No debías estar ahí, sino jugando con tierra en tu tierra...
Cristian Villalta, editor de El Gráfico |
Pero tu padre quería un parque en que corrieras, quería para ti una casa que fuera tu casa, una escuela bonita, un cielo para dibujar tu sonrisa. Y no lo creyó posible en el país en que naciste.
Un país no es sino un pedazo de tierra con tope por los cuatro lados; curiosamente, puedes cruzar esos topes, esas líneas, esas fronteras; y sin embargo, el país no se va de ti. No hablo de la nostalgia; hablo del peso de tu país.
Eso pasa porque además de ser tierra, un país también es el montón de gente que lo puebla. Idealmente, gente con muchas cosas en común. ¿Los mismos problemas? Quizá. ¿Las mismas necesidades? No siempre. ¿Las mismas posibilidades? Difícilmente. Pero se supone que a esas personas las une el orgullo de unos colores, el dolor de una historia, el compromiso de que en esa franja del mundo la dignidad sea posible. Si eso fuese mucho pedir, entonces debería conectarlas en el más íntimo de los niveles: la vergüenza ante las injusticias, el bochorno ante la miseria repetida tantas veces o el visible saldo de la desigualdad de tantos años. Pero a veces ni eso siquiera.
Tales cosas pasan cuando los responsables de cuidarnos, los que pidieron y prometieron hacerlo, le dan la espalda a sus obligaciones y se entregan a satisfacer sus propios apetitos; tristemente, no son estómagos que se sacien con comida ni con vanidad.
¿Te imaginas lo que le ocurre a las personas si nadie siembra en sus vidas más que migajas año tras año, década tras década? Quedan perdidas a su suerte, convencidas de que hay un orden que conspira contra sus aspiraciones, que las trivializa, que las desdeña por un pecado de origen: naciste sin tener. Para miles de esas personas el listado de lo posible es cortito y el de lo prohibido es enorme; no se trata de las cosas que nunca podrás comprarte, sino de la realización que nunca gozarás, de los sueños de los que debes privar a tus hijos. Es como vivir en un país que no es el tuyo, en el que todo es hostil, en el que no entiendes nada porque esa lengua no es tu lengua. Pero es tu país. Vivir así es como vivir extranjero en tu propio país.
Y ahí nace el peso que te digo, es el peso de la nacionalidad. No es el peso de tu desesperación, mucho menos el de tus ansiedades y nunca el de tus sueños; es el peso de lo que tus hermanos no hicieron por ti.
Ese fue el peso que tu padre sintió a lo largo del camino. No era el tuyo, jamás. Tú fuiste sus alas hasta que entraron al río.
No culpes al río. El que se llevó el amor que ibas a prodigar no fue el río. El que se llevó tus abrazos, tus besos, tus caricias no fue el río. El que le dijo no a lo que le ofrecerías a la vida no fue el río. El que antes de que nacieras sentenció que el mundo sería para ti un solar yermo y ajeno no fue el río. Y tampoco culpes a tu padre, cariño. Ese hombre, un hombre niño, huérfano de esperanza como tú, soñó por ti y murió contigo como todos deberíamos, si fuésemos honorables.
Desde entonces, sentada sobre una nube, aún abrazada a tu papá, le preguntas qué pasó. Lo que pasó, Valeria, se llama El Salvador.