La enésima crisis en las relaciones entre Venezuela y Colombia culminó el 29 de agosto como las anteriores: sin ninguna resolución, con Álvaro Uribe fortalecido en su país pero aislado en el ámbito regional, y con Hugo Chávez volando hacia algún destino extraño de Oriente Próximo con la satisfacción de haber atraído los reflectores y la frustración de no haber logrado nada. Pero a diferencia de otros, esta vez el enfrentamiento televisado, verbal y en ocasiones casi físico, de Chávez y Uribe en la reunión cumbre de Unasur, celebrada en Bariloche, no será fácilmente olvidado ni perdonado. Porque en esta ocasión, había realmente algo de por medio, y el resto de América del Sur se sintió verdaderamente concernida.
El asunto es relativamente sencillo. Estados Unidos, a través de la DEA, su agencia antidroga, contaba hasta este año con una base aérea en el pueblo de Manta, en la costa ecuatoriana, desde la cual intentaba interceptar vuelos y embarcaciones procedentes de las zonas andinas del continente y destinadas por el narcotráfico a Centroamérica, México y Estados Unidos. El presidente de Ecuador, Rafael Correa, distinguido integrante del llamado ALBA (grupo compuesto por Cuba, Venezuela, Nicaragua, Honduras, Bolivia y Ecuador), amigo y aliado de Chávez, prometió cerrar la base cuando se venciera el acuerdo que le dio vida, en 2009. Cumplió su promesa, pensando tal vez que Washington no tendría más remedio que resignarse y marcharse de la región.
Pero "el imperio", como le dice Chávez, no llegó a serlo por actuar de esa manera. Ni tardos ni perezosos, los norteamericanos se buscaron un nuevo anfitrión que les permitiera replicar, en versión mejorada, su presencia andina. Y lo encontraron en Uribe y Colombia, donde ya existen siete bases militares y aéreas bien acondicionadas, así como un destacamento militar y contractual estadounidense (con un techo de 1.400 integrantes, fijado por el Congreso de Washington). Sólo faltaba juntar ambas realidades: para ello se negoció el acuerdo entre las dos capitales que prevé el acceso del personal americano ya presente a las bases existentes. No serán bases de Estados Unidos; seguirán bajo control colombiano, pero ahora la DEA, la CIA, y el Comando Sur dispondrán de acceso a ellas. Si alguien pensaba que con la llegada de Obama a la Casa Blanca los intereses de Washington en la región se modificarían, desconocía la historia de la región. Y si alguien se imaginaba que el antiamericanismo de Chávez (él lo denominaría "antiimperialismo") se desvanecería sólo porque un demócrata progresista de origen afroamericano ocupa el Despacho Oval, estaba soñando.
La única solidaridad subcontinental para con Colombia ha provenido de Perú; hasta el apoyomexicano, más alejado, ha sido tibio, en el mejor de los casos; a Brasil, en particular, le incomoda la cercanía militar norteamericana, aunque no la rusa o venezolana.
¿Por qué entonces aceptó Bogotá un acuerdo de esta naturaleza si sabía de antemano que provocaría la furia del caudillo de Caracas y la inquietud de casi todos los suramericanos? Por una sencilla razón: a pesar de su inmensa popularidad interna, Uribe se siente y se encuentra aislado y amenazado en la región, y no tuvo más alternativa que abrazar al único aliado que le queda.
A su oriente, Uribe se ve amenazado por Chávez, a través de sus compras masivas de armas, de su creciente y rara relación con Teherán, de su apoyo militar, financiero, logístico y propagandístico a las FARC, y de sus incansables ofensivas retóricas. No tiene mucho sentido hacerse ilusiones sobre la ubicación del corazón de Hugo Chávez. Detestaba a Bush, le repugna Uribe, desprecia a Juan Manuel Santos, pero nada de eso resulta decisivo: lo crucial consiste en su profunda simpatía por las FARC y la supuesta causa revolucionaria en Colombia. Mientras las FARC no triunfen en Colombia (algo que no parece ni remotamente factible), y Chávez siga en el poder, nada ni nadie lo hará cambiar de sentimientos. El problema no son Bush, Obama, Uribe, Santos o la "rancia oligarquía colombiana"; el problema son Chávez y las FARC.
