En Nicaragua, hemos vivido el proceso electoral más turbio de los últimos años. Se ha perdido lo que se obtuvo con tanta sangre y sacrificio: el derecho a elegir limpiamente a quien nos gobierne. Después de estas elecciones, la autoridad del Consejo Supremo Electoral ha quedado anulada y estamos de nuevo entrampados en un sistema que, habiendo constituido un poder a su imagen y semejanza, ha desnaturalizado los instrumentos de gobierno y ha demostrado que ejerce un control férreo --civil y militar-- de las instituciones del Estado, y que con éste puede convertir nuestra voluntad ciudadana, nuestro voto, en papel mojado.
A quien diga que toda protesta contra lo que ha sucedido en Nicaragua en estos últimos días es producto del síndrome del mal perdedor, habrá que decirle que es imposible no analizar estos resultados como la culminación de un proceso de manipulación y embustes que se ha venido gestando por meses. Signos conocidos de esto fueron la eliminación de partidos políticos, la asignación de representación en las mesas electorales a partidos para-sandinistas, como AC, cuya mísera votación en 2004 los tendría que haber dejado sin personería jurídica o la ALN, birlada con sucias maniobras a su fundador. A esto se suma el rechazo a la observación electoral independiente de la OEA y de los organismos nacionales especializados en esta labor. La ceguera demostrada para detener el abuso de recursos del Estado puestos al servicio de la propaganda del partido de gobierno que, descaradamente, violó todas las normas establecidas en el código electoral sin recibir por esto siquiera un llamado de atención de las autoridades competentes.
Pero si estos signos anunciaban que estas elecciones serían sesgadas, el descaro con que se ha actuado a lo largo de estos últimos dos días en el suministro de los datos electorales y en la abierta parcialidad a favor del FSLN, es realmente lamentable. No habíamos visto al Consejo Supremo Electoral actuar con el poco profesionalismo que exhibió en estas elecciones. Los datos tardíos, incompletos, que se empezaron a dar a las 10:30 de la noche del domingo 9, y que reflejaban porcentajes mínimos de conteo, se dejaron caer sobre el electorado como si la intención fuese apuntarle una prematura victoria al FSLN. La denuncia de que se contabilizaron en primer lugar las actas de las mesas donde ganaba el orteguismo, para generar con la salida de la población a las calles la impresión de un hecho consumado, ha sido corroborada por fiscales y por el partido opositor. Lo más grave es que las copias de las actas del partido opositor no coinciden con los resultados oficializados por el CSE.
Las discrepancias existentes son tan grandes que no pueden obviarse y no permiten asumir la simple actitud de “aceptar los resultados”. No se le puede pedir a la población que acepte resultados tras un proceso tan viciado como el que hemos vivido. No se le puede pedir que confíe en la legalidad, siendo que la legalidad ha sido tergiversada de manera tan repetida y flagrante en los últimos dos años y que el Consejo Electoral, desde la llegada de Daniel Ortega al poder, se ha plegado abiertamente a sus intereses y obedecido sus órdenes.
Para cualquiera que haga números, resulta sumamente difícil conciliar que un partido que hace sólo dos años logró un magro 38% de la votación nacional, de pronto y a pesar de los resultados negativos para el FSLN de cuanta encuesta de imagen y satisfacción con el gobierno se ha hecho en los últimos meses, alcance una votación favorable de más del 60%. Ese tipo de números, sumado a las denuncias, arroja suficientes sospechas sobre el proceso como para ameritar un serio cuestionamiento.
La violencia que hemos vivido en Managua desde el domingo 9 por la noche es lamentable, pero ha sido la consecuencia de la política estatal y partidaria del Danielismo. Desde hace meses, son ellos quienes han incitado este tipo de acciones y las ha condonado, sacando grupos beligerantes a las calles y animándolos a dar rienda suelta a sus pasiones más bajas en contra de jóvenes y grupos opositores que deseaban manifestarse. Las trifulcas callejeras se han convertido, bajo este gobierno, en la manera de operar de los simpatizantes partidarios. De allí que en esta coyuntura, el ejemplo de estas trifulcas cunda y desemboque en sangre, muertes y destrucción.
Como lo han expresado ya varios organismos y el partido PLC, estos resultados electorales no deben, ni pueden aceptarse hasta que no se produzca un recuento de todas las actas, bajo la observación imparcial de un organismo calificado e imparcial.
