Siempre me pregunté qué posición habría asumido si durante la época de la revolución yo hubiera sido una adulta y no la niña que era: si habría estado en el grupo de sus más fervientes defensores o de sus más acérrimos críticos, o si habría tratado de balancear ambas posiciones para reconocer sus legítimos propósitos sin caer en la ceguera de considerarla perfecta. Al final de cuentas, ningún proyecto humano lo es.
Creo que opté por este último camino, a pesar de mi corta edad y sin duda por influencias de mi familia. Solo así se explica que ante mis argumentos sobre diferentes medidas en la revolución, mis amigos sandinistas me consideraran “Contra” y que mis amigos opositores me consideraran sandinista.
Después vinieron los 16 años de gobierno neoliberal y en ellos ya como joven profesional me chocó muchísimo la falta de una perspectiva de equidad social en las políticas gubernamentales, y la abusiva corrupción de muchos funcionarios públicos y líderes políticos, incluyendo a un expresidente.
Así, reconozco que se profundizó un abismo profundo entre las oportunidades de un grupo reducido de nicaragüenses entre los que me cuento y, una amplia mayoría. Y definitivamente, parte de la violencia de los últimos días se explica por la instrumentalización de las aspiraciones y necesidades truncas de muchos de ellos y, las cuales, como sociedad no debemos obviar.
En esta última década hubo, sin embargo, otra cosa que ahora, me doy cuenta, aprendí a valorar inmensamente: el ejercicio de los derechos y libertades cívicas y políticas. El derecho a la libre expresión, a la libre movilización, a la organización, y por supuesto a la integridad de tu persona y tus bienes. No me había percatado de lo mucho que me acostumbré a vivir con ellas y lo mucho que las valoro, hasta que en virtud de los últimos acontecimientos he sentido un atropello, una indignación, una tristeza, una impotencia y una furia innombrables; sentimientos que se multiplican al infinito cuando pienso en el futuro de mi hijo de seis años.
No me considero parte de la derecha en su sentido tradicional. Al menos en mis pensamientos y en mis acciones he tratado de reivindicar los principios de igualdad y necesaria intervención del Estado, que se supone caracterizan la postura contraria. Tampoco me considero oligarca a pesar de mi apellido y color de piel, y me siento profundamente antiimperialista, de donde sea que provengan los imperios. Así que no hay razones para que me vayan a tachar de ser parte de la “confabulación internacional” contra el actual gobierno, si me atrevo a criticar los métodos, los argumentos y sobre todo las motivaciones que han estado detrás de los acontecimientos de los últimos días.
¿Días, dije? Perdón, en realidad son años. Porque el desagarro de la institucionalidad y el ultraje contra los derechos humanos viene cocinándose desde hace rato, en la complicidad del pacto entre dos fuerzas políticas, que hace rato dejaron de representar los valores que sus declaratorias de principios exhiben cual triste papel mojado.
Hay dos imágenes que retumban en mi cabeza. La una es de una familia compuesta por la madre, el padre y tres niños pequeños. Los varones sin camisa, en chinela de gancho, envueltos en la bandera rojinegra, caminando en las oscuras calles de Managua, tres o cuatro días después de las elecciones presidenciales de 2006, dirigiéndose silenciosos hacia la plaza, para celebrar, lo que sin duda para ellos era el advenimiento de un nuevo futuro, una esperanza de cambio.
La otra, es la de una señora con la cabeza ensangrentada, llegando el martes pasado al punto de concentración de la marcha “contra el fraude”, después de haber enfrentado a un grupo de amorosos simpatizantes del partido en el gobierno y explicando, con mucha serenidad, cómo tenía el derecho de reclamar contra lo que consideraba era un atropello a sus derechos. Ambos somos nosotros, ambos somos Nicaragua. Ambos representan dos valores que han sido parte de las luchas colectivas en la historia de la humanidad, que le han costado muchos muertos a las familias nicaragüenses y que no tienen por qué ser irreconciliables: la libertad política y la justicia social. Y sobre todo que deben tener como centro la libertad individual.
A mis amigos que me consideraban contra, a mis amigos que me consideraban sandinista, les pido que reflexionemos y que actuemos en consecuencia. Que donde sea que se encuentran ocupando el cargo o posición que sea; repudiemos las falsas polarizaciones, dejemos de venerar a los caudillos, seamos tolerantes a la crítica, pero que critiquemos con firmeza los abusos, venzamos el miedo, respetemos los derechos de los demás, y sobre todo, trabajemos juntos por hacer de Nicaragua un espacio donde tengamos cabida todos.
