(desde Grossenbrode en el Mar Báltico)
Viajando en Europa, me encuentro con algunas revelaciones sorprendentes, pero confortantes para nosotros que vivimos en América Latina. Por ejemplo que la figura de nuestro Hugo Chávez se queda pálida a la par del cavaliere Silvio Berlusconi. Más exótico, más de opereta, más sinvergüenza que el actual primer ministro italiano no puede ser ningún presidente latinoamericano. Gobierna a puros decretos. Acaba de pasar una ley que le da inmunidad, aunque sea condenado en los numerables juicios que tiene pendiente por corrupción, soborno de testigos, etc. Lo más probable es que un tribunal lo condene a 8 años de cárcel. Y lo seguro es que le vale y seguirá gobernando Italia y conferenciando con los presidentes de las potencias mundiales. El periódico italiano Corriere della Serra, fuera de sospecha de ser un órgano de la izquierda, describe a la Italia de Berlusconi como “un país en camino a convertirse en sultanado, donde el poder ya no emana del pueblo, sino del gobernante.” ¿Ya a nosotros nos da pena Hugo Chávez, nos da miedo la dinastía Kirchner y nos da rabia la pareja Rosario-Daniel?
Otra de las revelaciones europeas que me dan mucho alivio es que en un país tan rico como Alemania los profesionales que manejan BMW, Saab o Mercedes Benz y tienen apartamentos o casas de vacación en la Toscana o en la Costa Brava, comparten la misma angustia social con sus homólogos salvadoreños. Si aquí en Alemania hablan aun más de ‘la crisis’ que en San Salvador, el descontento, el pesimismo y el resentimiento a lo mejor son elementos de la condición humana y no síntomas de una crisis económica real. Podemos seguir durmiendo tranquilos...
Vine a Europa, donde todos mis amigos tienen años de cultivar conciencia ecológica, con cierto miedo: ¿Podré contarles que recién me compré un pick-up de seis cilindros, y que además este vehículo me encanta, y que nuestro segundo carro en la casa no es uno de estos huevitos que casi caminan sin gasolina, sino una camioneta 4x4? Sentí este miedo porque todas las revistas europeas --incluyendo las de automovilismo que antes eran el único reducto donde no penetraba el ‘political correctness’-- te sermonean que este tipo de carros ruinan el medio ambiente y que había que evitar que todos los chinos y hindúes y guanacos del mundo se compren este tipo de carros, porque esto acabaría con el planeta. Cuando llegué a Hamburgo, una metrópolis de 3 millones de habitantes, y vi los miles de carritos tipo Smart, Mini, Vokswagen Lupo y Fiat 50, me quedé definitivamente ahuevado. Para compensar mis pecados en casa y para evitar que alguien me meta en discusiones sobre mi debilidad con carros grandes, me conseguí, para mis viajes en Alemania, un diminuto Kia Picanto.
Pero, ¡qué sorpresa me esperaba en las carreteras, en las famosas autopistas alemanas! Sólo vi a sobrepasarme carrazos grandes, caros y gastones, a velocidades inalcanzables para mi leal pero humilde Picanto. En dos horas de autopista no vi ningún Smart. Lógico, estos carros políticamente correctos son para la ciudad y para la conciencia tranquila. Son el segundo o tercer carro de la familia. Para viajar, el alemán saca del garaje su BMW, su Audi o su Mercedes. Y en el balneario de clase media baja en el Mar Báltico, todo el mundo me miró con lástima bajándome de un Picanto en los parqueos repletos de carros que cuestan lo triple de mi pick-up Frontier y gastan lo doble de gasolina. ¡Y yo teniendo miedo por mis pecados automovilísticos! Si encontrara una camiseta que diga: “Manejo un monster truck. ¡?Y qué?!”, me la compraría y me la pusiera orgullosamente. No la voy a encontrar. Sería políticamente incorrecto...
El otro miedo que traje conmigo ya lo estoy perdiendo. Casi. El miedo de que mis amigos alemanes se den cuenta que ya no soy del Frente. De los pocos alemanes que saben donde en el planeta se encuentra El Salvador, la mayoría me dice: “¡Que bueno que al final ustedes van a ganar, después de tantos sacrificios!” Si ya tengo un carro bueno y un negocio floreciente, y si además publico mis columnas en un periódico de derecha como el Diario de Hoy, ¿para qué voy a tener miedo a confesar que no soy partidario ni del socialismo del siglo 21, ni del sandinismo de Ortega, ni del FMLN de la posguerra, ni de Mauricio Funes? Bueno, tal vez porque esta confesión provoca la pregunta: “Y ahora, ¿cuál es tu proyecto?”, a la que tengo que contestar que quiero ver tomar forma y fuerza en América Latina una idea tan aburrida y poco erótica que la socialdemocracia. Y en este punto mis amigos llegan a la conclusión que este hombre que mandaron a hacer la revolución en América Latina se quedó demasiado tiempo en el trópico. “Sos una ruina tropical”, me dijo un muy querido amigo y compañero de muchas batallas en los 60...
A lo mejor tiene razón. ¿!Y qué!?