La Asamblea Nacional debe intervenir en esta situación y debe proceder a destituir al actual Consejo Supremo Electoral, y sustituirlo por miembros de probada honestidad e imparcialidad. De lo contrario, habremos regresado a la época negra donde votar era irrelevante porque los resultados amañados se conocían de antemano.
A quien diga que toda protesta contra lo que ha sucedido en Nicaragua en estos últimos días es producto del síndrome del mal perdedor, habrá que decirle que es imposible no analizar estos resultados como la culminación de un proceso de manipulación y embustes que se ha venido gestando por meses. Signos conocidos de esto fueron la eliminación de partidos políticos, la asignación de representación en las mesas electorales a partidos para-sandinistas, como AC, cuya mísera votación en 2004 los tendría que haber dejado sin personería jurídica o la ALN, birlada con sucias maniobras a su fundador. A esto se suma el rechazo a la observación electoral independiente de la OEA y de los organismos nacionales especializados en esta labor. La ceguera demostrada para detener el abuso de recursos del Estado puestos al servicio de la propaganda del partido de gobierno que, descaradamente, violó todas las normas establecidas en el código electoral sin recibir por esto siquiera un llamado de atención de las autoridades competentes.
Pero si estos signos anunciaban que estas elecciones serían sesgadas, el descaro con que se ha actuado a lo largo de estos últimos dos días en el suministro de los datos electorales y en la abierta parcialidad a favor del FSLN, es realmente lamentable. No habíamos visto al Consejo Supremo Electoral actuar con el poco profesionalismo que exhibió en estas elecciones. Los datos tardíos, incompletos, que se empezaron a dar a las 10:30 de la noche del domingo 9, y que reflejaban porcentajes mínimos de conteo, se dejaron caer sobre el electorado como si la intención fuese apuntarle una prematura victoria al FSLN. La denuncia de que se contabilizaron en primer lugar las actas de las mesas donde ganaba el orteguismo, para generar con la salida de la población a las calles la impresión de un hecho consumado, ha sido corroborada por fiscales y por el partido opositor. Lo más grave es que las copias de las actas del partido opositor no coinciden con los resultados oficializados por el CSE.
Las discrepancias existentes son tan grandes que no pueden obviarse y no permiten asumir la simple actitud de “aceptar los resultados”. No se le puede pedir a la población que acepte resultados tras un proceso tan viciado como el que hemos vivido. No se le puede pedir que confíe en la legalidad, siendo que la legalidad ha sido tergiversada de manera tan repetida y flagrante en los últimos dos años y que el Consejo Electoral, desde la llegada de Daniel Ortega al poder, se ha plegado abiertamente a sus intereses y obedecido sus órdenes.
Para cualquiera que haga números, resulta sumamente difícil conciliar que un partido que hace sólo dos años logró un magro 38% de la votación nacional, de pronto y a pesar de los resultados negativos para el FSLN de cuanta encuesta de imagen y satisfacción con el gobierno se ha hecho en los últimos meses, alcance una votación favorable de más del 60%. Ese tipo de números, sumado a las denuncias, arroja suficientes sospechas sobre el proceso como para ameritar un serio cuestionamiento.
La violencia que hemos vivido en Managua desde el domingo 9 por la noche es lamentable, pero ha sido la consecuencia de la política estatal y partidaria del Danielismo. Desde hace meses, son ellos quienes han incitado este tipo de acciones y las ha condonado, sacando grupos beligerantes a las calles y animándolos a dar rienda suelta a sus pasiones más bajas en contra de jóvenes y grupos opositores que deseaban manifestarse. Las trifulcas callejeras se han convertido, bajo este gobierno, en la manera de operar de los simpatizantes partidarios. De allí que en esta coyuntura, el ejemplo de estas trifulcas cunda y desemboque en sangre, muertes y destrucción.
Como lo han expresado ya varios organismos y el partido PLC, estos resultados electorales no deben, ni pueden aceptarse hasta que no se produzca un recuento de todas las actas, bajo la observación imparcial de un organismo calificado e imparcial.
La Asamblea Nacional debe intervenir en esta situación y debe proceder a destituir al actual Consejo Supremo Electoral, y sustituirlo por miembros de probada honestidad e imparcialidad. De lo contrario, habremos regresado a la época negra donde votar era irrelevante porque los resultados amañados se conocían de antemano.
(El Nuevo Diario, Managua, Nicaragua)