Alma se sabe emocionalmente vulnerable pero aprovecha la subjetividad para imprimirle a sus textos ritmo, colores, sabores, olores, murmullos, experiencias, sensaciones. “Si vives en crónica, entonces escribes en crónica. Si vives en declaración de funcionario, entonces escribes en declaración de funcionario”, sostiene.
Ella siempre va más allá de lo aparente. Retrata a la gente común y nos explica cómo sus destinos están regidos por una clase política sin escrúpulos. Si escribe sobre los pepenadores, también habla del subdesarrollo. Nos lleva a la guerrilla para revelarnos las obscenidades de la especie humana. Nos cuenta del tango y perfila una crisis económica.
Es su forma de vida. Es su pasión. Y la disfruta con toda la intensidad posible.
Pero ahora, sentada ante una pequeña mesa de una cafetería en la Ciudad de México, mientras bebe un capuchino descafeinado, Alma Guillermoprieto sufre. Su sonrisa se torna nerviosa y parece estresarse. Sufre porque no le gusta que la entrevisten. Sin embargo, su conciencia profesional y su generosidad pueden más.
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En México, Alma Guillermoprieto comenzó a estudiar danza moderna a los 12 años. A los 16 se fue a Nueva York con su madre, y siguió bailando. Fue discípula de Martha Graham, Twyla Tharp y Merce Cunningham. Para pagar las clases trabajó como mesera y vendedora de zapatos. Para el otoño de 1969 Merce le dijo que había una oportunidad de ir por un año a dar clases de danza a Caracas o a La Habana. No estaba segura de aceptar y consultó la proposición con Twyla: “Yo que tú, aceptaba. No vas a lograr nada quedándote acá”, le dijo. Lo pensó, decidió irse a Cuba y ese viaje le cambió la vida.
Daría dos clases al día en la Escuela Nacional de Arte Cubanacán durante un año a cambio de 250 dólares mensuales. Pero al final sólo se quedó seis meses en la isla.
Llegó a La Habana el primero de mayo de 1970. Pasó sus primeros días en el hospital por complicaciones en las vías respiratorias. Luego intentó adaptarse a la vida austera de la isla, a la escuela y a sus alumnos. Le costó interesarse en “la Revolución”. Se sentía muy sola e incluso llegó a tener pensamientos suicidas. Todo esto lo cuenta en La Habana en un espejo (Plaza & Janés, 2005), quizá su libro más íntimo.
Un noche, antes de ver Memorias del subdesarrollo en la Cinemateca de La Habana, vio el noticiario del Instituto de Arte e Industria Cinematográfica. Era la primera vez que veía un programa de noticias. Nunca lo había hecho y tampoco había leído un periódico completo (“el mundo de los bailarines es tan absorbente…”, explica ahora). Y era la primera vez, también, que ante sus ojos se proyectaban las imágenes de la guerra de Vietnam: los muertos, los incendios con napalm, la gente huyendo, el estruendo de las bombas al caer... Salió impresionada del cine. “Y yo sin hacer nada”, se reclamaba.
¿Ése fue el origen o la causa de que ahora usted sea periodista?
Yo creo que sí. Sí. Hasta ese momento comprendí que existía un mundo que no era el mundo del arte y que el arte no podía auxiliar y en el cual el arte era irrelevante. Fue un descubrimiento culposo, como tantas veces en mi vida. Y fue un descubrimiento válido, también. Sí, sin eso que me sucedió en La Habana tal vez no me hubiera convertido a este oficio.
Casi ocho años después de aquella experiencia en Cuba, Alma Guillermoprieto cambió las zapatillas por la pluma. En agosto de 1978 se fue a Nicaragua durante los días de la insurrección sandinista contra Anastasio Somoza y empezó a reportear a lado de la fotógrafa Susan Meiselas. Susan captaba imágenes con su cámara y Alma con sus cinco sentidos para luego forjarlas en palabras.
¿Por eso dice que aprendió a reportear como fotógrafa?
Yo nunca fui a una conferencia de prensa y, hasta la fecha, no voy a las conferencias de prensa porque para mí no explican nada esencial. Es como ir a ver a un autor en vez de leer su libro. No entiendo qué se gana con eso. Los fotógrafos solamente pueden producir como material de trabajo lo que ven. Y yo, como reportera, sólo producir como material de trabajo lo que he visto. Dicho lo cual, los fotógrafos llegan al lugar y hacen clic después de lecturas, estudios, entrevistas... no es posible tomar las fotos llegando nada más al lugar. Y yo tampoco. Antes he procurado nadar en el material.
