En octubre de 1977 preparábamos la primera de las ofensivas guerrilleras para derrocar a Somoza y creíamos que Carlos Andrés Pérez, Presidente de Venezuela, era clave en aquellos planes. Pero no sabíamos cómo llegar a él, hasta que se nos ocurrió que la mejor puerta de entrada al Palacio de Miraflores era Gabriel García Márquez, y me fui a buscarlo a Bogotá.
Jamás antes nos habíamos visto. Le conté todo el plan, sin omitir los mil doscientos hombres sobre las armas que asaltarían las fortalezas de Somoza y que en verdad no existían sino en un redujo número, y él me escuchó sin perder palabra. Luego tomó el teléfono y preguntó a qué horas salía un avión hacia Caracas.
El resultado de su entrevista con Carlos Andrés colmó nuestras esperanzas. Apenas liberáramos la primera ciudad, Venezuela reconocería al gobierno revolucionario. Cuando poco después me tocó tratarlo, me di cuenta de que era un conspirador de agallas, dispuesto a correr los riesgos que nacen de un buen complot, y a dejarse seducir por sus atractivos. Quizás una de las cosas que más lo perjudicó en la vida, siendo un político bien curtido, fue precisamente su entusiasmo y su generosidad para ayudar a otros a ganar causas con futuro, o de antemano perdidas, sin llevar cuentas.
Desde entonces nos hicimos amigos, le visité muchas veces en el despacho presidencial de Miraflores, y no hay duda de que sin su respaldo no hubiera sido posible botar a Somoza. Fue un respaldo generoso, sin condiciones, y cuando vino el triunfo de la revolución, ese respaldo fue siempre generoso, pero crítico. Su preocupación por Nicaragua siempre fue angustiosa, ya la revolución disuelta en humo, y lo siguió siendo hasta su muerte. En abril de este año, cuando lo visité la última vez en su exilio de Miami, las palabras con que me saludó fueron precisamente las de siempre: “¿Cómo está Nicaragua?” Y Nicaragua estaba ya entonces, por desgracia, bajo los rigores de un nuevo autoritarismo, el autoritarismo del siglo veintiuno encarnado en Daniel Ortega.
Cuando lo juzgaron y derrocaron bajo múltiples acusaciones de malversación de dineros públicos y prevaricato, entre esas acusaciones faltó que de los fondos secretos que como presidente manejaba, nos entregó, por más de un año, hasta el fin de su mandato, cien mil dólares mensuales para la causa de la revolución. Lo digo ahora que ya está muerto, porque ya no pueden sumar ese delito libertario suyo a la causa todavía abierta contra él en Venezuela para pedir su extradición, en la que insistió el gobierno de Chávez hasta el último momento.
Su apoyo político y material fue esencial para que Somoza cayera y la revolución triunfara. Yo, al menos, nunca dejé de agradecérselo, y aún en medio de su desgracia, cuando tenía la casa por cárcel, y no pocos le daban la espalda, lo visité en Caracas, hablamos siempre de Nicaragua, preocupado por Nicaragua aunque tenía otras cosas graves de qué preocuparse, acosado por quienes pedían su cabeza.
Ahora aquí en Nicaragua, el silencio oficial sobre su muerte ha sido un espeso manto. Claro, los vínculos de Ortega con Chávez imponen el silencio. Ni una palabra para agradecer a este hombre que ha muerto en el exilio todo lo que hizo por ayudarnos a librarnos de una tiranía familiar obscena, sanguinaria y corrupta.
(La Prensa/Nicaragua; el autor es escritor y fue vicepresidente del primer gobierno sandinista de Nicaragua)
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