"Soy cada vez más pesimista sobre la curiosa relación que existe entre los excesos de la prensa amarilla y la legislación que afecta a la prensa seria", escribió hace unos años el periodista británico Arnold Kemp. Habría que estar atento, no vaya a ocurrir que el único resultado, en el ámbito legal, del escándalo desatado en Reino Unido por las escuchas ilegales realizadas por News of the World termine siendo una nueva legislación que lo que dificulte no sean los excesos de los medios de comunicación, en general, sino las investigaciones sobre los excesos de los políticos, los parlamentarios, los magnates de la banca y del mundo de las finanzas o de muchos gurús del mundo mediático, convertidos, hace ya mucho tiempo, en gurús del mundo del espectáculo. Vienen épocas muy duras, y lo que antes se llamaba el establishment está cada vez más molesto y harto no del periodismo basura, sino del que se empeña en seguir investigando y que, muy de vez en cuando, les muerde los tobillos o les desautoriza irrespetuosamente.
La desagradable realidad es que, por mucho que digan estar escandalizados, los sucesivos Gobiernos británicos, tanto conservadores como laboristas, se han llevado estupendamente con el imperio Murdoch y que jamás les ha importado no ya que fuera en buena parte amarillo, algo casi decente, sino su deslizamiento hacia un auténtico periodismo bazofia. Tampoco es algo exclusivo de los británicos. Lo mismo ha sucedido en Alemania o en otros ricos países.
El caso Murdoch es interesante porque es ejemplar. Bajo su mando, The Sun y News of the World encontraron la fórmula mágica de este gran negocio: combinar escándalos de tipo sexual y de sucesos con violentos artículos contra quienes podían perjudicar sus intereses o los de sus aliados políticos. Durante la guerra de las Malvinas, The Sun tachó de "traición" a la BBC por su fría cobertura del conflicto; durante la penosa huelga minera, News of the World se especializó en publicar las informaciones relativas a los líderes sindicales en las mismas páginas en la que se contaban espeluznantes violaciones. Si ahora Murdoch cierra News of the World no será por las presiones de gobiernos indignados, sino como una maniobra ante la reacción de sus lectores, horrorizados por el caso de la niña asesinada, que amenazaba con contaminar sus otros productos.
Ni una sola voz se levantó nunca en el Gobierno de Margaret Thatcher para protestar por semejantes abusos. De hecho, la primera ministra influyó para que Murdoch pudiera comprar dos grandes diarios de formidable tradición, The Times y The Sunday Times, y la única iniciativa legislativa de la época relacionada con los medios de comunicación fue una nueva ley para introducir más control en la BBC. La llegada al poder del laborista Tony Blair no cambió en nada esa situación. Jamás encontró motivo para preocuparse por el periodismo basura y toda su furia se dirigió, de nuevo, contra la BBC por poner en duda su actuación en la guerra de Irak.
Así que no es ninguna locura que los periodistas se preocupen mucho en estos días por las iniciativas parlamentarias sobre el derecho a la intimidad y recuerden que suelen terminar no evitando casos como el de las escuchas telefónicas, sino traduciendo la tendencia de los políticos y de los magnates financieros y mediáticos a protegerse de cualquier investigación seria.
Se podría decir que estas son épocas de desconfianza. Los ciudadanos se arruinan, las empresas se cierran, porque una agencia de calificación desconfía de la capacidad de un Estado para pagar sus deudas. No estará de más que los ciudadanos desconfiemos también, no entre nosotros mismos, como se nos empuja a hacer, sino de las propuestas "irrefutables", "indiscutibles", "evidentes" y "palmarias" que se nos presentan. Desconfiemos de quienes están seguros de poseer "la única solución", "la única salida", "la única manera", y de quienes, en los conservadores y en los progresistas, siempre le han tenido más miedo a la BBC que a News of the World.
(El País/Medrid)
La desagradable realidad es que, por mucho que digan estar escandalizados, los sucesivos Gobiernos británicos, tanto conservadores como laboristas, se han llevado estupendamente con el imperio Murdoch y que jamás les ha importado no ya que fuera en buena parte amarillo, algo casi decente, sino su deslizamiento hacia un auténtico periodismo bazofia. Tampoco es algo exclusivo de los británicos. Lo mismo ha sucedido en Alemania o en otros ricos países.
El caso Murdoch es interesante porque es ejemplar. Bajo su mando, The Sun y News of the World encontraron la fórmula mágica de este gran negocio: combinar escándalos de tipo sexual y de sucesos con violentos artículos contra quienes podían perjudicar sus intereses o los de sus aliados políticos. Durante la guerra de las Malvinas, The Sun tachó de "traición" a la BBC por su fría cobertura del conflicto; durante la penosa huelga minera, News of the World se especializó en publicar las informaciones relativas a los líderes sindicales en las mismas páginas en la que se contaban espeluznantes violaciones. Si ahora Murdoch cierra News of the World no será por las presiones de gobiernos indignados, sino como una maniobra ante la reacción de sus lectores, horrorizados por el caso de la niña asesinada, que amenazaba con contaminar sus otros productos.
Ni una sola voz se levantó nunca en el Gobierno de Margaret Thatcher para protestar por semejantes abusos. De hecho, la primera ministra influyó para que Murdoch pudiera comprar dos grandes diarios de formidable tradición, The Times y The Sunday Times, y la única iniciativa legislativa de la época relacionada con los medios de comunicación fue una nueva ley para introducir más control en la BBC. La llegada al poder del laborista Tony Blair no cambió en nada esa situación. Jamás encontró motivo para preocuparse por el periodismo basura y toda su furia se dirigió, de nuevo, contra la BBC por poner en duda su actuación en la guerra de Irak.
Así que no es ninguna locura que los periodistas se preocupen mucho en estos días por las iniciativas parlamentarias sobre el derecho a la intimidad y recuerden que suelen terminar no evitando casos como el de las escuchas telefónicas, sino traduciendo la tendencia de los políticos y de los magnates financieros y mediáticos a protegerse de cualquier investigación seria.
Se podría decir que estas son épocas de desconfianza. Los ciudadanos se arruinan, las empresas se cierran, porque una agencia de calificación desconfía de la capacidad de un Estado para pagar sus deudas. No estará de más que los ciudadanos desconfiemos también, no entre nosotros mismos, como se nos empuja a hacer, sino de las propuestas "irrefutables", "indiscutibles", "evidentes" y "palmarias" que se nos presentan. Desconfiemos de quienes están seguros de poseer "la única solución", "la única salida", "la única manera", y de quienes, en los conservadores y en los progresistas, siempre le han tenido más miedo a la BBC que a News of the World.
(El País/Medrid)