Eso es exactamente lo que, según sus propias declaraciones, ha hecho al elaborar las sucesivas listas electorales de su partido e, incluso, a la hora de asignar responsabilidades de Gobierno. Y otro tanto cabe decir del uso de las facilidades que el Estado pone a disposición del primer ministro para cumplir con sus responsabilidades institucionales. Transportar invitados a fiestas privadas no es tarea de los aviones oficiales, poco importa a estos efectos que se trate de bailarinas o presentadoras de televisión. Y el hecho de que el primer ministro hiciera aprobar en 2008 una ley que abría los vuelos de Estado a cualquier acompañante no le ofrece una cobertura jurídica, sino que evidencia un flagrante abuso de poder.
La prensa italiana ha denunciado el escándalo, y la respuesta del primer ministro no ha consistido únicamente en negar o en trivializar los hechos, presentándose como un paternal protector de muchachas en las que asegura apreciar especiales talentos artísticos o políticos. Recurriendo a la confusión entre los intereses públicos y privados, Berlusconi ha intentado, además, desacreditar a ciudadanos que, como su propia mujer, estaban en condiciones de corroborar las denuncias. Ese género de presiones son la prueba de que, bajo Berlusconi, la libertad de expresión se encuentra amenazada. La fiscalía italiana ha secuestrado, por otra parte, la totalidad del archivo del fotógrafo que captó las imágenes.
Con este escándalo Berlusconi queda al desnudo, pero no como ciudadano, sino como político. Si hasta ahora sus salidas de tono se habían tomado a broma, hoy existen nuevas y poderosas razones para advertir que lo que el primer ministro está poniendo en juego es el futuro de Italia como Estado de derecho. Y una Italia que se deslice por la pendiente a la que la está arrastrando Berlusconi no es sólo un motivo de preocupación para los italianos, sino para todos los europeos.
(Editorial de El País, Madrid)