domingo, 14 de marzo de 2010

La naturaleza del pecado

En algún momento de mi vida quise ser sacerdote. Todavía no sé claramente por qué, pero ninguna vocación es pura y, ahora, supongo que un manojo de razones pudieron llevarme a las puertas del seminario. Ejemplos: era un renacuajo de 18 años y quería salvar al mundo. O también: no tenía ni idea de quién era yo ni de lo que era el mundo. Más: había sido educado en la fe católica, quería irme de mi muy católica casa, en fin... Esa es una de las ventajas de ser joven: lo inexplicable tiene muchos permisos. Equivocarse puede ser una virtud.

Así fue como entré al seminario de los jesuitas. Un mes antes de cumplir los dos años, fecha en que debía hacer los votos, me salí. Estaba furiosamente enamorado de una María que, en muy pocos meses, había derrumbado las ofertas de esa civilización que es la Compañía de Jesús. Recuerdo todavía una broma con la que los pichones de curas solíamos ablandar dudas mayores. Siempre remedábamos la fórmula del compromiso de los votos recitando "pobreza, obediencia y brabrebrá". La última palabra iba siempre apurada, en voz baja. Era un tropiezo incomprensible de consonantes. La última palabra era, o al menos debía ser, "castidad".

Pero todo hay que decirlo: nunca fui tan deseado, cortejado y abordado por las mujeres como en esos años. Corrían los tiempos de la Teología de la Liberación, éramos unos jóvenes de izquierda, andábamos con el pelo largo, en sandalias, en bluyines y franela, pateando el barrio donde vivíamos, organizando comunidades.

Pero éramos, sobre todo, prohibidos. No había una sola muchacha que no quisiera, aunque fuera como juego, tentar o provocar a alguno de los que estaban estudiando para ser curitas. La castidad, ciertamente, era un trabalenguas, un infierno impronunciable.

Con los años y con la vida me fui convirtiendo en un hombre sin dios y sin iglesias. Mi mejor religión es la casualidad. Tengo más fe en mis amigos que en los santos. Es probable que una de las cosas que más me haya alejado del catolicismo sea justamente su relación con el deseo, con el placer, con el cuerpo. Han pregonado tantas veces a un dios castigador, que anda de fisgón, persiguiendo el goce ajeno. Se han dedicado, en demasiadas ocasiones, a promover y a distribuir la culpa. A veces, sólo permanece la sensación de que ­incluso en sus ritos­ hay más tortura interior que alegría. Como muchos, en algún momento, se me cayó la brújula y me reconocí más terrenal y pagano.

Ahora me resulta totalmente absurdo que el lugar donde no hay cuerpo sea un paraíso.

Pero el tema religioso todavía me sigue interesando mucho. Quizás es una forma de mantenerme en diálogo con el pasado. Decía Heinrich Boll, excelente escritor y ferviente católico, que lo único malo de los ateos es que, con demasiada frecuencia, quieren hablar de dios y de la iglesia.

Pienso y escribo todo esto después de leer las declaraciones del padre Federico Lombardi, vocero del Vaticano. Ante la avalancha de denuncias por casos de sacerdotes pederastas, el reverendo Lombardi trata de enfrentar los cuestionamientos diciendo que: "Toda persona objetiva y bien informada sabe que el tema es más amplio y que concentrar las acusaciones sólo en la Iglesia saca a las cosas de perspectiva". Es sorprendente cómo quienes, desde los altares de la moralidad, han pretendido controlar y administrar hasta la vida privada del prójimo, sean de pronto tan benévolos, tan prudentes, tan flexibles, cuando se trata de enjuiciar su propia intimidad. Es más rentable vivir de la debilidad ajena.

Por si fuera poco, celebra y elogia, Lombardi, esta semana y desde el Vaticano, la respuesta "rápida" y "determinada" de la Iglesia ante las denuncias de abusos sexuales contra niños o adolescentes cometidos por sacerdotes.

Estas palabras podrían pasar como una retórica más de cualquier representante de un Estado corrupto si no fuera porque tratan de enfrentar por lo menos 500 denuncias de abusos que han empezado ahora a surgir en Alemania, Irlanda, Austria y Holanda.

Algunos de los casos señalados ocurrieron hace 40 o 50 años. Eso, tal vez, es lo más brutal de todo el proceso: el silencio cómplice, la omisión. La velocidad que tanto aplaude Lombardi, en realidad, quizás sea un delito.

Las pruebas de la fe suelen ser muy exigentes. Ahora resulta que la naturaleza del pecado también puede ser discrecional: ¿qué es peor para un adolescente? ¿Usar preservativos o ceder ante las ansias sexuales del padre espiritual de su colegio? ¿Qué hay que hacer, hoy en día, para no perder el cielo?

(El Nacional/Venezuela)