La muerte violenta de un periodista en el ejercicio de su profesión siempre es un golpe al gremio, a la profesión, a la libertad de expresión. Así como estamos en el país, cualquier asesinato más nos duele. Pero el de Cristian Poveda nos asusta aún más. Porque más allá de cegar una vida, este asesinato ciega una voz que insistía en enfrentar y debatir el fenómeno de la violencia. Este es el impacto demoledor del asesinato de Poveda.
Nunca estuve muy de acuerdo con la manera como Cristian Poveda enfocó el tema de la violencia y de las pandillas. Pero él fue uno de los pocos que nos obligó a no seguir evadiendo el tema.
No sé quienes mataron a Cristian Poveda. Pero tomando en cuenta el lugar donde murió y el trabajo que Poveda estaba haciendo durante años con la 18 en esta zona, todos pensamos lo mismo: mordieron la mano que Poveda les entendió.
Poveda pensaba -y promovía activamente su idea- que el gobierno debería buscar una tregua, una negociación, un acuerdo de paz con las maras. En todo el recorrido que en el país y en el mundo hizo con su película ‘La Vida Loca’, Poveda planteó que con esta obra y su difusión quería ‘rescatar el rostro humano’ de los pandilleros. Lo triste, lo horrible, lo demoledor es que parece que los pandilleros le mostraron su rostro inhumano. La manera más lógica de entender la muerte de Poveda es: Los pandilleros no quieren paz.
La idea de un ‘segundo acuerdo de paz’, esta vez con las maras, que Poveda planteó incluso directamente al entonces presidente electo Mauricio Funes, no sólo causó rechazo entre los que pensamos que hay que enfrentar la violencia juvenil y las pandillas criminales de otra manera, sin darles un estatus de parte beligerante – igualmente, o incluso más, causó rechazo en las filas de la pandillas.
La única vez que discutí con Cristian Poveda fue este tema – y divergimos diametralmente. Critiqué como irresponsable, oportunista y peligrosa su propuesta de una tregua y negociación. (Mantengo esta crítica, sobre todo viendo ciertas tendencias en el equipo de Seguridad y Justicia del nuevo gobierno.) Le dije incluso algo que inmediatamente después hubiera querido poder retirar, porque me parecía injusto hacer asunciones tan personales. Le dije que con el proyecto ‘La Vida Loca’ estaba cayendo en una doble trampa: la trampa de culpabilidad frente a unos jóvenes que “fueron rechazados desde que nacieron, y quienes, entonces, rechazan totalmente nuestro sistema” de valores. Y la trampa de jugar con la estética del mal.
Sobre todo el segundo argumento hubiera querido retirar, porque era injusto en el caso de Poveda. No haber tenido la oportunidad -porque después de lo dicho ya nunca hablamos- me va a pesar siempre cuando piense en Cristian.
La muerte de este colega es trágica. Es un golpe a todos sus colegas. Acuérdense que los que describimos y, sobre todo, los que fotografiamos la guerra somos un gremio muy particular donde, para mi, poco pesan las divergencias políticas que indudablemente tuve con Cristian.
Lo de Cristian Poveda es la tragedia de un hombre que vio tanta violencia que se le impone el impulso de querer pararla. Y son los mismo pandilleros, los seres cuyo rostro humano quería mostrar y a quiénes él quería incluir en una paz social, que lo ejecutan a la orilla de una calle polvosa.
Para mi, su muerte es trágica por otra razón. Los fotógrafos de la guerra, cada uno en su misión, hemos tragado juntos el polvo de estas calles en todo el país tratando de hacer nuestro trabajo, evadiendo la muerte en emboscadas, bombazos, fuegos cruzados. Ahora, en tiempos de paz, los periodistas deberíamos morir de infartos, de sobrepeso, de exceso de trago – de toda babosada, menos de balas. Siento algo terrible: como que con la muerte absurda de Poveda en tiempos de ‘paz’ pierde sentido la muerte de reporteros como mi hermano John Hoagland, quien murió en fuego cruzado en la Calle Nueva a Suchitoto el 16 de marzo de 1984, que siempre hemos asumido como parte del costo de la paz y de la democracia en El Salvador.
