En política, cuando hay errores en la gestión de la información casi siempre hay un trasfondo de inadecuada, inexistente o ignorada estrategia de comunicación pública y política. Una información de calidad sobre los asuntos y servicios públicos es un síntoma de buen gobierno, sí, y también de buena política.
Algunos responsables políticos, excesivamente confiados, quizás puedan convivir con la ausencia de una política de comunicación eficaz. Pero tiene sus costes en forma de "errores de información" y también previsibles resultados negativos en la opinión pública, y hasta puede tenerlos en los procesos electorales. Felipe González, en el mitin final que los socialistas catalanes organizaron en la campaña de las generales de 2008, dijo, sin acritud, refiriéndose a la obra de gobierno de la primera legislatura de José Luis Rodríguez Zapatero: "Lo habéis hecho bien, pero no lo habéis explicado bien". La frase sonó a reprimenda de la experiencia. Lo cierto es que el PSC consiguió entonces los mejores resultados de su historia con 25 diputados y Carme Chacón de cabeza de cartel. Pero las advertencias razonadas tienen la virtud de anticiparse en el tiempo, aunque no sean una alerta inminente. Ignorarlas puede ser temerario.
Hacer política sin comunicación es el atajo más directo al desastre. Pero lo que es inexcusable, y un derecho ciudadano, es el rigor, la sobriedad y la ejecución eficiente de la información de la gestión pública. Algunos políticos parece que puedan prescindir (si la soberbia los nubla y la vanidad los ensordece) de la comunicación. Pero los ciudadanos no podemos estar sin información pública. Éstos son algunos de los errores más frecuentes:
Improvisación. Peter Drucker, el mayor experto contemporáneo en liderazgo, afirmaba: ¡Ojo con el carisma! Es cierto que algunos políticos tienen facilidad de palabra, gran empatía y dotes naturales para la comunicación. Pero, a veces, la importancia de los temas y la responsabilidad pública exige seguir un guión antes que dejarse llevar por la intuición. Si, además, ésta no está garantizada, mejor seguir la senda del rigor y de la prudencia.
Leer lo escrito no garantiza el éxito. Pero incorpora más control y más equipo. La mayoría de los guiones, notas o argumentarios que utilizan nuestros líderes están hechos por equipos de competencias plurales que han pensado (o contrastado) antes de escribir. Seguir el guión no es un demérito cuando lo exige la responsabilidad pública. Y los ciudadanos lo agradecen. Y cuando el guión simplemente no existe o se improvisa, se cometen errores. Por ejemplo, la medida anunciada, matizada, rectificada y finalmente ampliada de la ayuda económica de 420 euros a los parados que han dejado de cobrar el subsidio es un ejemplo caótico de comunicación que ha llevado al mismo ministro de Trabajo a reconocer públicamente sus improvisaciones.
Precipitación. Es la consecuencia lógica -y letal- de la falta de planificación. Se confunde celeridad con eficacia, aceleración con rapidez. El resultado es que las acciones precipitadas, desconectadas y aisladas, inician procesos que no están maduros orga-nizativamente. La precipitación desborda los recursos logísticos y técnicos por falta de capacidad de respuesta adecuada a la nueva demanda estimulada. Y el desencuentro entre el servicio público y la ciudadanía se lleva por delante la paciencia, primero, y la credibilidad, después. La precipitación comunicativa puede provocar problemas adicionales al introducir nuevas variables de interpretación y desdibujar una buena idea o un compromiso público como, por ejemplo, el de la retirada de las tropas de Kosovo. Aunque este caso nada tiene que ver con otras precipitaciones que pueden rozar la responsabilidad penal y causan un daño adicional, como vimos desgraciadamente en la gestión posterior al dramático accidente del Yak-42. A veces la prisa se lleva por delante protocolos, leyes y normas que son doblemente exigibles a los responsables políticos.
Confusión. Una promesa política no es lo mismo que una información pública. La ciudadanía tiene derecho a que sus gobernantes no confundan deseos con realidades, intenciones con acciones. Los gobernantes están obligados a ser extraordinariamente transparentes. Sus palabras, por la responsabilidad que ostentan (no hablan casi nunca "a título individual"), tienen un efecto amplificado en la sociedad a través de los medios de comunicación.
Lo sabe bien el ministro de Fomento cuando ha explorado, en voz alta, los posibles cambios en la política fiscal del Gobierno. Las palabras cuando son ambiguas o confusas pueden tener consecuencias económicas y sociales no deseadas de gran trascendencia. La confusión es la munición del caos porque deja espacio a las interpretaciones múltiples, se pierde la iniciativa y se abre la puerta a la especulación, que no es lo mismo que la opinión razonada y argumentada. Los globos sonda casi siempre explotan en la cara del que sopla.
Imprecisión. Las imprecisiones alimentan la arbitrariedad interpretativa o a las casuísticas no contempladas. La claridad es una exigencia de la buena gestión y de la buena política. Stéphane Dion, político canadiense que destacó por la manera en que había defendido sus posiciones políticas en favor del federalismo canadiense frente a los independentistas quebequenses, impulsó "la política de la claridad". El mérito estuvo en no abordar las diferencias desde posiciones ideológicas, sino desde las consecuencias que en la vida real de las personas tendrían la aplicación de determinados postulados. Claridad en los costes y en las repercusiones de las decisiones políticas. Ahí está la clave.
Y también en el lenguaje. La prestigiosa revista The Economist, en su libro de estilo, recomienda: "La claridad en la escritura refleja la claridad del pensamiento. Piensa lo que quieras decir y entonces dilo tan simple como sea posible".
Descoordinación. La información pública no depende sólo de los medios de comunicación. La praxis en la ejecución es tan determinante como las ideas o las iniciativas. Detrás de cada decreto, reglamento, orden o instrucción hay muchos organismos, instituciones y administraciones implicadas. Y en ellas funcionarios, técnicos y proveedores que en su función de servidores públicos son insustituibles para una información de calidad. Los recursos humanos asociados a la información se convierten en clave para el éxito, así como la coordinación institucional.
Ignorar estos principios es un craso error. Las decisiones en la vida pública se materializan en personas que atienden a ciudadanos a través de teléfonos, mostradores o servicios de e-Administración, entre otros. Sin ellas, y sin su escucha activa sobre cómo orientar o ejecutar la praxis pública, no hay políticas de información con garantías. Y la publicidad, con su eficacia limitada, no puede soportar todo el peso de las políticas de información.
El Gobierno español parece que haya tenido este verano una insolación informativa. Demasiada exposición sin protección. Ahora el presidente Zapatero, consciente de que la frontera entre la desconfianza, el ridículo y la falta de respeto se cruza con facilidad, parece que ha decidido cambiar el paso. La seriedad informativa y la coordinación comunicativa sólo pueden obtenerse con mejor dirección política, y parece que los vicepresidentes van a jugar un papel más proactivo. El Gobierno tiene también algunos sólidos y eficaces puntales comunicativos como los responsables de Interior o Sanidad. El tiempo de los conejos en la chistera ya pasó. No hay nada más triste que un mago al que se le ven todos los trucos con el auditorio en silencio, atrapado por la incomodidad. Se impone una reacción. El orden será importante: políticas claras, informaciones precisas, comunicación convincente, coordinación eficaz y gestión ejemplar.
(El País, Madrid)