10 de enero 1981. El día que llegué a El Salvador. Hace treinta años. Llegué en un vuelo de Managua, en la mañana. Acompañado de Hernán Vera, cineasta venezolano que luego entró en el mundo de las leyendas de las guerrillas de Morazán como “Maravilla”. Hernán con su equipo de video, cámara y grabadora Umatic. Yo con mi querida Canon A1. Listos para documentar y proyectar la insurreción que este mismo día, a las 5 de la tarde, iba a generalizarse en el país con la “ofensiva final” guerrillera. Nosotros formábamos parte de esta ofensiva, de su parte mediática. Entusiasmados de la idea que esta iba a ser la primera revolución que tendría como parte estratégica, a la par de la militar y la política, un frente mediático. Que no íbamos a ser solo observadores y documentalistas, sino protagonistas.
Nunca durante los acontecimientos dramáticos este enero del 1981 (que merecen ser contados con más espacio) se me cruzó por la cabeza que 30 años después iba continuar viviendo en este país, tener aquí mis raíces, mi familia, mi negocio, mi vida política y periodística.
Retrospectivamente estoy convencido que este día 10 de enero del año 1981 empezó una historia que, cambiando el país El Salvador, también me cambió a mi profundamente y dejó como final casi lógico que yo me quedara. Años después de terminar la guerra, de visita en Alemania, me di cuenta que también este mi país originario había sufrido un cambio profundo, traumático y radical: la revolución pacífica en el este, la caída del muro y del comunismo, la reunificación de los dos estados... Pero como yo no había estado presente, no había vivido este proceso histórico, no me sentí parte del resultado. Ya no era mi país.
En cambio, en los históricos acontecimientos que en estos mismos años habían transformado a El Salvador -la guerra, la paz, la reconciliación, la construcción de la democracia- yo no solamente había estado presente, sino me había convertido en protagonista. Me identificaba profundamente con el resultado: un país por hacer; una democracia por construir; una nación superando su historia de represión y autoritarismo, dispuesta a unificarse y progresar... De repente, este era mi país.
Esto me lleva a la otra fecha histórica de este mes: el 16 de enero de 1992, el día que sellamos la paz. En la derecha y en la izquierda hay quienes asumen el 16 de enero del 1992 como el día que terminamos la fase militar del conflicto para continuar, cada uno por su lado, a imponer su modelo de país. Y hay quienes entendemos el 16 de enero del 1992 como el día que los adversarios nos comprometimos a conjuntamente construir un país nuevo.
Dentro de la izquierda, nunca supimos llevar con sinceridad y profundidad este debate entre estas dos concepciones de la paz. Tampoco en la derecha. Muchas de las deficiencias de nuestra democracia se explican por este vacío. La tan lamentada ausencia de una visión conjunta del país se explica por este vacío. El hecho que en últimos años hemos perdido la capacidad de celebrar juntos el 16 de enero es expresión de este vacío.
El hecho que este gobierno ‘del cambio’, igual que los anteriores, no hizo nada para convertir el 16 de enero en el día de orgullo nacional que debería ser, es muy significativo. Muchos de los integrantes de este gobierno siguen convencidos que en el fondo el proceso de cambio y democratización del país comenzó el 1 de junio del 2009, cuando ellos llegaron al poder; no en 1992. Por esto, son tan vacíos e irreales los términos de ‘unidad’ e ‘inclusión’ que el gobierno usa en su mercadeo político. La hora de unidad e inclusión era a la hora cero del 1 de febrero, cuando en El Salvador entró en vigor el cese al fuego definitivo; cuando en las plazas de San Salvador se abrazaron antiguos adversarios.
Para mi siguen teniendo un gran significado estas fechas del año 1992. Creo que para muchos, tal vez la mayoría de los salvadoreños de la generación de la guerra. Poco lo expresamos, porque el Estado no ha creado ni institucionalizado los espacios para que, como nación, reafirmemos los compromisos adquiridos en 1992.
Aquel día del cese al fuego, en esta gran fiesta en el centro de la ciudad, me pareció imposible vivir en otro país que este.
(El Diario de Hoy)