Sé que no es así. Ninguna muerte violenta tiene sentido. Pero la de Cristian Poveda, un poco menos.
(El Diario de Hoy, Observador)
Nunca estuve muy de acuerdo con la manera como Cristian Poveda enfocó el tema de la violencia y de las pandillas. Pero él fue uno de los pocos que nos obligó a no seguir evadiendo el tema.
No sé quienes mataron a Cristian Poveda. Pero tomando en cuenta el lugar donde murió y el trabajo que Poveda estaba haciendo durante años con la 18 en esta zona, todos pensamos lo mismo: mordieron la mano que Poveda les entendió.
Poveda pensaba -y promovía activamente su idea- que el gobierno debería buscar una tregua, una negociación, un acuerdo de paz con las maras. En todo el recorrido que en el país y en el mundo hizo con su película ‘La Vida Loca’, Poveda planteó que con esta obra y su difusión quería ‘rescatar el rostro humano’ de los pandilleros. Lo triste, lo horrible, lo demoledor es que parece que los pandilleros le mostraron su rostro inhumano. La manera más lógica de entender la muerte de Poveda es: Los pandilleros no quieren paz.
La idea de un ‘segundo acuerdo de paz’, esta vez con las maras, que Poveda planteó incluso directamente al entonces presidente electo Mauricio Funes, no sólo causó rechazo entre los que pensamos que hay que enfrentar la violencia juvenil y las pandillas criminales de otra manera, sin darles un estatus de parte beligerante – igualmente, o incluso más, causó rechazo en las filas de la pandillas.
La única vez que discutí con Cristian Poveda fue este tema – y divergimos diametralmente. Critiqué como irresponsable, oportunista y peligrosa su propuesta de una tregua y negociación. (Mantengo esta crítica, sobre todo viendo ciertas tendencias en el equipo de Seguridad y Justicia del nuevo gobierno.) Le dije incluso algo que inmediatamente después hubiera querido poder retirar, porque me parecía injusto hacer asunciones tan personales. Le dije que con el proyecto ‘La Vida Loca’ estaba cayendo en una doble trampa: la trampa de culpabilidad frente a unos jóvenes que “fueron rechazados desde que nacieron, y quienes, entonces, rechazan totalmente nuestro sistema” de valores. Y la trampa de jugar con la estética del mal.
Sobre todo el segundo argumento hubiera querido retirar, porque era injusto en el caso de Poveda. No haber tenido la oportunidad -porque después de lo dicho ya nunca hablamos- me va a pesar siempre cuando piense en Cristian.
La muerte de este colega es trágica. Es un golpe a todos sus colegas. Acuérdense que los que describimos y, sobre todo, los que fotografiamos la guerra somos un gremio muy particular donde, para mi, poco pesan las divergencias políticas que indudablemente tuve con Cristian.
Lo de Cristian Poveda es la tragedia de un hombre que vio tanta violencia que se le impone el impulso de querer pararla. Y son los mismo pandilleros, los seres cuyo rostro humano quería mostrar y a quiénes él quería incluir en una paz social, que lo ejecutan a la orilla de una calle polvosa.
Para mi, su muerte es trágica por otra razón. Los fotógrafos de la guerra, cada uno en su misión, hemos tragado juntos el polvo de estas calles en todo el país tratando de hacer nuestro trabajo, evadiendo la muerte en emboscadas, bombazos, fuegos cruzados. Ahora, en tiempos de paz, los periodistas deberíamos morir de infartos, de sobrepeso, de exceso de trago – de toda babosada, menos de balas. Siento algo terrible: como que con la muerte absurda de Poveda en tiempos de ‘paz’ pierde sentido la muerte de reporteros como mi hermano John Hoagland, quien murió en fuego cruzado en la Calle Nueva a Suchitoto el 16 de marzo de 1984, que siempre hemos asumido como parte del costo de la paz y de la democracia en El Salvador.
Sé que no es así. Ninguna muerte violenta tiene sentido. Pero la de Cristian Poveda, un poco menos.
(El Diario de Hoy, Observador)