El pasado diciembre se congregó en Varsovia el Partido Socialista Europeo. Sus conclusiones cuestionan tópicos sobre la socialdemocracia ante una crisis que no es meramente económica: afecta al vínculo democrático entre la ciudadanía y el voto que pone y quita Gobiernos.
Parte de la izquierda parece abonada al pesimismo economicista a lo que pasa, sumiéndose en la ola de antipolítica que amenaza con derruir mucho de lo que la democracia consiguió con el sufragio universal. Lo cierto es que ni la explicación ni la superación de este estadio depresivo podemos esperarla ya de los economistas: el tsunami comenzó siendo financiero; hundió la economía real; se ensañó con Europa, donde produjo un terrible impacto social que ha destruido empleo y minado la confianza en nuestro porvenir... para acabar corroyendo ¡y cómo! el crédito de la política. Este es, en sí, el triunfo de una reacción ultraconservadora, un híbrido de demagogia y miedo, que ahuyenta a cada vez más gente de todo interés por las urnas. De ahí, un crudo debate sobre la resiliencia de la socialdemocracia e incluso, yendo más lejos, un stress test sobre el pulso de la democracia en Europa ante este embate.
Reparemos en las lecciones políticas de una crisis relatada como la del harmagedón y (a pesar de ello) apoteosis de la usura especulativa mundial. La primera: la vulnerabilidad de la política en sí, y la de su reivindicación frente a las recurrencias del desprecio a lo que decidimos en las urnas. Segunda: la pertinaz divergencia entre lo que hoy signifiquen derecha e izquierda en la UE, distinguiendo las respuestas regresivas frente las progresistas, por sus contenidos, objetivos y prioridades ante los daños y perjuicios: de un lado, el atajo fácil de la celebración de la desigualdad frente a los infortunios, y la explotación de la rabia y la frustración en un retorno a lo local y al odio a algún chivo expiatorio. De otro, la penosa labor de preservar la lucidez frente a la tribulación, la invitación a lo difícil, la lucha contra las injusticias planetarias. Y tercera: la que apunta al escalón europeo como espacio compartido y supranacional, alternativa al reflujo hipernacionalista de la derecha populista. Es aquí donde esta muestra su cara más antieuropea; por ello es imperioso que la izquierda rehabilite de una vez su vocación identitaria en valores no excluyentes sino de ciudadanía: europea, europeísta e internacionalista.
Ninguna variable subraya como esta la diferencia ideológica, en principios y actitudes, entre lo que sean hoy derecha e izquierda en la UE, y que muestre al mismo tiempo tanta vigencia para describir su presente y su disyuntiva inmediata. En la página a escribir tenemos, por un primer lado, una pulsión conservadora, renacionalizadora, incapaz de comprender que nuestras penalidades solo pueden empeorar con la deconstrucción de lo hecho y nuestra desagregación en una carrera de Estados lanzados a competir a la baja, desde recelos recíprocos y resentimientos cruzados (los "torpes", los "rezagados", los que "no han hecho sus deberes", culpables de sus fracasos, los "despilfarradores" de fondos de cohesión, frente a supuestos "virtuosos" del superávit exterior). De otro, quienes pensamos que solo prevaleceremos si mancomunamos esfuerzos, aprendemos de nuestros errores, emparejando la moneda común con la coordinación de nuestras políticas económicas, fiscales y presupuestarias; y, sobre todo, apostando por una solidaridad visionaria en la globalización que aporte regulación, transparencia e incluso ética ante sus desequilibrios y enormidades.
