La crisis plural que se está viviendo en Occidente -financiera, económica, político-social, energética, alimentaria, ambiental- es de enorme gravedad, no nos engañemos; tiene su origen en Norteamérica, como es sabido, y está instalándose con fuerza en Europa. Nuestro mundo, que es indudablemente global, y hemos de felicitarnos porque lo sea, ha dejado de estar condicionado por una única superpotencia hegemónica -Estados Unidos- para volver a ser multilateral, y los llamados países emergentes y ciertos bloques regionales van adquiriendo mayor peso y cuentan cada vez más.
Iberoamérica -o Latinoamérica, como se quiera denominar- forma parte también, como es obvio, de Occidente y siente los reflejos de esta crisis global. Pero está viviendo, al mismo tiempo, una revolución democrática y pacífica, en algunos de sus países más destacados, que se está propagando. Veremos hasta dónde llega. Entretanto, va liberándose de la tutela neocolonial de Estados Unidos. Cuba, por primera vez desde la victoria de Fidel, tiene la oportunidad de ir evolucionando significativamente. Eso, contando con inteligencia y tacto por parte de Occidente.
Los dirigentes iberoamericanos, mestizos, como en Brasil y en Venezuela, o claramente indígenas, como en Bolivia -autóctonos, indios o de procedencia europea o africana-, tienen una visión geoestratégica propia, principalmente para resolver el problema energético, y rechazan, por lo general, las recetas del capitalismo neoliberal, en fase de descrédito y agotamiento. Por otra parte, las desigualdades sociales que aún subsisten en Iberoamérica son tremendas y, eventualmente, explosivas. Por esta razón, buscan en la Unión Europea un aliado natural, que no ha sabido -o podido- corresponderlos con el apoyo necesario que de ella esperaban y deseaban. Si acaso, ha habido un poco más de comprensión, aunque no lo suficiente, por parte de los Estados peninsulares, España y Portugal.
Y esto ¿por qué? Porque Europa, a nivel geoestratégico, sigue estando paralizada. Incapaz de definir un rumbo cierto, con algunos de sus principales dirigentes -Sarkozy, Brown, Berlusconi- pendientes aún, en las esferas militar, político-ideológica y económica incluso, de la indefinición norteamericana.
De ahí la importancia que tiene saber quién ganará las elecciones presidenciales norteamericanas, ahora prácticamente ya clarificadas entre Barack Obama (demócrata) y John McCain (republicano). Cualquiera de ellos cortará el cordón umbilical con la política de Bush, pues hay consenso en considerar que éste ha dirigido un Gobierno de políticas desastrosas para América y para el mundo.
Pero el problema consiste en saber qué clase de cambio será el escogido: ¿cambiará o no el paradigma neoliberal y la economía de casino que de éste se deriva? Espero que Obama lo consiga. Para bien de las tropas americanas que, con él en la Casa Blanca, saldrán de Irak y tal vez de Afganistán. Por estas razones, he sido, desde el primer momento, como mis eventuales lectores saben, un entusiasta partidario del candidato Obama, a quien por lo demás no conozco personalmente.
A Estados Unidos le hace falta un nuevo Roosevelt que sepa inventar un New Deal, con la necesaria adaptación a la luz de nuestra época y de los gravísimos y complejos problemas a los que nos estamos enfrentando. Sobre todo, en lo que atañe a la paz y a los nuevos equilibrios mundiales, al refuerzo y democratización de las Naciones Unidas y sus agencias especializadas, de tan decisiva importancia, a la reglamentación de una globalización que deje de ser depredadora de los más pobres (tanto naciones como personas) y respete las reglas éticas, sociales y ambientales así como los derechos humanos. Todo ello pasa necesariamente por la reestructuración e integración en el sistema de las Naciones Unidas de organizaciones obsoletas y dependientes de los intereses de las grandes multinacionales como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio.
Un afroamericano instalado en el Despacho Oval de la Casa Blanca representa, en sí mismo, una importante revolución a nivel político y cultural. Si tiene el valor de ser fiel a los ideales de los pioneros americanos de un Lincoln, de un Roosevelt o de un Martin Luther King -que han sido sus puntos de referencia-, tanto mejor. Sería un cambio radical -y al mismo tiempo pacífico- que influiría en el mundo, en el mejor sentido, evitando que Occidente entrara en una fase de decadencia, que está al acecho.
Porque el mundo cambia con las ideas y con la voluntad política manifestadas en los centros de decisión y no con recetas económicas o con la subida o bajada de los tipos de interés. Quien tenga un mínimo conocimiento de la historia sabe que es así. Para bien y para mal. George W. Bush es un claro ejemplo de todo esto, en el peor sentido.
Es evidente que, como europeísta confeso, me gustaría que la Unión Europea pudiera anticiparse y fuera preparando el terreno para la gran transformación que se impone. Sería una gran oportunidad, a la altura del originalísimo proyecto político de la Unión Europea. Pero no me quedan muchas esperanzas. Con raras excepciones, considero que los gobernantes europeos no tienen visión del futuro, no perciben todavía el sentido de las crisis que nos afectan, ni saben cómo resolverlas con políticas estructurales, de fondo. No se atreven a innovar. Es una verdadera pena.
La Unión Europea está centrada en sus propios problemas, reacciona ante los estímulos, que le llegan del exterior, y, siempre a la defensiva, no oye -ni comprende- los gritos de revuelta, las protestas y las manifestaciones de descontento que se alzan en las calles de todas las capitales europeas. Desde los agricultores a los pescadores, desde los jóvenes a los inmigrantes, desde los intelectuales a los artistas, desde los universitarios a los sindicalistas, a los ambientalistas y a los que simplemente se preocupan -por todas partes y legítimamente- por el insoportable coste de la vida, a la par que por los sueldos hipermillonarios de administradores y gestores. Cuando no se abordan las reformas que reclaman las sociedades enfurecidas, se siembran tumultos y revoluciones. Mayo del 68, hace 40 años, fue un ejemplo que incluso terminó bien. No con la represión, pues dada la impotencia del Estado fueron obligadas negociaciones y cambios, sino con un avance en el ámbito de la apertura de las mentalidades y de las transformaciones culturales, políticas y sociales. ¡Nada siguió siendo lo que era!
En la península Ibérica los Gobiernos de España y Portugal, ambos mayoritarios y socialistas -y con la oposición de derechas debilitada y dividida-, están a contracorriente respecto a la Unión a la que pertenecen. Tienen ante ellos, de esta forma, una oportunidad única, en busca de un camino nuevo. Confiemos en que sepan aprovecharla.
(Mario Soares es ex-presidente y ex-primer ministro de Portugal; publicado en El País, Madrid)