(El Nuevo Diario, Managua)
Creo que opté por este último camino, a pesar de mi corta edad y sin duda por influencias de mi familia. Solo así se explica que ante mis argumentos sobre diferentes medidas en la revolución, mis amigos sandinistas me consideraran “Contra” y que mis amigos opositores me consideraran sandinista.
Después vinieron los 16 años de gobierno neoliberal y en ellos ya como joven profesional me chocó muchísimo la falta de una perspectiva de equidad social en las políticas gubernamentales, y la abusiva corrupción de muchos funcionarios públicos y líderes políticos, incluyendo a un expresidente.
Así, reconozco que se profundizó un abismo profundo entre las oportunidades de un grupo reducido de nicaragüenses entre los que me cuento y, una amplia mayoría. Y definitivamente, parte de la violencia de los últimos días se explica por la instrumentalización de las aspiraciones y necesidades truncas de muchos de ellos y, las cuales, como sociedad no debemos obviar.
En esta última década hubo, sin embargo, otra cosa que ahora, me doy cuenta, aprendí a valorar inmensamente: el ejercicio de los derechos y libertades cívicas y políticas. El derecho a la libre expresión, a la libre movilización, a la organización, y por supuesto a la integridad de tu persona y tus bienes. No me había percatado de lo mucho que me acostumbré a vivir con ellas y lo mucho que las valoro, hasta que en virtud de los últimos acontecimientos he sentido un atropello, una indignación, una tristeza, una impotencia y una furia innombrables; sentimientos que se multiplican al infinito cuando pienso en el futuro de mi hijo de seis años.
No me considero parte de la derecha en su sentido tradicional. Al menos en mis pensamientos y en mis acciones he tratado de reivindicar los principios de igualdad y necesaria intervención del Estado, que se supone caracterizan la postura contraria. Tampoco me considero oligarca a pesar de mi apellido y color de piel, y me siento profundamente antiimperialista, de donde sea que provengan los imperios. Así que no hay razones para que me vayan a tachar de ser parte de la “confabulación internacional” contra el actual gobierno, si me atrevo a criticar los métodos, los argumentos y sobre todo las motivaciones que han estado detrás de los acontecimientos de los últimos días.
¿Días, dije? Perdón, en realidad son años. Porque el desagarro de la institucionalidad y el ultraje contra los derechos humanos viene cocinándose desde hace rato, en la complicidad del pacto entre dos fuerzas políticas, que hace rato dejaron de representar los valores que sus declaratorias de principios exhiben cual triste papel mojado.
Hay dos imágenes que retumban en mi cabeza. La una es de una familia compuesta por la madre, el padre y tres niños pequeños. Los varones sin camisa, en chinela de gancho, envueltos en la bandera rojinegra, caminando en las oscuras calles de Managua, tres o cuatro días después de las elecciones presidenciales de 2006, dirigiéndose silenciosos hacia la plaza, para celebrar, lo que sin duda para ellos era el advenimiento de un nuevo futuro, una esperanza de cambio.
La otra, es la de una señora con la cabeza ensangrentada, llegando el martes pasado al punto de concentración de la marcha “contra el fraude”, después de haber enfrentado a un grupo de amorosos simpatizantes del partido en el gobierno y explicando, con mucha serenidad, cómo tenía el derecho de reclamar contra lo que consideraba era un atropello a sus derechos. Ambos somos nosotros, ambos somos Nicaragua. Ambos representan dos valores que han sido parte de las luchas colectivas en la historia de la humanidad, que le han costado muchos muertos a las familias nicaragüenses y que no tienen por qué ser irreconciliables: la libertad política y la justicia social. Y sobre todo que deben tener como centro la libertad individual.
A mis amigos que me consideraban contra, a mis amigos que me consideraban sandinista, les pido que reflexionemos y que actuemos en consecuencia. Que donde sea que se encuentran ocupando el cargo o posición que sea; repudiemos las falsas polarizaciones, dejemos de venerar a los caudillos, seamos tolerantes a la crítica, pero que critiquemos con firmeza los abusos, venzamos el miedo, respetemos los derechos de los demás, y sobre todo, trabajemos juntos por hacer de Nicaragua un espacio donde tengamos cabida todos.
(El Nuevo Diario, Managua)