Algunos piensan que hay reelecciones buenas y reelecciones malas en América Latina, dependiendo del color del cristal ideológico con que se mire. Que lo que hace el ganso no tiene nada que ver con lo que hace la gansa. Me parece un error.
De acuerdo con la tradición agitada del continente, toda reelección ha dejado siempre un rastro negativo de violencia y desconcierto, quizás porque la voluntad arbitraria sigue oponiéndose tercamente al ideal en nuestra historia, y lo que se consuman son siempre los hechos aciagos. Pero el ideal suele volver por sus fueros, y nunca de manera pacífica ni ordenada. Es una especie de cadena perpetua, que va repitiendo sus eslabones, como si nunca se aprendiera de las lecciones de la realidad.
Es lo mismo con los golpes de estado. No hay golpes buenos y golpes malos. No hay asalto militar a los palacios presidenciales que merezca aplausos, ni nobleza alguna en sacar de su cama a un presidente. Porque cuando los sables se alzan contra la democracia, cualesquiera que sean las circunstancias, las instituciones sufren heridas graves que cuesta mucho sanar, no importan los deméritos de los presidentes derrocados.
Estamos, por desgracia, en una etapa de nuestra historia en la que los cambios constitucionales, que pretextan reformar las estructuras políticas para volverlas más abiertas, pasando de la democracia representativa a la participativa, llevan consigo necesariamente la prolongación de la estancia en el poder de los mismos presidentes que promueven esas reformas, una prolongación que se vuelve indefinida. Es como decirles a los pueblos que la pretendida modernidad constitucional lleva siempre al cuello la rueda de molino de la tiranía. Porque no hay prolongación de poder a largo plazo que no termine sacrificando la libertad.
¿Por qué no puede haber proyectos políticos que representen cambios justos de fondo, apertura de las estructuras institucionales, ampliación de los espacios de participación ciudadana, y que al mismo tiempo aseguren la alternancia en el poder?
La presencia indefinida del caudillo corrompe las aguas de la democracia, cualquiera que sea el contexto ideológico en que se dé la prolongación del mandato presidencial forzado por medio de reformas constitucionales. Es la ambición mesiánica de poder la que hace al caudillo buscar como quedarse a toda costa, sea de izquierda o de derecha, crea en el populismo benefactor o en el orden público y la seguridad nacional, sea en una situación de paz o de guerra. Es su idea obsesiva de que sin su presencia en la presidencia el proyecto que él representa se verá frustrado, porque nadie más tendrá la habilidad, o las agallas, para llevarlo adelante.
Es lo que he pensado ahora que se plantea, en apariencia ya de manera irreversible, la reelección por segunda vez del presidente Álvaro Uribe, fin para el cual se está moviendo toda la maquinaria institucional de Colombia. Un triple mandato que no se repite desde los tiempos del presidente conservador Rafael Núñez, quien pudo concentrar en sus manos todo el poder posible en los finales del siglo XIX.
Electo por primera vez en 2002, el presidente Uribe hizo pasar ya a la Constitución Política de Colombia por una reforma que le permitió la primera reelección, y ahora lleva adelante otra, mediante el complejo proceso de dictámenes de la Corte Constitucional y de la Corte Suprema de Justicia, y votaciones en ambas cámaras del poder legislativo, para hacer posible un tercer mandato. Todo el poder del estado ha sido puesto al servicio de esta causa, un esfuerzo que merecería mejores motivos.
Y sucede entonces lo inevitable. Que comienzan a alzarse rumores de corrupción, de compra de votos entre los diputados y senadores, de violencia en contra de la libre voluntad de quienes están llamados por la ley a decidir. El dirigente del Partido Liberal, adverso a Uribe, Rafael Pardo, aspirante él mismo a la presidencia, ha denunciado que se están invirtiendo más de cien millones de dólares en la compra de votos legislativos para allanar el camino a la reelección.
En este contexto, las reformas terminan siendo legales pero no llegan a ser legítimas, por mucho que se amparen en el respaldo popular. Porque nadie duda de que el plebiscito que se necesita para sancionar las reformas sería ganado ampliamente por el presidente Uribe, quien tiene un apoyo cercano al 70% en las encuestas de opinión; y que lo mismo ganaría las elecciones presidenciales de 2010, seguramente en la primera vuelta.
Pero es allí donde reside precisamente la calidad del estadista, en saber rechazar las tentaciones del poder en la cumbre del poder mismo, y en la plenitud de la popularidad, como ocurre con el presidente Ignacio Lula da Silva del Brasil, que no tendría, sin duda, ningún problema para perseguir su tercer periodo, con más respaldo de los electores que el propio Uribe. Ya ha dicho que no, sin embargo, con gran sabiduría.
Frente a las necesidades éticas de América Latina, y en tiempos en que lo que se requiere son ejemplos de recta conducta en la política, ¿qué diferencia separa entonces al presidente Chávez del presidente Uribe, si ambos buscan quedarse en el poder a toda costa?
Si la reelección es mala para el ganso, tiene que serlo también para la gansa.
(El País, Madrid. El autor es escritor y ex-vicepresidente de Nicaragua)