Siempre me ha fascinado la figura de Álvaro Uribe. Sostengo
esta tesis muy controversial: A veces ciertas estructuras de violencia sólo pueden
ser desmontadas por los que han sido parte de ellos. La experiencia dice que
muchas veces, para superar el mal, no es suficiente la voluntad de los buenos.
En Colombia, el monstruo del paramilitarismo sólo pudo ser desmontado por
Uribe, quien ha sido parte del problema y se volvió parte indispensable de la
solución
Sigo convencido que en El Salvador la violencia política y
la represión solo podían ser desmontadas por los que anteriormente han sido
protagonistas de ella. O por lo menos no sin ellos. Hoy todo el mundo (menos
unos locos) está de acuerdo que la paz necesitaba del protagonismo activo de
los comandantes guerrilleros. Pero cuando el proceso de diálogo comenzó, esta
idea fue tan controversial para muchos como ahora es la idea que los pandilleros
y sus jefes tienen que ser parte de la solución del problema de la violencia
que actualmente vivimos.
Y muchos todavía no quieren reconocer que sin la decisión
firme de Roberto D’Abuisson hubiera sido imposible alcanzar la paz negociada. Pero
viéndolo fríamente, es obvio: el líder de la derecha no sólo tuvo que dar luz
verde (e incluso apoyo) al presidente Cristiani en su política de negociación
con la guerrilla, sino como fundador de los escuadrones de la muerte tuvo que desmontar
los aparatos de represión, para que la
paz funcionara.
Así en Colombia: Sin Álvaro Uribe, cuya familia fue
íntimamente ligada al surgimiento del paramilitarismo, nadie hubiera podido
desmontar las estructuras de los paramilitares y sus vínculos con el Estado.
Lo irónico es que el que menos entiende esta lógica
histórica, es el mismo Uribe. La reciente batalla anticomunista, en la cual el
ex-presidente Uribe perversamente convirtió la campaña electoral contra José
Manuel Santos, demuestra que este hombre tan astuto, que en otras ocasiones ha sabido
responder a la historia, no acepta que la paz en Colombia requiere la inclusión
de las guerrillas de las FARC y del ELN en el sistema político del país.
No solo es cierto que sin una inclusión de la guerrilla a la
vida política, social, productiva y cultural, no habrá paz en Colombia. Es más:
sin un papel protagónico de los jefes guerrilleros será imposible este proceso
de desmovilización de los guerrilleros, su desvinculación del narcotráfico y su
inserción a la vida política y social.
Esto es lo que no quiere aceptar Álvaro Uribe y su
movimiento contra la solución negociada y la plena inserción de la izquierda al
sistema político. Por que esto ha sido el eje central de la campaña electoral
de Iván Zuluaga y de la cruzada anticomunista de Uribe.
Una victoria de Zuluaga y Uribe hubiera significado un veto
contra la plena inclusión de la izquierda al sistema político. Por tanto, un
veto contra la paz. También un veto contra la democracia y el pluralismo.
Es cierto: las FARC de Colombia son el fenómeno más
pervertido de la historia de las insurgencias latinoamericanos. Han perdido, me
imagino por siempre, legitimidad moral y política. Si se incorporan al sistema
democrático, lo harán sin apoyo popular, como minoría marginal. ¿Cuál es el
miedo de incluirlos, entonces?
Pero por otra parte siguen teniendo la capacidad de mantener
a Colombia en estado de guerra, son una realidad, y es claro que sin y contra
ellos, no habrá paz en Colombia. Ni
plena democracia. No porque las FARC sean un factor positivo de la democracia,
por lo contrario. Pero la existencia de las FARC y la guerra misma han
sistemáticamente pervertido al democracia colombiana, han provocado respuestas
represivas de los terratenientes (paramilitarismo) y del mismo estado y sus
fuerzas armadas.
Si luego de cumplir su mandato histórico (debilitar a la
guerrilla y desmontar el paramilitarismo), Uribe se hubiera ido a su casa,
hubiera sido, por siempre, un padre de la patria. Tuvo dos opciones honrosas:
quedarse en casa, retirado de la política, como lo hacen los presidentes
mexicanos una vez terminan su mandato. Y si esto le resultara imposible, sea
por su protagonismo o sea por su genuina preocupación por la manera de como su
sucesor Santos llevaba el proceso de paz con la guerrilla, había la otra
opción: luchar por un camino diferente y más seguro hacia la paz. Si para esto
tenía que volver a meterse en campaña, incluso contra Santos – bien, perfecto,
legítimo. Pero Uribe escogió la tercera opción: una cruzada contra la
negociación. La campaña que hizo Uribe no dibujo otro camino hacia la paz, sino
denunció las negociaciones entre el gobierno y las FARC como pacto político de
Santos con el comunismo. Para esto, Uribe dibujó un mapa político totalmente
distorsionado de Colombia, reduciéndolo a una caricatura: los anticomunistas dirigidos
por Uribe versus una coalición
Santos/Liberales/Izquierda/Farc que crearía en Colombia un régimen
chavista-castrista.
Los que buscan soluciones mediante el diálogo y la inclusión
de los que están fuera de la ley y del sistema político siempre corren el
riesgo de ser acusados de hacer pactos oscuros con fuerzas irregulares. Tanto
Duarte como Cristiani fueron acusados de hacer pactos con terroristas en el
momento que abrieron negociaciones con el FMLN y visualizaron que el sistema se
abriera para que la izquierda se incluyera al sistema político-partidario. Lo mismo
le pasa hoy a Santos. Y lo mismo pasa a quien en El Salvador dice que la única
solución al problema de las pandillas es buscar su inserción a la sociedad. El
miedo a la inclusión, magnificada de esta manera tan absurda como en la campaña
de Uribe (y aquí en la campaña contra la
tregua), supera el miedo a la continuidad de la violencia y la exclusión.