jueves, 26 de junio de 2014

Columna transversal: El peligroso miedo a la inclusión

Siempre me ha fascinado la figura de Álvaro Uribe. Sostengo esta tesis muy controversial: A veces ciertas estructuras de violencia sólo pueden ser desmontadas por los que han sido parte de ellos. La experiencia dice que muchas veces, para superar el mal, no es suficiente la voluntad de los buenos. En Colombia, el monstruo del paramilitarismo sólo pudo ser desmontado por Uribe, quien ha sido parte del problema y se volvió parte indispensable de la solución

Sigo convencido que en El Salvador la violencia política y la represión solo podían ser desmontadas por los que anteriormente han sido protagonistas de ella. O por lo menos no sin ellos. Hoy todo el mundo (menos unos locos) está de acuerdo que la paz necesitaba del protagonismo activo de los comandantes guerrilleros. Pero cuando el proceso de diálogo comenzó, esta idea fue tan controversial para muchos como ahora es la idea que los pandilleros y sus jefes tienen que ser parte de la solución del problema de la violencia que actualmente vivimos.

Y muchos todavía no quieren reconocer que sin la decisión firme de Roberto D’Abuisson hubiera sido imposible alcanzar la paz negociada. Pero viéndolo fríamente, es obvio: el líder de la derecha no sólo tuvo que dar luz verde (e incluso apoyo) al presidente Cristiani en su política de negociación con la guerrilla, sino como fundador de los escuadrones de la muerte tuvo que desmontar los aparatos de represión,  para que la paz funcionara.

Así en Colombia: Sin Álvaro Uribe, cuya familia fue íntimamente ligada al surgimiento del paramilitarismo, nadie hubiera podido desmontar las estructuras de los paramilitares y sus vínculos con el Estado.

Lo irónico es que el que menos entiende esta lógica histórica, es el mismo Uribe. La reciente batalla anticomunista, en la cual el ex-presidente Uribe perversamente convirtió la campaña electoral contra José Manuel Santos, demuestra que este hombre tan astuto, que en otras ocasiones ha sabido responder a la historia, no acepta que la paz en Colombia requiere la inclusión de las guerrillas de las FARC y del ELN en el sistema político del país.

No solo es cierto que sin una inclusión de la guerrilla a la vida política, social, productiva y cultural, no habrá paz en Colombia. Es más: sin un papel protagónico de los jefes guerrilleros será imposible este proceso de desmovilización de los guerrilleros, su desvinculación del narcotráfico y su inserción a la vida política y social.

Esto es lo que no quiere aceptar Álvaro Uribe y su movimiento contra la solución negociada y la plena inserción de la izquierda al sistema político. Por que esto ha sido el eje central de la campaña electoral de Iván Zuluaga y de la cruzada anticomunista de Uribe.

Una victoria de Zuluaga y Uribe hubiera significado un veto contra la plena inclusión de la izquierda al sistema político. Por tanto, un veto contra la paz. También un veto contra la democracia y el pluralismo.

Es cierto: las FARC de Colombia son el fenómeno más pervertido de la historia de las insurgencias latinoamericanos. Han perdido, me imagino por siempre, legitimidad moral y política. Si se incorporan al sistema democrático, lo harán sin apoyo popular, como minoría marginal. ¿Cuál es el miedo de incluirlos, entonces?

Pero por otra parte siguen teniendo la capacidad de mantener a Colombia en estado de guerra, son una realidad, y es claro que sin y contra ellos, no habrá  paz en Colombia. Ni plena democracia. No porque las FARC sean un factor positivo de la democracia, por lo contrario. Pero la existencia de las FARC y la guerra misma han sistemáticamente pervertido al democracia colombiana, han provocado respuestas represivas de los terratenientes (paramilitarismo) y del mismo estado y sus fuerzas armadas.

Si luego de cumplir su mandato histórico (debilitar a la guerrilla y desmontar el paramilitarismo), Uribe se hubiera ido a su casa, hubiera sido, por siempre, un padre de la patria. Tuvo dos opciones honrosas: quedarse en casa, retirado de la política, como lo hacen los presidentes mexicanos una vez terminan su mandato. Y si esto le resultara imposible, sea por su protagonismo o sea por su genuina preocupación por la manera de como su sucesor Santos llevaba el proceso de paz con la guerrilla, había la otra opción: luchar por un camino diferente y más seguro hacia la paz. Si para esto tenía que volver a meterse en campaña, incluso contra Santos – bien, perfecto, legítimo. Pero Uribe escogió la tercera opción: una cruzada contra la negociación. La campaña que hizo Uribe no dibujo otro camino hacia la paz, sino denunció las negociaciones entre el gobierno y las FARC como pacto político de Santos con el comunismo. Para esto, Uribe dibujó un mapa político totalmente distorsionado de Colombia, reduciéndolo a una caricatura: los anticomunistas dirigidos por Uribe versus una coalición Santos/Liberales/Izquierda/Farc que crearía en Colombia un régimen chavista-castrista.

Los que buscan soluciones mediante el diálogo y la inclusión de los que están fuera de la ley y del sistema político siempre corren el riesgo de ser acusados de hacer pactos oscuros con fuerzas irregulares. Tanto Duarte como Cristiani fueron acusados de hacer pactos con terroristas en el momento que abrieron negociaciones con el FMLN y visualizaron que el sistema se abriera para que la izquierda se incluyera al sistema político-partidario. Lo mismo le pasa hoy a Santos. Y lo mismo pasa a quien en El Salvador dice que la única solución al problema de las pandillas es buscar su inserción a la sociedad. El miedo a la inclusión, magnificada de esta manera tan absurda como en la campaña de Uribe (y aquí en la campaña contra la tregua), supera el miedo a la continuidad de la violencia y la exclusión.