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Alma Guillermoprieto ha vivido en Los Ángeles, Nueva York, La Habana, Managua, San Salvador, Río de Janeiro y a mediados de los noventa regresó a México para establecer su “base de operaciones” y planear sus constantes viajes. ¿El nomadismo como búsqueda de arraigo? “Vivo aquí y rara vez —y con pésimos resultados— he escrito sobre otra cosa que no sea América Latina, porque si bien hay cosas que me apasionan, no hay nada más que me pertenezca”, contó en el prólogo de su libro Al pie de un volcán te escribo (Plaza & Janés, 2000).
Para hacer sus crónicas, antes de subir al avión lee sobre el lugar al que va. Al llegar camina libremente y sin propósito para atrapar aspectos de la ciudad y de la gente. Entonces define cuál es el camino que podrían andar con ella sus lectores. Así, delimita el tema y comienza a identificar personajes y a reportear.
“Para ir a reportear me levanto más temprano de lo que quisiera. Si me ha ido bien, tengo unas cuatro citas o sé a dónde ir. Veo que tenga suficientes lápices y plumas, que tenga un cuaderno y que no lo haya perdido (alguna vez me ha tocado) y voy al lugar donde tengo que estar. Y si tengo la oportunidad de ir a un lugar que a mí me conmueva pues voy lo más temprano que me acepten y procuro estar ahí hasta que me corran. La pila se me puede acabar a la media hora, pero yo procuro estarme seis. Cuando puedo, me hago a un ladito y escribo todo lo que se me ocurre a lo largo de ese día”.
“A los hechos hay que acercarse con el cuaderno y con el corazón”…
Sí. Yo, como cronista, no puedo escribir si no estoy profundamente conmovida. Por eso estoy muy agradecida con Colombia. Ahí, lo que sucede es siempre profundamente conmovedor. Ése es mi punto de partida. No es nada intelectual ni de observación diletante. Es arriesgar en ocasiones hasta el pellejo. Pero no quiero dramatizar.
En efecto, el país donde se sitúan la mayoría de los textos de Alma Guillermoprieto es Colombia. “Colombia —explica— es un país que amo por muchas razones: por verde, por alucinantemente hermoso en su geografía. Lo amo porque, los bogotanos en específico, son devotos de dos cosas que me fascinan: la rumba y la lectura. Quiero a mucha gente allá y me quieren mucho a mí. Y tal vez lo amo principalmente porque me ha dado material para pensar. Como escritora amo los lugares que me dan ese material como para masticar, elaborar, reflexionar, meditar. El largo proceso de reflexión sobre los fracasos civiles de América Latina se me ha dado más ricamente en Colombia”.
¿Cómo le hace para establecer empatía con sus interlocutores?
Es un conflicto moral eterno: uno no quiere que sus entrevistados queden desprotegidos o sufran. Pero mi problema es el contrario: ¿cómo hago para que no me cuenten todo? Yo tengo una cara de enfermera o no sé... porque me cuentan todo, todo. El gran secreto para un reportero es confiar en que todos queremos contar nuestra historia. Todos. Todos queremos ser comprendidos. Escuchados. Y los reporteros, la mayoría de las veces, no escuchan. Van en busca del entrecomillado y no en busca de la verdadera historia que hay detrás del entrecomillado. Pero si uno va en busca de la verdadera historia, el entrevistado percibe eso y lo agradece más de la cuenta.
En la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, que preside Gabriel García Márquez, dicen que Alma “tiene la virtud de hacer que los lectores avancen por sus historias sin tropezar con palabras mal puestas ni verbos enredados”. Basta leer cualquiera de sus textos para toparse con una prosa llena de ritmo, vocabulario y una musculatura verbal que propicia unos cadenciosos movimientos narrativos.
Desde niña comenzó a “atesorar palabras”. Leía, en la biblioteca de su madre, los libros de Vladimir Nabokov, Jorge Luis Borges, Juan Rulfo, Ramón López Velarde, César Vallejo, Octavio Paz… Pero también leía con especial entusiasmo, número tras número, el New Yorker.
¿De ahí proviene su estilo literario?
En gran parte, sí.
¿Quién es su mayor influencia como escritora?
Mi mamá [la periodista Lita Paniagua]. Tardé muchos años en reconocerlo, pero es así… Mi mamá escribía en una revista un poco frívola, digamos. Escribía sobre su vida y lo que le interesaba. Yo creo que hubiera sido una gran bloguera en esta época. Era muy chistosa, muy ocurrente... El registro trágico no lo manejaba. Tenía mucha fluidez. Estudió en Estados Unidos y yo creo que sus grandes lecturas fueron en inglés, antes de descubrir a los hispanoamericanos. En Nueva York era secretaria. Finalmente logró graduarse en la universidad y conseguir la maestría. Sus últimos años en Nueva York trabajó en un programa sobre los barrios marginales de Harlem. Y eso también fue una gran influencia para mí: la cultura negra, el jazz.
