En el primer momento, Vargas Llosa dijo que la disyuntiva planteada en la segunda vuelta en las elecciones de Perú equivalía a elegir por el sida o por el cáncer.
Se refería a que los dos candidatos enfilados a la recta final tenían antecedentes que permitían temer lo peor. Keiko Fujimori había sido funcionaria activa del gobierno de su padre, a quien acompañó como primera dama mientras su propia madre era encarcelada y torturada por denunciar los crímenes de Alberto Fujimori, hoy bajo condena de 25 años de prisión por haber encabezado un régimen de terror en cuyo imperio se registraron matanzas de civiles indefensos, esterilizaciones de mujeres indígenas, coacción y chantaje a empresarios, dirigentes y artistas. En suma, violaciones sistemáticas de la ley y las instituciones (incluido un golpe para disolver el Congreso), que la joven Keiko jamás cuestionó.
El otro mal lo representaba Ollanta Humala, también hijo de alguien... específicamente, del ideólogo radical Isaac Humala, abanderado de una tendencia étnico-nacionalista y de extrema izquierda. Ollanta, por su parte, tenía entre sus antecedentes haber encabezado un golpe de Estado sangriento, populista; además, desde luego, de constituir una franquicia del chavismo por estar rezagado en un izquierdismo estridente, mezclado con catecismo cuartelario y toda esa cursilería del autoritarismo carente de formación intelectual.
Frente a semejante oferta, lo más fácil y cómodo para Vargas Llosa, objeto de todos los honores que el mundo puede dispensar, era quedarse impertérrito en su torre de cristal, adonde llegan con embriagadora frecuencia los cheques por derechos de autor, traducciones y reediciones. Con mucha razón, por cierto, ha podido pensar: ¿Quieren atraso? Bueno, ahí tienen fujimorismo y chavismo para hartarse.
Ya sabemos cuál fue su opción.
La misma de siempre, por lo demás. El compromiso irrestricto con su país y sus convicciones en el que tiene cinco décadas de militancia. En plena conciencia del zarzal donde iba a meterse, comprometió su prestigio y credibilidad, así como el confort de su vida europea, en una operación llena de riesgos, que no le traería sino incordios y calamidades.
Eso tenía que saberlo Vargas Llosa antes de hacer la primera declaración a favor de Humala. Y, sin embargo, se pronunció. Con toda seguridad, las consecuencias estaban calculadas. No sólo fue blanco de insultos proferidos por una canalla convencida de que por arrojar una piedra a un gigante ya se igualan de talla con él; también tuvo que apechar con desfiles de esa misma morralla frente a su casa, amenazas a su hija y un alud de insultos en las redes sociales que no se limitaron a agredir al premio Nobel 2010, sino también a su familia.
Con todo, lo más aberrante ha sido la solicitud, proferida en todos los tonos, desde el grito hasta el susurro, de que se quedara callado. Esa era la corriente que tenía más adeptos, la que le pedía al autor de La ciudad y los perros que viera a su país en una encrucijada de tal dramatismo y escogiera el silencio. O, peor, que se pusiera cínico y dedicara columnas al fútbol (este es el expediente más socorrido de los oportunistas: mirar para otro lado mientras se cometen los crímenes y abusos, y despertar como un resorte cuando suena el pito inaugural de los partidos; entonces se ponen ingeniosos, cáusticos y parlanchines).
Ciertamente, la prudencia es una gran virtud, pero cuando es sinónimo de sensatez y modestia.
No cuando es coartada para poderosos que se reparten los bienes y derechos de los desvalidos.
Drama terrible es cuando una sociedad se divide entre víctimas de atropellos y testigos con mordazas. Quien contempla el sufrimiento de otro sin propender a su alivio o dar voces para que el agravio se detenga es tan culpable como el causante de ese dolor.
En Venezuela vimos 20.000 trabajadores de Petróleos de Venezuela despedidos de su trabajo y despojados de las compensaciones laborales que la Constitución les garantiza. Y cuántos de nosotros empeñamos nuestra palabra en repudiar aquel horror... Vimos a Franklin Brito adelgazando en su camino a la muerte, empujado por Hugo Chávez, Cilia Flores, Juan Carlos Loyo. Dormimos en nuestras casas mientras los policías que trataron de atajarle la mano al homicida de Puente Llaguno viven una larga noche de presidio e injusticia.
