Estimados amigos:
No me lo van a creer: fue hasta el domingo pasado que al fin fui a conocer el parque Bicentenario.
De
repente sentí la imperiosa necesidad de ver algo verde, respirar aire
de bosque. Pero también una horrible hueva de pasar horas en el carro
para llegar a los mejores lugares verdes del país: los cafetales de la
Ruta de las Flores o de la Cordillera del Bálsamo, las montañas de
Chalate o Morazán…
Ante este dilema entre hueva y ganas de salir, de repente dijimos: ¿Y si vamos al Espino?
Llegamos
en 10 minutos. Había parqueo de sobra. Y caminando otros cinco minutos,
estuvimos inmersos en el bosque: bambú, los árboles de sombra, el
cafetal. Siempre cuando pasaba por la Jerusalén, vi cantidades de gente
caminando por unas pistas de cemento, pegadas al tráfico y ruido de la
autopista -y es por esto que nunca me animé a parquearme y entrar al
Bicentenario.
Ahora me di cuenta que no es un parque, es un
bosque. Con veredas de tierra, con barrancos, con árboles caídos, con
este tufo inconfundible de los bosques, donde siempre algo se pudre para
que otra cosa crezca. ¡Qué regalo para los capitalinos de tener en
medio del caos urbano un parque que no es jardín, sino bosque, donde uno
puede caminar 2 horas sin ver mucha gente! ¡Y qué desperdicio que yo
dejé pasar, como muchos capitalinos, años sin hacer uso de este lujo!
Lo
que más me gusta es que los que diseñaron este parque construyeron muy
poco dentro del bosque. Nada de caminos encementados en el interior. Un
par de bancas y mesas para que la gente pueda hacer su picnic. Un par de
mapas para que la gente no se pierda. Unos pocos áreas con juegos para
niños. ¿Para qué hacer más, cuando el gran campo de aventura para los
bichos es el bosque, no los columpios?
Lo que sí tendría sentido
construir, siempre de la manera rústica como está hecho todo en este
parque, son unos cuántos kioscos, donde uno se puede sentar en la sombra
de los árboles para comer un pastel, tomar café, fresco o -¿por qué
no?- unas cervecitas. Luego de la caminata por el bosque yo me estuve
muriendo por una cerveza helada, y tuve que ir hasta el Paseo El Carmen
para encontrar adónde tomármela al aire libre. No estoy hablando de
instalar chupaderos en el parque, sino de un decente jardín cervecero
para los caminantes, que a la vez sea sorbetería y pastelería para las
familias… Yo me haría adicto al bosque del Espino…
Otra cosa que
me llamó la atención: Nadie ha hecho nada para incorporar al parque a
los viejos habitantes de la finca. No sé si las alcaldía involucradas lo
han intentado o no, pero es un hecho que de repente uno se encuentra
con unos asentamientos muy precarios; me imagino que son los mismos que
hace poco querían desalojar a la fuerza y que se salvaron, por ahora,
con un amparo de la Sala. Deberían hacerles casitas sencillas pero
dignas en medio del bosque, emplearlos como guardabosques y permitirles
dar servicios a los usuarios del parque.
Amigos capitalinos que
viven en San Salvador, Mejicanos, Santa Tecla, Merliot: tenemos un
paraíso a la vuelta de su casa. Usémoslo y exijamos a las alcaldías que
lo cuiden, pero sin joderlo; que lo desarrollen y amplíen, pero sin
quitarle su carácter de bosque.
¡Nos vemos en El Espino!
martes, 15 de diciembre de 2015
Carta a los capitalinos: ¡Qué regalo este parque!
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