Escribió en la revista Kena hasta que murió, a principios de los ochenta. Tenía un estilo muy personal, muy bonito. Yo creo que, inconscientemente, tengo mucho de ella en mi escritura. Y mucho del New Yorker. También gracias a mi mamá, uno de nuestros grandes placeres era la suscripción a The New Yorker. Cuando llegaba, los miércoles, el gran placer era sentarnos juntas primero a ver las caricaturas y luego a leer la entrada de la revista. Pero en ese momento ni siquiera pensaba en ser escritora. La danza para mí era lo único que importaba. Realmente jamás me pasó por la cabeza ser periodista o escritora. Sin embargo, yo creo que esas lecturas que me daban tanto placer se me quedaron grabadas. Los grandes textos de la revista eran reportajes. Ahí leí Hiroshima, A sangre fría... Sin duda eso fue una influencia profunda.
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Durante tres décadas, Alma Guillermoprieto nos ha contado con espíritu etnográfico las tragicomedias latinoamericanas: las guerras de Nicaragua, El Salvador y Colombia; las características de los pepenadores y los mariachis mexicanos; la violencia y la corrupción en Brasil, Argentina, Perú y México; las vidas de Marcos, Evita, el Che, Fidel, Vargas Llosa; nos ha hablado de las muertas de Juárez y de los videoescándalos detonados por un payaso, de las cholitas luchadoras en Bolivia y del culto a la Santa Muerte en México. Cada uno de sus textos es “de largo aliento”: “Tardo como un mes para escribir una historia. Ahora los textos son mucho más cortos de lo que eran antes, pero no soy capaz de hacerlo más rápido. Me tardo tanto porque lo que más me cuesta son los enlaces entre los párrafos. Puede pasar un día y no le encuentro”.
Dice que nunca ha escrito más de cuatro textos al año. Siempre lo ha hecho en inglés, pues los publica en las revistas The New Yorker, The New York Review of Books y National Geographic. Lo único que ha hecho en español es su libro La Habana en un espejo. “Tenía que desenterrar recuerdos muy añejos. Me pareció que si no lo hacía en el idioma en que lo viví, no iba a lograr una buena reconstrucción. Por otro lado, me pareció que si lo escribía en inglés iba a entrar en un debate que me ha parecido siempre imbécil sobre Cuba: si es dictadura o no es dictadura, Fidel o no Fidel y el comunismo... y no fue así como viví esa experiencia. Entonces, obligadamente tenía que escribirlo en español para evitar entrar en ese discurso. Pero fue muy difícil. Creo que no lo volvería hacer. Llevaba 25 años escribiendo en inglés y perfeccionando el idioma con el que trabajo. Al tercer capítulo me quedé sin verbos, sin adjetivos, sin adverbios... era desesperante. No tenía el vocabulario, los recursos, el idioma, para seguir adelante. Yo creo que ésa es una de las fallas de ese libro. Es un libro hecho a hachazos en vez de utilizar un cuchillo de filetear. Me siento más a gusto en inglés. Soy muy irónica y el inglés permite unos vericuetos y unas cuchilladas bajas que quizá el español, más declarativo, no permite”.
Alma tiene sus puntos débiles a la hora de escribir y no le importa descubrirlos: “Siento que me falta estructuración. Muchas veces doy noticias y la gente ni se da cuenta porque lo integro demasiado al texto literario. Tengo una obsesión por los mismos temas. Tengo una cierta tendencia hacia el sentimentalismo. Siempre pienso que tendría que haber reporteado más. Y eso que nos preocupa y nos obsesiona tanto a todos: cómo integrar la información pura y dura en un texto literario... Frecuentemente me decepciono de mis textos. Mi primer libro, Samba, tardé años en quererlo. Me duele el hecho de no haber reporteado nunca bien a los malandros, a los narcotraficantes del barrio... creo que porque me dio miedo. Me falta orden. Y yo creo que mi escritura... carece de esa seguridad que tienen principalmente los hombres, aunque no quiero dividir por género, de decir: yo soy importante, léanme. Siempre tengo entradas sinuosas y yo quisiera poder entrar de una manera más declaratoria. Pero no sé hacerlo. Siempre que empiezo un artículo o que voy a la mitad, siento que no me va a salir. Entonces necesito leer un artículo mío para comprobarme a mí misma que alguna vez pude. Leo, de preferencia, un artículo viejo y digo: caray, no está tan mal... si alguna vez pude, puedo otra vez”.
