Eso me gritó un lector, en mayúsculas y con signos de admiración, a través de un correo electrónico. Estaba molesto porque hace dos domingos, en esta misma página, escribí que no vivíamos bajo una dictadura. Fueron varios los mensajes que llegaron cuestionando esa misma frase. También hubo lectores que escribieron correspondencias menos amables. Uno me acusó de ser un infiltrado del Gobierno, otro se preguntó si las ideas de izquierda habían fermentado mi cabeza, alguno más se acordó de mi madre. Desde entonces, he gastado bastante tiempo con la dichosa palabra debajo de la lengua. Por más que lo intento, no me convenzo. Sigo pensando y escribiendo lo mismo: no estamos en una dictadura.
La simplicidad ayuda a la causa del Gobierno. Viven distribuyendo estereotipos, confunden la ideología con los eslóganes, creen que la frase "patria, socialismo o muerte" es un salto de conciencia. Por suerte para todos, lo que ocurre en Venezuela es mucho más complejo.
Tiene diferencias evidentes con aquellas realidades que, dentro de la tradición suramericana, conocemos como dictaduras.
Cuba es un ejemplo demasiado cercano.
Pienso incluso que es un error de estrategia apelar al referente de las dictaduras típicas del continente para denunciar lo que ocurre hoy en el país. Para cualquier venezolano, favorecido genuninamente por algún plan del Gobierno, escuchar hablar de "dictadura" es absurdo. Tal vez tan sólo refuerza la simpleza que vende el Gobierno a cada rato: que cualquiera que se le oponga es un golpista desquiciado, un loco incapaz de ver la realidad.
Las cosas por su nombre: porque así como esto no es una dictadura, tampoco es una democracia. Por lo menos, no lo es en los parámetros clásicos del término. Basta con ver cómo el Gobierno, tras su derrota en el referéndum constitucional de 2007, se ha dedicado a imponerle a la sociedad, a través de diversos mecanismos legales, sin piedad y sin pudor, la misma reforma que fue rechazada en las urnas. Hasta ahí llegó la voluntad popular. Las elecciones fueron un festival glamoroso... mientras duró el rating. Después, el país se llenó de afiches que decían "Por ahora". En estos años, en Venezuela, hemos vivido un golpe disimulado, una nueva realidad que también necesita pronunciarse de otra forma.
Porque tampoco estamos en una "nueva" democracia, regida por paradigmas distintos, revolucionarios. Después de las feroces críticas a la democracia burguesa y representativa, resulta desconcertante observar cómo el poder censura y reprime la participación, igual o peor que en los tiempos de la Cuarta República. Ante las agresiones a los periodistas de la Cadena Capriles, la Fiscal General pide que las víctimas renuncien a sus derechos, los acusa de haberse convertido en ciudadanos políticos, los conmina a prohibirse ¿Es esta la tan pregonada democracia participativa y bolivariana? Las cosas por su nombre: tampoco creo que sea posible definir que el proceso que vivimos sea realmente de izquierda, socialista, revolucionario. Lo que el Presidente llama socialismo se parece demasiado al viejo sueño que cultiva la sociedad petrolera venezolana.
Chávez más allá incluso de lo que diga y repita siempre está invocando la utopía del consumo capitalista.
Su vínculo de conexión con la gente gira alrededor del dinero, de lo que él puede dar, donar, otorgar, comerciar... igual publicita teléfonos, ofrece carros para todos o promete que cada pupitre escolar tendrá una minicomputadora. Es un hechicero que todo el día nos recuerda que somos millonarios. Y cualquiera que lo vea, entiende entonces que es cierto, que es posible, que todos podemos vivir tan rico y sabroso como él. El socialismo del siglo XXI es, en el fondo, una circunstancia. No un sistema.
Tenemos el idioma volteado. Me niego a aceptar que, ahora, reprimir militarmente una manifestación civil sea algo loable, progresista y bolivariano. Eso debería ser inadmisible aquí, en Estados Unidos, en Rusia o en Nigeria. Todo es tan absurdo y paradójico. La Asamblea Nacional legisla, intentando controlar la violencia que contagian los videos juegos, con la misma facilidad con la que manifiesta su apoyo oficial, golpeando en alto sus puños y celebrando cada vez que el Presidente habla de "pulverizar" al adversario.