Pero Uribe no sólo se enfrenta a la amenaza desde Venezuela; el caso de Ecuador es análogo, en la medida en que Correa y sus simpatizantes, sin emprender una carrera armamentista comparable a la de Chávez, guardan las mismas simpatías por las FARC, evidenciadas por el campamento de Raúl Reyes, destruido el año pasado por el Ejército colombiano, y por las relaciones entre la narco-guerrilla y la campaña presidencial de Correa de 2006.
Y por supuesto, Uribe padece un frente interno, a saber, precisamente el de las FARC, en plena desbandada, pero con un posible as bajo la manga: el acceso, vía Chávez, a misiles tierra-aire, que eliminarían la supremacía del Ejército en los cielos colombianos, clave de los triunfos contra-insurgentes. Ante peligros de esta magnitud, y frente a los interminables ataques retóricos y diplomáticos de Chávez, ¿qué querían los suramericanos (principalmente Brasil, Chile, Uruguay y Argentina) que Uribe hiciera? ¿Hacer la vista gorda, poner una vez más la otra mejilla, rendirse de plano?
En realidad, ni Obama ni Uribe cuentan con muchas opciones. Estados Unidos, en todo caso desde 2002, ha puesto la otra mejilla con Chávez, y este último no ha cesado un instante de perseverar en su agenda. Nadie en América Latina ha querido llenar el vacío que en teoría podría dejar Washington. Existe, sin embargo, una alternativa, remota, pero posible, que tal vez le permitiría a Bogotá y a Estados Unidos romper el aislamiento actual.
Empieza con mantener, por supuesto, la postura estadounidense de no agresión militar o encubierta a Venezuela, y sigue con la no reelección de Uribe en Colombia, algo que sin duda le traería más popularidad interna a Uribe, pero mayor soledad regional. Pero consiste, sobre todo, en una ofensiva diplomática en otra arena.
Se trataría de mostrar cómo Venezuela -y los demás países del ALBA- han generado una amenaza para la paz y la seguridad en la región, a través de varias acciones y medidas. Éstas incluyen la compra masiva de armas a Rusia, el apoyo al programa nuclear iraní (con posibles violaciones a las sanciones financieras impuestas por el Consejo de Seguridad), el apoyo reiterado a movimientos en otros países que buscan derrocar (Colombia, Honduras) o derrotar (Perú, El Salvador), o presionar (México, Chile) a Gobiernos en funciones, y la falta de respeto a los derechos humanos, y en particular a las libertades públicas y las garantías individuales.
Todo ello, y otras actividades, han contribuido a generar tensiones en el área que imposibilitan una convivencia pacífica y ordenada, factible y deseable a pesar de las diferencias ideológicas entre diversos regímenes. Por ello, de manera discreta pero firme y organizada, Colombia y Estados Unidos solicitan un comportamiento responsable y serio a la comunidad internacional, sobre todo a la Unión Europea y a los miembros permanentes del Consejo de Seguridad, que deje de considerar como meras excentricidades los excesos de todo tipo de Chávez, y que le manifiesten una clara preocupación ante su conducta.
¿Serviría de algo? Quizá no, pero tampoco se pierde mucho, y sobre todo, se da un paso hacia la ruptura de la secuencia ya conocida: exabrupto del ALBA, respuesta de Washington y/o Bogotá, reacción furibunda y altisonante de Chávez, crisis diplomática y ruptura de relaciones, reculada de todos para volver a empezar meses después. Detener esa espiral mediante una escalada diplomática, esta vez iniciada por los adversarios de Chávez y del ALBA, obligando a cada quien a asumir sus responsabilidades, no es la peor idea que pueda surgir de la última pantomima de Bariloche.
(El Pais, Madrid; Castañeda fue canciller del presidente mexicano, Vicente Fox.)