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Al preguntarle sobre el actual periodismo latinoamericano, Alma comenta: “Los periódicos en América Latina, me da pena decirlo, no son muy buenos. Hay contadísimas excepciones. Los reporteros jóvenes y muchas veces brillantes se quejan de sus editores, del sueldo... con toda razón. Pero tampoco son tremendamente imaginativos a la hora de proponer textos y enfoques para la realidad. La realidad latinoamericana es infinitamente rica, es mágica e increíble. Al periodismo latinoamericano le falta descubrir la forma de transmitir eso. Está el mundo por descubrir y está todo por escribir. Pero no se comprometen plenamente con eso. Tampoco los periódicos latinoamericanos se plantean todos los días cuáles son los seis temas que pueden cambiar un país, una ciudad”.
¿Qué es lo que más hace falta en los medios de la región?
Abordar temas absolutamente pendientes, como la ecología. Eso da para todo: para crónica, para reportaje científico o político. Pero todo el mundo lo asume sólo como un tema que hay que cubrir porque es bueno para la salud y le dedicamos media página. Entonces los lectores perciben eso y dicen: “la ecología es una hueva”. ¿Cómo va a ser una hueva nuestro futuro? Las grandes decisiones de la ciencia se toman fuera de nuestros países y nosotros no estamos ni siquiera en condiciones de entender qué son. Tampoco aparece el narcotráfico más que en su dimensión criminal, y nadie se ocupa del reportaje empresarial... ¿quién le ha hecho el gran reportaje a Carlos Slim? Con esos me quedaría nada más para arrancar.
Hace tiempo también hablaba acerca del periodismo quieto en contraposición al periodismo estridente…
Sí. Fue a raíz de una carta de un amigo mío que fue editor nacional del Washington Post. En América Latina tenemos la tradición del periodismo contestatario que cumplió un papel histórico muy importante en las luchas de independencia o contra las dictaduras... Pero desgraciadamente el periodismo contestatario se hace con la voz muy alzada y lo que queda después es un periodismo gritón. El periodismo gritón aburre a los que les gusta pensar, aturde y crea un público populista acostumbrado a las respuestas extremas siempre. El periodismo callado da explicaciones que permiten reflexionar y pensar, que es un paso necesario para la adultez cívica.
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“Todos mis artículos son bastante apasionados y guardan cierto veneno para con los políticos, porque me parece que la falta de decencia en la política latinoamericana es una tragedia”, dice Alma Guillermoprieto.
Después de 30 años de recorrerla, ¿cómo define hoy a América Latina?
América Latina es una región más próspera. Los pobres son hoy menos pobres que en mi niñez y que hace 30 años, las tasas de mortalidad han descendido, la desnutrición es menos común... América Latina es hoy una región más esperanzadora. ¿Qué es lo que me desespera? Que haya dado a los tumbos con un camino a la modernidad que es en gran parte un camino hacia la cultura chatarra de Estados Unidos. Yo quisiera vernos independientes culturalmente, abocados a la búsqueda de las respuestas importantes y no al consumo en todos los sentidos: el consumo cultural, el consumo comercial de lo fácil, de lo frívolo, del oropel, de lo desechable.
A pesar de que durante algunos años trabajó de planta en el Washington Post y en Newsweek, prefiere ser periodista freelance. “Es que soy una persona complicada y supongo que aventurera, aunque la palabra me disgustó muchísimo durante años. Dependo mucho de mi propia libertad y fácilmente me siento muy encerrada. La rutina de depender de un jefe, de un sueldo, siempre me ha pesado mucho. Como freelance claro que asumo ciertos riesgos que con la edad se vuelven más amenazantes, pero a cambio tengo la libertad de crear. Entre las dificultades de ser freelance está, por supuesto, la económica... Pero levantarse todas las mañanas e inventarse la vida de pe a pa, no es poca cosa. Resolverse existencialmente todos los días, no es poca cosa. Es una gran posibilidad. Yo creo profundamente en las posibilidades de la libertad. Creo que es la manera más plena de vivir como ser humano, para mí. Y ése es el camino que elegí”.
Pero en la vida de Alma Guillermoprieto también hay tiempo para cuidar el jardín de su casa, salir a comer con sus amigos e ir al cine. “Las pelis y el internet son una distracción absorbente… ¡paso horas navegando!”, dice con una sonrisa. Ya han transcurrido casi dos horas desde que comenzó a responder preguntas y cuando contesta la última, mira fijamente al interlocutor y ella misma apaga la grabadora y suspira de alivio. La Señora Crónica ha dejado de sufrir.
(Milenio, México; entrevista hecha por Víctor Núñez Jaime)