Hace unos días, Paul Krugman manifestó que la pertenencia de España al euro había acentuado la crisis y dificultaba nuestra salida de la misma. El núcleo argumental de estas y otras críticas se puede resumir como sigue. El euro impuso a España una política monetaria excesivamente expansiva. En consecuencia, la inflación en nuestro país ha superado año tras año la media de la eurozona haciéndonos perder competitividad y configurando tipos de interés reales negativos que han alentado el endeudamiento y alimentado la burbuja inmobiliaria. Además, la economía no puede contar con el estímulo de la devaluación para recuperar la competitividad perdida y propulsar la salida de la crisis. Así pues, la mejora de la competitividad ha de realizarse reduciendo el avance de los costes laborales unitarios por debajo del de los otros países, ajuste que entraña fuertes reducciones de los niveles de renta y empleo.
Los costes que se imputan al euro sólo serían tales en la medida que fueran mayores que los existentes bajo el patrón alternativo que se postula: la persistencia de la peseta como moneda independiente. Los críticos del euro olvidan que un tipo de cambio variable puede tanto depreciarse como apreciarse. Además, dan por sentado que una economía relativamente pequeña y muy abierta, como la española, puede llevar a cabo una política monetaria independiente de la que estén instrumentando sus principales socios comerciales. Esto es, presuponen que si España no hubiera entrado en el euro podría haber subido sus tipos de interés al tiempo que los principales países europeos los bajaban y hubiera evitado así el diferencial de inflación e impedido la acumulación de pérdidas de competitividad y volúmenes de endeudamiento como los registrados en los últimos 10 años. También consideran que una devaluación del tipo de cambio nominal ejerce siempre efectos positivos sobre los niveles de producción y empleo.
Tenemos lo más parecido a un experimento controlado para evaluar los límites y consecuencias de aplicar una política monetaria independiente en España: lo sucedido entre 1985 y 1992. En aquel periodo, el Banco de España elevó intensamente los tipos de interés, hasta situarlos casi dos veces por encima de los vigentes en los países centrales de Europa, a pesar de lo cual nuestra inflación media anual casi dobló la media europea. La pérdida de competitividad fue superior a la ocasionada por los amplios diferenciales de inflación debido a la apreciación registrada por el tipo de cambio nominal de la peseta. Así, en un periodo que duró la mitad de lo que lleva de vida el euro, la pérdida de competitividad fue más del doble de la sufrida dentro de la moneda única, siendo más de una tercera parte de dicha pérdida atribuible a la apreciación deltipo de cambio nominal de la peseta. Por otra parte, las sucesivas devaluaciones de la peseta no impidieron que el ajuste de la economía se realizara mediante pérdidas voluminosas de producción y empleo, alcanzando la tasa de paro niveles cercanos al 25% en la primera mitad de 1994.
No hace falta mucha imaginación analítica para visualizar lo que habría ocurrido si con los mercados de capitales y la globalización más potentes aún en lo que llevamos de siglo que en aquellos años nuestro país hubiera seguido con la peseta. Cualquier diferencial de tipos de interés no sólo habría inducido una apreciación del tipo de cambio nominal o diferenciales de inflación aún más intensos que entonces, sino que habría llevado a nuestros bancos a endeudarse fuertemente en divisas con bajos tipos de interés para satisfacer la demanda de financiación barata por parte de familias y empresas. Es difícil saber si en estas circunstancias la burbuja inmobiliaria hubiera sido mucho menor. Ciertamente no lo ha sido en países que tenían una política monetaria independiente, como el Reino Unido, Islandia, Hungría o Rumania. Lo que se puede afirmar con certeza es que en todo caso habría habido un exceso de endeudamiento y que la eventual devaluación de la peseta habría sido muy dañina para las familias y empresas endeudadas y, especialmente, para nuestro sistema financiero.
Es verdad que, llegada la crisis, podríamos contar con la devaluación del tipo de cambio nominal, pero cuando el sector privado o público de un país está fuertemente endeudado en divisas dicha devaluación tiene efectos contractivos. Por eso, el Banco de España, como están haciendo los bancos centrales de muchos países del este de Europa, se habría visto obligado a mantener tipos de interés muy elevados a fin de evitar el desplome del tipo de cambio y del sector financiero.
Las consideraciones anteriores sirven para refutar un mito firmemente arraigado en el subconsciente colectivo de nuestro país: la idea de que las devaluaciones de la peseta han sido el resorte fundamental para recuperar la competitividad perdida y suavizar las crisis económicas del pasado. El verdadero mecanismo de ajuste de la competitividad en el pasado, como en el presente, han sido las brutales pérdidas de empleo necesarias para reducir los costes laborales unitarios en presencia de la extraordinaria viscosidad nominal y real de nuestra estructura salarial. Ciertamente, las devaluaciones del tipo de cambio nominal en el pasado tuvieron efectos positivos, pero rápidamente evanescentes y además contrarrestados por la necesidad de mantener tipos de interés relativamente elevados como consecuencia de las expectativas de elevada inflación a largo plazo que anidan en un país propenso a devaluar de tiempo en tiempo su moneda. Las devaluaciones de la peseta de los noventa tuvieron efectos más duraderos que otras precisamente porque la entrada en el euro ancló las expectativas de inflación muy por debajo de las que existían antes y de las que hubieran existido si nuestro país se hubiera quedado fuera de la moneda única.
En resumen, dentro o fuera de un área monetaria, cuando un país tiene un mercado de trabajo tan inauditamente distorsionado como el nuestro está condenado a realizar cualquier ganancia duradera de competitividad a costa de ajustes de producción y empleo. Estos ajustes son menores dentro que fuera del euro por dos razones. En primer lugar, porque en el euro las pérdidas de competitividad son de menor entidad ya que el tipo de cambio nominal frente al grueso de nuestros socios comerciales no se puede apreciar durante la fase expansiva y el diferencial de precios acumulado es inferior por el anclaje de las expectativas de inflación a largo plazo. En segundo lugar, porque los tipos de interés son significativamente menores cuando se elimina la propensión a las devaluaciones recurrentes.
Comparado con estos beneficios, los costes de perder la posibilidad de una devaluación, que en el mejor de los casos tendría efectos efímeros y rápidamente contraproducentes, son irrisorios. Krugman terminaba sus admoniciones sobre España comparando la situación de nuestro país con la de California y Florida, señalando la ineluctable necesidad en unas y otras economías de sufrir dolorosos ajustes de producción y empleo. Es curioso, sin embargo, que no postulara para esos dos Estados norteamericanos lo que predicaba para España: que hubieran estado mejor si en lugar de adoptar el dólar hubieran tenido una moneda propia susceptible de devaluarse frente a la del resto de Estados del país.
(El País, Madrid)