Los cobardes y los cómplices son mudos. El maestro Vargas Llosa es académico de la lengua.
Se refería a que los dos candidatos enfilados a la recta final tenían antecedentes que permitían temer lo peor. Keiko Fujimori había sido funcionaria activa del gobierno de su padre, a quien acompañó como primera dama mientras su propia madre era encarcelada y torturada por denunciar los crímenes de Alberto Fujimori, hoy bajo condena de 25 años de prisión por haber encabezado un régimen de terror en cuyo imperio se registraron matanzas de civiles indefensos, esterilizaciones de mujeres indígenas, coacción y chantaje a empresarios, dirigentes y artistas. En suma, violaciones sistemáticas de la ley y las instituciones (incluido un golpe para disolver el Congreso), que la joven Keiko jamás cuestionó.
El otro mal lo representaba Ollanta Humala, también hijo de alguien... específicamente, del ideólogo radical Isaac Humala, abanderado de una tendencia étnico-nacionalista y de extrema izquierda. Ollanta, por su parte, tenía entre sus antecedentes haber encabezado un golpe de Estado sangriento, populista; además, desde luego, de constituir una franquicia del chavismo por estar rezagado en un izquierdismo estridente, mezclado con catecismo cuartelario y toda esa cursilería del autoritarismo carente de formación intelectual.
Frente a semejante oferta, lo más fácil y cómodo para Vargas Llosa, objeto de todos los honores que el mundo puede dispensar, era quedarse impertérrito en su torre de cristal, adonde llegan con embriagadora frecuencia los cheques por derechos de autor, traducciones y reediciones. Con mucha razón, por cierto, ha podido pensar: ¿Quieren atraso? Bueno, ahí tienen fujimorismo y chavismo para hartarse.
Ya sabemos cuál fue su opción.
La misma de siempre, por lo demás. El compromiso irrestricto con su país y sus convicciones en el que tiene cinco décadas de militancia. En plena conciencia del zarzal donde iba a meterse, comprometió su prestigio y credibilidad, así como el confort de su vida europea, en una operación llena de riesgos, que no le traería sino incordios y calamidades.
Eso tenía que saberlo Vargas Llosa antes de hacer la primera declaración a favor de Humala. Y, sin embargo, se pronunció. Con toda seguridad, las consecuencias estaban calculadas. No sólo fue blanco de insultos proferidos por una canalla convencida de que por arrojar una piedra a un gigante ya se igualan de talla con él; también tuvo que apechar con desfiles de esa misma morralla frente a su casa, amenazas a su hija y un alud de insultos en las redes sociales que no se limitaron a agredir al premio Nobel 2010, sino también a su familia.
Con todo, lo más aberrante ha sido la solicitud, proferida en todos los tonos, desde el grito hasta el susurro, de que se quedara callado. Esa era la corriente que tenía más adeptos, la que le pedía al autor de La ciudad y los perros que viera a su país en una encrucijada de tal dramatismo y escogiera el silencio. O, peor, que se pusiera cínico y dedicara columnas al fútbol (este es el expediente más socorrido de los oportunistas: mirar para otro lado mientras se cometen los crímenes y abusos, y despertar como un resorte cuando suena el pito inaugural de los partidos; entonces se ponen ingeniosos, cáusticos y parlanchines).
Ciertamente, la prudencia es una gran virtud, pero cuando es sinónimo de sensatez y modestia.
No cuando es coartada para poderosos que se reparten los bienes y derechos de los desvalidos.
Drama terrible es cuando una sociedad se divide entre víctimas de atropellos y testigos con mordazas. Quien contempla el sufrimiento de otro sin propender a su alivio o dar voces para que el agravio se detenga es tan culpable como el causante de ese dolor.
En Venezuela vimos 20.000 trabajadores de Petróleos de Venezuela despedidos de su trabajo y despojados de las compensaciones laborales que la Constitución les garantiza. Y cuántos de nosotros empeñamos nuestra palabra en repudiar aquel horror... Vimos a Franklin Brito adelgazando en su camino a la muerte, empujado por Hugo Chávez, Cilia Flores, Juan Carlos Loyo. Dormimos en nuestras casas mientras los policías que trataron de atajarle la mano al homicida de Puente Llaguno viven una larga noche de presidio e injusticia.
Los cobardes y los cómplices son mudos. El maestro Vargas Llosa es académico de la lengua.
Para eso, para empuñarla.
(El Nacional/Venezuela)