No entenderemos lo que esto le supone a las señas de la izquierda si no asumimos por entero el alma internacionalista de nuestra escala europea como la única proporcionada a la eslora de esta crisis. Nada de lo que nos pasa es explicable sin Europa; ninguno de sus alcances es gestionable desde fuera ni al margen de este compromiso. No existe horizonte de recuperación en la UE, castigada en la salida de una recesión que hace tiempo que dejó de ser global, si no asimilamos que estamos juntos en esto y es juntos como debemos salir, remando con mejor propósito y fortaleza que antes. Así es en el Parlamento Europeo donde, contra viento y marea, los socialistas hemos propugnado el debate por la gobernanza global contra la desregulación y la irresponsabilidad; por el relanzamiento del pacto fiscal europeo (tasas bancarias, contra la especulación, y ecológicas, además de la batalla europea contra el fraude y una la estrategia común contra los paraísos) y por la ética corporativa (bonos bancarios e incentivos).
Si a día de hoy son millones los progresistas europeos que desesperan en el bache y en sus episodios, ello es porque se ha asumido que la UE se halla inmersa en una hoja de ruta de orientación conservadora. Para los más impacientes, la austeridad a todo coste, más centrada en gastar menos que en gastar mejor, favorece recortes de prestaciones postergando las obligaciones (eurobonos) con que disuadir los ataques de prestamistas predatorios y financiar inversiones para el ansiado crecimiento. Para desencanto de muchos, bajo un discurso darwinista, la aparente lentitud de cada decisión ignora decenios de enseñanzas, empeños y sacrificios desde la II Guerra Mundial. Y para exasperación de nostálgicos del internacionalismo, la desprotección nacional desmiente, cuando no niega, nuestro distintivo modo de ser europeo -el que nos ha hecho mejores cuando nos ha hecho partícipes de esta genuina experiencia de integración en Derecho- e incluso su razón de ser, reconocida en el mundo por la primacía de un modelo social y un pacto fiscal de rentas y generaciones capaz de traspasar fronteras.
Para la izquierda es pues urgente intervenir políticamente ese derrotero en la UE, convenciendo a muchos ciudadanos expuestos a un desenganche irreversible de que el reequilibrio en las cuentas no es en sí mismo nuestro fin, ni aún menos, el fin de la Historia, sino una palanca desde la que edificar reformas modernizadoras que habrán de preservar el modo de vida europeo, no derogarlo ni arrasarlo. Y eso solo podrá hacerse con una ambición paneuropea para esa socialdemocracia sin la que los cambios pasados no habrían sido posibles y sin la que los futuros no serán imaginables. Pero su reactivación pasa por la acción política, no por su desistimiento; por la movilización electoral europea de cuantos se identifican con valores hoy sometidos a asedio, y por su restauración frente a la antipolítica apología de los mercados y la erosión de los Gobiernos legitimados en las urnas como herramienta de transformación de un mundo que asusta más que entusiasma.
He subrayado a sabiendas el desafío electoral. Es cierto que, frente al nuevo espectro que recorre Europa -el fantasma del populismo-, hemos asistido a una fronda difusa de manifestantes: Islandia, Grecia, Irlanda, Francia, Italia, Reino Unido... España. Pero también que esas revueltas inscritas en el invierno de nuestro descontento no han acertado todavía a perfilar su inspiración positiva y propositiva, moviéndose más bien en clave resistencial y reactiva: por ello no se ha acompañado de una reanimación del voto de ciudadanía y del espacio político -no solo a través del sufragio, pero también, sí, con este-. Esta sobrevendrá solo con la promesa de un cuerpo claro de propuestas reformistas para preservar lo irrenunciable cambiando lo impostergable. Y habrá de ser europea o simplemente no será. Ninguna solución es local. Ni tampoco nacional. A tiempo que dejó de serlo. Sí se nos exige, empero, saber que en cada elección nos jugamos un asalto de una batalla épica contra la arbitrariedad impersonal de arcanos contables sin rostro humano ni responsabilidad. Solo si recobramos el alma internacionalista del progresismo europeo tendremos oportunidades de construir un futuro que no sea el que muchos temen, sino un espejo razonado de los motivos y trabajos de nuestras esperanzas, tantas veces sometidas a pruebas aún más duras que esta.
(El Pais/Madrid; el autor es presidente de la delegación socialista española en el Parlamento Europeo.)