La noche del domingo 15 de marzo fue, sin duda, la más feliz de la vida de Ramiro Abreu. Sesentón, regordete, de baja estatura, y provisto del par de ojos más azules e intensos que se hayan visto en los anales de la revolución latinoamericana, el encargado de El Salvador para los servicios de inteligencia cubanos esperó durante más de un cuarto de siglo los resultados de esa velada. Desde principios de los años ochenta, Abreu, junto con el legendario Ibrahim, "llevó" los asuntos salvadoreños para el famoso -y para muchos infame- Departamento de América del Partido Comunista Cubano. Ambos impusieron, a sangre y fuego, la unidad de las cinco organizaciones guerrilleras y las dos agrupaciones políticas de entonces para crear el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN). Lo armaron y entrenaron; lo condujeron a la negociación cuando nadie la esperaba; se resistieron, en vano, a la negociación cuando fue posible; y se dedicaron a los negocios de aviación y turismo y la próspera supervivencia cuando no se daba ya un quinto por ellos.
Anteayer, sus ahijados políticos por fin lograron lo que nadie, nunca, en América Latina: llevar al poder, por todo lo alto y por las urnas, a una antigua organización político-militar revolucionaria. El FMLN, después de varios intentos fallidos, por fin ganó las elecciones presidenciales en El Salvador, y cualquiera que sea el desenlace de este proceso, su victoria no tiene parangón en la historia de la izquierda de la región. Los sandinistas nicaragüenses triunfaron en comicios rechazados por todos en 1984; perdieron en 1990, y cuando vencieron por fin en el 2006, no eran ni la sombra de aquella guerrilla victoriosa de 1979. Nadie más ni siquiera se ha acercado a un umbral análogo, y a pesar de todas las suspicacias que el FMLN despierta hoy, menospreciar el carácter histórico de su triunfo se antoja mezquino y reaccionario. Al término de tantas muertes y tantos años de lucha, la hazaña del FMLN debe ser aquilatada como lo que es: una primicia histórica en el devenir de la izquierda latinoamericana.
Pero como nadie sabe para quién trabaja, Ramiro Abreu enfrenta hoy un dilema. Sus ex jefes, Fernando Remírez, del Departamento de América, y Felipe Pérez Roque, en la Cancillería cubana, viven -por el momento- en la ignominia de la purga; mañana pueden volver al poder, o hundirse en el descrédito y/o la desaparición física. Todos concuerdan en los efectos de su desgracia -el fortalecimiento del grupo afín a Raúl Castro-, pero casi nadie se atreve a especular sobre el origen de la última defenestración habanera. Y, por tanto, la victoria farabundista en El Salvador encie
rrasu propia ambigüedad: ¿es la de una izquierda moderna latinoamericana, o la de Abreu, Hugo Chávez -que la financió- y Salvador Sánchez Cerén (nombre de guerra: Leonel, y el flamante vicepresidente del país) que la orquestó? ¿Es la de Pérez Roque, o la de Raúl Castro?
En cuanto a Cuba se refiere, aunque nadie pueda conocer a ciencia cierta el motivo de la eliminación política del viceprimer ministro y zar económico Carlos Lage, de Pérez Roque y de José Luis Rodríguez (el ministro de Finanzas), el mismo Fidel Castro, en el críptico lenguaje beisbolístico de su colaboración editorial de hace un par de semanas, nos proporciona una pista. De acuerdo con una posible interpretación, sin duda especulativa, de su misiva hebdomadaria en el diario Granma, Lage y Pérez Roque fueron descubiertos participando en una conspiración contra Raúl Castro, apoyados por Hugo Chávez, y tendente a echar abajo el intento del hermano menor de Fidel por abrir la economía, la política y las relaciones internacionales de la isla.
Raúl, más sensible o menos talibán que sus ex colegas, habría concluido que las privaciones propias del pueblo cubano se acercaban a un límite, y que ni Venezuela ni China ni Brasil podían reducir. Sólo un rapprochement con Washington era susceptible de mejorar el nivel y la calidad de vida de los cubanos en el corto plazo, y si para ello resultaba preciso realizar una serie de concesiones económicas, políticas e internacionales, ni modo, como se dice en México.
Esta disposición de Raúl Castro, imposible de comprobar hoy, junto con la tesis explicativa en su conjunto, habría provocado el temor de los duros (Chávez, Pérez Roque y Lage, este último no por vocación sino por ubicación), conduciéndolos al complot anti-raulista. Sólo que, como siempre desde 1959, los hermanos Castro detectaron la traición casi antes incluso de que se le ocurriera a los traidores, y actuaron en consecuencia. Lage y Pérez Roque fueron destituidos y obligados a una autoincriminación estalinista clásica; Chávez fue convocado a La Habana para leerle la cartilla: o desistía de sus intrigas y mantenía el apoyo petrolero a Cuba, o los cubanos le retiraban su apoyo de inteligencia y seguridad y lo dejaban en manos del aparato venezolano -el mismo que intentó derrocarlo en abril del 2002-. Huelga decir que el caudillo de Caracas accedió a la "sugerencia" isleña. Todo ello evoca, sin mayores matices, los acontecimientos vinculados a la muerte de Stalin en 1953, y de Mao, en 1976.
Sólo que todo esto, el aparato del FMLN en El Salvador o lo ignora o le resulta indiferente. Hoy, a pesar de la aparente modernidad y moderación de Mauricio Funes -el nuevo presidente-, el poder se halla en manos de Sánchez Cerén y de las fuerzas militantes, castristas y chavistas, del FMLN. Los dirigentes históricos, brillantes y modernos, del viejo FMLN -Facundo Guardado, Joaquín Villalobos, Salvador Samayoa, Ana Guadalupe Martínez, Germán Cienfuegos- lo han abandonado, o han sido abandonados por los duros. Para todos los fines prácticos, la victoria de Funes coloca a su país en la columna de las naciones de extrema izquierda: junto con Cuba, Nicaragua, Ecuador, Bolivia y, por supuesto, Venezuela. La radicalización centroamericana -que incluye las posturas errático demagógicas de Manuel Zelaya en Honduras- se acerca peligrosamente a la frontera mexicana, como si mi país no enfrentara suficientes problemas propios. La cabeza de playa conquistada por Chávez y Ramiro Abreu en El Salvador no puede más que preocupar a México, a Washington y a muchos más.
¿Qué viene entonces? Un futuro sombrío para los conspiradores cubanos -Raúl Castro no puede darse el lujo de permitir su retorno después de la muerte de su hermano- y una radicalización centroamericana frente a la crisis económica y a pesar de las invitaciones de Obama. ¿Quién puede jugar un papel moderador? Sólo dos países poseen la fuerza y las dimensiones para hacerlo: México y Brasil. Pero ésta no es la esfera de influencia brasileña, y México no quiere. En el vacío, prosperará la aventura.
(El País, Madrid. El autor, ex secretario de Relaciones Exteriores de México, es profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Nueva York.)