuador, que no dan paso sin huarache, es decir, sin línea de la isla- y sus aliados cercanos en el Caribe y América del Sur se han propuesto derogar la resolución de 1962.
Sin invitar de vuelta a Cuba, por lo menos buscan permitir la supresión del principal obstáculo ante su posible regreso. Sostienen, con algo de razón, que la decisión de entonces no descansó en convicción democrática alguna, sino simplemente en el propósito de condenar al ostracismo a Cuba por su cercanía con Moscú, por su enfrentamiento con Washington y por su apoyo a movimientos de izquierda en la región.
Aunque algunos pueden considerar que una "suspensión de una suspensión" equivale a una reinstalación, y también piensan que los rechazos de La Habana a cualquier retorno al "Ministerio de las Colonias" no se aplican a su deseo desesperado de obtener acceso a los recursos del Banco Interamericano de Desarrollo, es probable que prospere el esfuerzo. La resolución de Punta del Este constituye, en efecto, un vestigio de la Guerra Fría, no posee el menor sentido hoy, y no debe entorpecer el debate de fondo: ¿se debe ser una democracia representativa para pertenecer a la OEA y al BID? Y ¿qué se entiende por democracia?
No cabría el reingreso de Cuba a la OEA debido a la vigencia de los diversos instrumentos regionales suscritos por los países miembros desde 1962, y, en particular, al contenido de dos de ellos. El primero es el llamado Pacto de San José, o Convención Americana de Derechos Humanos, aprobado en 1968 y ratificado por la mayoría de las naciones en los años ochenta, y la Carta Democrática Interamericana, firmada en Lima el día 11 de
septiembre de 2001 por todos los Gobiernos de la zona. Esta última estipula claramente que la democracia representativa es una condición sine qua non para pertenecer al concierto latinoamericano. Y proporciona una definición explícita de la democracia representativa: "Son elementos esenciales de la democracia representativa, entre otros, el respeto a los derechos humanos y las libertades fundamentales; el acceso al poder y su ejercicio con sujeción al Estado de derecho; la celebración de elecciones periódicas, libres, justas y basadas en el sufragio universal y secreto como expresión de la soberanía del pueblo; el régimen plural de partidos y organizaciones políticas; y la separación e independencia de los poderes públicos". Huelga decir que Cuba no cumple con ninguna de estas condiciones, y, por tanto, que no podrá volver a la OEA aunque quisiera.
No pareciera, entonces, existir motivo para oponerse al intento de aprobar una resolución en apariencia meramente simbólica, y que además puede distender las relaciones entre la región y Estados Unidos. Tan se contempla, que incluso circulan versiones según las cuales la propia Hillary Clinton, que acudirá al cónclave de San Pedro, se apresta a votar a favor de la derogación del texto de 1962, o en todo caso a abstenerse. ¿Caso cerrado, o hay gato encerrado?
De hecho, surgen varias interrogantes y dudas. En primer término, una cosa es que en esta ocasión el Gobierno de Obama prefiera evitar el aislamiento, solo con Canadá, contra 33 votos a favor de la posible resolución, y otra es que esto se convierta en costumbre. Hay quienes temen que Obama y Clinton nunca van a correr el riesgo de quedarse solos en América Latina, habiéndole apostado tanto a reparar los daños causados por Bush. Nunca podrán convencer a sus aliados en el área para que los acompañen en temas escabrosos como Cuba, Venezuela, Nicaragua, etcétera. Y otros sospechan que Insulza (no es mi caso) y los países del ALBA (sí lo es) no van a conformarse con derogar el documento de 1962; se proponen, desde ahora, forzar una definición mayor, a saber: iniciar discusiones con el Gobierno de Cuba para su reincorporación a la OEA. Lo harían a partir de dos tesis de dudosa pulcritud conceptual, pero no carentes de eficacia.
En primer lugar, que a pesar del pasaje citado de la Carta, cada quien es libre de interpretar textos de esa índole como mejor le parezca. Y en segundo término, ¿quién tira la primera piedra? En el pasado, muchos no cumplían ni con la Convención ni con la Carta de Lima, y eran miembros de la OEA, y hoy mismo, su vigencia en varios países es discutible: mejor que vuelva Cuba y sobre la marcha se verá si cumple con los requisitos. Estados Unidos se opondría, quizás en compañía de Costa Rica, Canadá, Colombia y Perú, pero dicha reticencia también revestiría sus ventajas. O queda aislado Obama en la OEA, o el Congreso norteamericano le corta los fondos para pagar las cuotas, y Washington se retira, como lo hizo con la Unesco en los años setenta.
¿Qué tendría de malo que Cuba retornara sin cumplir con las condiciones democráticas y de respeto a los derechos humanos que todos los latinoamericanos han aceptado en buena medida respetado desde el 2001? Mucho, pero en síntesis, lo siguiente. América Latina nunca ha podido resolver con claridad la disyuntiva entre valores universales y soberanía. Durante décadas, sus regímenes autoritarios (muchos más de derecha que de izquierda) invocaron la soberanía nacional para rechazar cualquier injerencia externa en defensa de la democracia y los derechos humanos. Y los demócratas latinoamericanos, dentro o fuera del Gobierno, siempre temieron construir un andamiaje jurídico regional injerencista y defensor de estos valores por miedo a ser tildados de "lacayos del imperialismo". Pero en el transcurso del último cuarto de siglo, Iberoamérica ha avanzado a pasos agigantados. Se ha edificado un régimen legal imperfecto, pero en plena mejoría, y se ha aceptado que, efectivamente, existen valores universales por encima de la soberanía.
Hacer caso omiso de dicho régimen, crear una nueva excepción cubana, anteponer el pasado al presente y los intereses inmediatos (migratorios, de Estados Unidos, por ejemplo) al objetivo más ambicioso de proteger la democracia en América Latina mostraría una miopía digna de... Punta del Este. Que Estados Unidos levante el embargo, que España insista en su acercamiento, pero ojalá que las democracias latinoamericanas consolidadas sepan ser categóricas: para ser miembros del club hay que cumplir con las reglas, o cambiarlas. Hasta ahora, los Castro no se han propuesto, ni logrado, ni lo uno ni lo otro.
(El País, Madrid)