Basta. Ayer entró a la ciudad de México una columna de ciudadanos que partió de Cuernavaca y llegó al Zócalo para abundar en el deseo general de recobrar la paz en el país. El detonante de esta demostración de apoyo a la iniciativa de un padre dolorido fue el asesinato de su hijo y seis amigos, sin definirse hasta el momento la motivación cierta del crimen a pesar de la captura de supuestos sospechosos. Se justifica la marcha, inevitable imagen de una especie de plebiscito sobre la guerra que el presidente Felipe Calderón declaró y ha mantenido contra el narcotráfico, caldo gordo de la irrefrenable ola criminal que padecemos. Es hora de preguntarse, en un ejercicio de autocrítica, si lo políticamente correcto es también lo periodísticamente cierto. Llega el momento de hacer una pausa para considerar si la coincidencia entre la intención política y la función informativa es razonable.
La Marcha por la Paz, la Justicia y la Dignidad exige al señor Calderón detener la violencia y restablecer la seguridad en el país. Es un anhelo general, elemental y auténtico. Parte de una realidad aritmética: las cifras prueban que la guerra de don Felipe ha fracasado. Pero, ¿por qué y hasta dónde ha fracasado? Evitemos que criticar por sistema nos impida analizar el problema con frialdad y hacer un balance sereno de pérdidas y ganancias.
El ejercicio de la crítica, según lo he manifestado en más de un Bucareli, es esencial al periodismo en esta etapa del desarrollo democrático de México. Los derechos, como nuestras facultades físicas o mentales, deben ejercerse so pena de atrofia y extinción. El periodismo tiene hoy la obligación de actuar como factor de equilibrio, freno y contrapeso de los poderes constitucionales o fácticos. Las pocas voces libres deben hacerse presentes, elevando la crítica a herramienta defensiva de derechos amenazados. Es preferible su abuso a su ausencia.
El error garrafal de don Felipe fue declarar la guerra a un enemigo de cuya fuerza no tenía la menor idea, empleando los pocos recursos a su alcance contra una organización perversa muy superior en todos sentidos. Cuando se dio cuenta de que el salón de la Tesorería no era el campo de batalla, sacó soldados y marinos a las calles y emprendió un combate en serio. Un periódico tan respetado como The Economist publicó el 14 de abril un estudio sobre el asunto. Afirma que “México ha empezado a contestar y su tenaz ofensiva contra las mafias de la droga la ha desplazado a Centroamérica”. Es una señal de que la estrategia empieza a funcionar y agrega: “Guatemala, Honduras y El Salvador están hoy entre los más violentos lugares de la Tierra, más mortíferos que las áreas convencionales de guerra”. La lucha de los mexicanos ha obligado a los traficantes a buscar lugares más seguros y se están yendo al sur. Eso parece ser una explicación a favor de don Felipe, pero la infección de América Central no alivia la nuestra, no la sustituye, sólo la extiende.
El costo para México ha sido altísimo en dinero y vidas y a la lista de bajas se han sumado víctimas de delitos ajenos a la lucha contra el cultivo, comercio y consumo de narcóticos. Resulta irónico que la muerte del joven Sicilia, impulso de la marcha culminada ayer, no sea, según los datos conocidos, producto de la guerra contra las mafias de la droga. En la misma canasta se han puesto venganzas, riñas, secuestros, migración, complicidad, delitos comunes y hasta crímenes pasionales. Véase como se vea, el mayor número de víctimas se debe a las drogas. Y 40 mil son muchos muertos.
Llega el sexenio a su otoño y no se encuentra la receta mágica. A corto plazo las balas son aspirinas. A largo, tan largo que no se le ve el fin, la destrucción de las raíces del mal: la miseria, la desigualdad, la corrupción, el encubrimiento, la ignorancia. Y, capítulo aparte, la impunidad: Pasta de Conchos, guardería infantil del Seguro Social en Sonora, centenares de asesinatos colaterales, abusos de la fuerza, violaciones de derechos humanos. Crímenes sin castigo. Un catálogo de causas es la causa de la gran protesta de ayer, producto dramático de la desesperación, del estar hasta la madre, del desgaste del gobierno.
Viejos y nuevos rencores se ventilaron en el ágora tradicional de los mexicanos.
La marcha fue un eco de gritos de angustia capaces de mover voluntades políticas sensibles a las demandas populares. Las quejas del hambre, hambre de pan y justicia, deben ser escuchadas, atendidas, acatadas. Es en la respuesta a esas voces donde se aprecia el espíritu de los gobernantes. Y su dimensión histórica.
Para bien o para mal.