Todas nuestras palabras están revueltas. Cuando el domingo pasado vi al Presidente a caballo, en una suerte de show heroico, en plan de emular a Ezequiel Zamora, pensé que, tal vez, si Zamora viviera sería un furibundo opositor a un gobierno que acapara y centraliza el poder. Las cosas por su nombre. Desde el fondo de la historia, de pronto vi y escuché al General de Hombres Libres, cantando: "¡Boligarcas temblad! ¡Viva la libertad!"
La simplicidad ayuda a la causa del Gobierno. Viven distribuyendo estereotipos, confunden la ideología con los eslóganes, creen que la frase "patria, socialismo o muerte" es un salto de conciencia. Por suerte para todos, lo que ocurre en Venezuela es mucho más complejo.
Tiene diferencias evidentes con aquellas realidades que, dentro de la tradición suramericana, conocemos como dictaduras.
Cuba es un ejemplo demasiado cercano.
Pienso incluso que es un error de estrategia apelar al referente de las dictaduras típicas del continente para denunciar lo que ocurre hoy en el país. Para cualquier venezolano, favorecido genuninamente por algún plan del Gobierno, escuchar hablar de "dictadura" es absurdo. Tal vez tan sólo refuerza la simpleza que vende el Gobierno a cada rato: que cualquiera que se le oponga es un golpista desquiciado, un loco incapaz de ver la realidad.
Las cosas por su nombre: porque así como esto no es una dictadura, tampoco es una democracia. Por lo menos, no lo es en los parámetros clásicos del término. Basta con ver cómo el Gobierno, tras su derrota en el referéndum constitucional de 2007, se ha dedicado a imponerle a la sociedad, a través de diversos mecanismos legales, sin piedad y sin pudor, la misma reforma que fue rechazada en las urnas. Hasta ahí llegó la voluntad popular. Las elecciones fueron un festival glamoroso... mientras duró el rating. Después, el país se llenó de afiches que decían "Por ahora". En estos años, en Venezuela, hemos vivido un golpe disimulado, una nueva realidad que también necesita pronunciarse de otra forma.
Porque tampoco estamos en una "nueva" democracia, regida por paradigmas distintos, revolucionarios. Después de las feroces críticas a la democracia burguesa y representativa, resulta desconcertante observar cómo el poder censura y reprime la participación, igual o peor que en los tiempos de la Cuarta República. Ante las agresiones a los periodistas de la Cadena Capriles, la Fiscal General pide que las víctimas renuncien a sus derechos, los acusa de haberse convertido en ciudadanos políticos, los conmina a prohibirse ¿Es esta la tan pregonada democracia participativa y bolivariana? Las cosas por su nombre: tampoco creo que sea posible definir que el proceso que vivimos sea realmente de izquierda, socialista, revolucionario. Lo que el Presidente llama socialismo se parece demasiado al viejo sueño que cultiva la sociedad petrolera venezolana.
Chávez más allá incluso de lo que diga y repita siempre está invocando la utopía del consumo capitalista.
Su vínculo de conexión con la gente gira alrededor del dinero, de lo que él puede dar, donar, otorgar, comerciar... igual publicita teléfonos, ofrece carros para todos o promete que cada pupitre escolar tendrá una minicomputadora. Es un hechicero que todo el día nos recuerda que somos millonarios. Y cualquiera que lo vea, entiende entonces que es cierto, que es posible, que todos podemos vivir tan rico y sabroso como él. El socialismo del siglo XXI es, en el fondo, una circunstancia. No un sistema.
Tenemos el idioma volteado. Me niego a aceptar que, ahora, reprimir militarmente una manifestación civil sea algo loable, progresista y bolivariano. Eso debería ser inadmisible aquí, en Estados Unidos, en Rusia o en Nigeria. Todo es tan absurdo y paradójico. La Asamblea Nacional legisla, intentando controlar la violencia que contagian los videos juegos, con la misma facilidad con la que manifiesta su apoyo oficial, golpeando en alto sus puños y celebrando cada vez que el Presidente habla de "pulverizar" al adversario.
Todas nuestras palabras están revueltas. Cuando el domingo pasado vi al Presidente a caballo, en una suerte de show heroico, en plan de emular a Ezequiel Zamora, pensé que, tal vez, si Zamora viviera sería un furibundo opositor a un gobierno que acapara y centraliza el poder. Las cosas por su nombre. Desde el fondo de la historia, de pronto vi y escuché al General de Hombres Libres, cantando: "¡Boligarcas temblad! ¡Viva la libertad!"
(El Nacional, Caracas)