Disculpe las infidencias que voy a cometer, y que no te gustarán. Pasaron dos fechas y no estaba seguro si quería escribir sobre ellas: el Día de la Victoria sobre la dictadura nazi, conmemorando la capitulación incondicional de Alemania ante los aliados el 8 de mayo del 1945 – fecha que aquí nadie celebra. Y el Día de la Madre, que todo el mundo celebra, sobre todo los vendedores de flores y otros negocios.
Decidí no comentar nada, porque una fecha
es muy trillada y comentada con demasiada cursilería, y la otra fecha puso fin
a dos eventos muy lejos en el espacio y en el tiempo: una guerra que aquí en El
Salvador apenas se sintió, y un genocidio demasiado abstruso como para
entenderlo. Por esto mejor dejé pasar ambas fechas.
Luego se me ocurrió una manera diferente
de hacerlo: vincular una fecha con la otra. O sea vincular el homenaje a la
madre con el fin de la guerra más devastadora de la historia de la humanidad.
Cuando se acercó el fin de esta guerra,
mi madre estaba con tres preocupaciones: no sabía de la suerte de mi papa que
se encontraba combatiendo cerca del círculo polar en el norte de Finlandia; no
saber de sus tres hijos mayores, pero adolescentes, que fueron reclutados desde
las aulas de sus escuelas para parar el avance de las tropas aliadas sobre
Alemania; y cómo escapar con sus 5 hijos menores, entre ellos yo recién nacido,
del lugar donde vivíamos, en Polonia, ya que las tropas de Ejército Rojo de la
Unión Soviética ya estaban cercando la ciudad de Poznan.
Verena, mi madre, decidió olvidarse de
los dos problemas que no podía resolver, y concentrarse en el tercero que
dependía de ella sola. Empezó un viaje de tres semanas para llegar de Poznan a
Berlin, en trenes que fueron bombardeados, en carros que quedaron sin gasolina,
en carretas jaladas por caballos que murieron de hambre, a pie. Solo para
llegar a la capital y sufrir los bombardeos finales lanzados por los ingleses y
americanos para doblar la última resistencia de las tropas alemanas, provocar a
Hitler que se pegara un tiro y obligar a sus sucesores que capitularan. Lo que
hicieron el 8 de mayo de 1945.
Este día Verena, de 42 años, madre de 8,
había llegado con sus 5 hijos menores a Austria, donde ella y otras esposas de
oficiales alemanes se rindieron ante tropas británicas. Todavía no sabía si mi
padre y sus tres hijos mayores estaban vivos.
Verena pasó el Día de la Madre del 1945,
que nadie celebró en esta situación de caos, trabajando para un campesino
austriaco que le pagaba con pan y verduras.
El siguiente 10 de mayo, ya en el primer
año posguerra, Verena celebró el regreso de sus tres hijos mayores, todos vivos
y sanos. Uno se había desertado antes de que lo mandaran al combate final. El
otro fue mandado a defender la ciudad de Praga, junto a todos sus compañeros de
grado que juntos fueron sometidos a un entrenamiento militar de 3 semanas. El y
otro desertaron en el último momento, todos los demás murieron en Praga a la
edad de 16 años. Y el mayor, cadete de la marina, había pasado los últimos
meses de la guerra en un submarino cuyo capitán logró evadir contacto con
cualquier buque enemigo. Mi papá aun estaba en un campamento de prisioneros de
guerra en Inglaterra, pero Verena ya había recibido cartas de él, donde contaba
cómo dirigió a su compañía en una marcha de cientos de kilómetros atravesando
hielo y nieve, para llegar a Noruega donde se pudieron rendir a los ingleses y
no a los soviéticos. De la otra compañía que había decidido cumplir la orden de
capitulación, quedarse en Finlandia y entregarse a los rusos, nadie jamás
regresó a Alemania.
Fue hasta mayo del 1947 que toda la
familia, al fin reunida, hizo un homenaje a mi madre. A partir de ahí, en mi
familia, siempre celebramos el Día de la Madre, reuniéndonos todos en su casa.
Esta mujer, antes de la historia épica
aquí contada, ya había vivido en su natal Estonia la primera guerra mundial, la
revolución soviética, la expropiación de su familia y la subsiguiente guerra civil.
Se entiende que cuando yo me fui para El Salvador y toda la familia se puso
histérica, ella dijo: Esta guerrita no va a matar a mi niño...
Esta carta es dedicada a Verena von
Kruedener, mi madre. Te amo, Paolo Lüers
(Mas!/EDH)