Sin embargo, antes de dejarnos llevar por el miedo al horror vacui, quizá deberíamos plantearnos la situación actual como lo que creo que en realidad es: una gran oportunidad para la emergencia de un nuevo consenso planetario de tipo socialdemócrata. Ahí cabría encajar, entre otras cosas, la presencia española en la cumbre de Washington del pasado fin de semana, junto a países gobernados por el centroizquierda como Reino Unido y Brasil.
Se abre una ventana de oportunidad para que la socialdemocracia dé un paso hacia adelante y asuma el desafío de ofrecer un nuevo eje alrededor del cual hacer girar la actuación futura de los actores políticos en este todavía incipiente siglo XXI. Existe material suficiente para afrontar ese reto: no faltan excelentes pensadores en la órbita de la socialdemocracia, ni tampoco excelentes ideas. Lo que probablemente falta es introducir un poco de orden en el debate en curso, fijar prioridades, analizar cómo las ideas pueden traspasar la siempre espesa frontera del mundo académico y científico para llegar a la "plaza pública", de tal manera que los ciudadanos se carguen de argumentos cuando quieran defender visiones próximas al paradigma de la socialdemocracia.
Es decir, a la socialdemocracia le falta hacer aquello que tan bien ha hecho el neoliberalismo hasta la fecha, aunque sin olvidar que una de sus fallas más importantes ha sido su inusitada tendencia a vender humo. No se trata por tanto de crear imagen, al menos no solamente; se trata de dar contenido y luego ver cómo se puede traducir ese contenido en un lenguaje fácilmente accesible para todos. Al menos en este caso, el orden de los factores sí que altera el producto. La primera recomendación sería no empezar la casa por el tejado.
Yendo a los contenidos, habría que empezar, precisamente, por revisar las ideas socialdemócratas en relación con las virtudes del mercado. Lo que estamos viendo en los últimos meses muestra, más que demuestra, que quizá la socialdemocracia haya "arrojado al bebé junto con el agua de la bañera", por emplear la gráfica expresión inglesa, al haber renunciado a algunos de los postulados originales de su ideología, abrazando, conmás intensidad quizá de la debida, al mercado.
El abrazo al que me refiero tiene además fecha de inicio: noviembre de 1989, año en el que cae el Muro de Berlín. En ese momento deja de estar de moda que la socialdemocracia hable de intervención de los mercados. De golpe y porrazo, lo antiguo era ser intervencionista, lo moderno era el mercado. El mercado se convierte en una especie de mantra budista para la socialdemocracia, tan ocupada como estaba por evitar ser tachada de rancia y anticuada. Pero es probable que en ese proceso haya acabado siendo más papista que el propio papa. Afrontémoslo con valentía: en determinados ámbitos económicos (subrayo para que se me entienda bien: en determinados ámbitos económicos) no basta con regular y supervisar la acción de los agentes económicos. En algunos sectores, es la participación directa del Estado lo único que puede dar una mayor dosis de seguridad de que se atenderá al interés general. Cuando el Estado deja de ser protagonista directo de la actividad económica, y se convierte en un mero espectador, pierde información sobre lo que está ocurriendo en el mercado, así como capacidad de corrección de sus fallos. Es esa implicación en determinados ámbitos económicos lo que puede dar herramientas para equilibrar los problemas de asimetría de información y de capacidad de actuación, lo que puede en definitiva dar mayores garantías (nunca plena seguridad) de que las cosas se harán como deben hacerse.
El segundo reto es volver a situar el principio de igualdad en el mismo corazón de la socialdemocracia, en sus valores, y en su discurso político. Creo que la forma en la que a veces se ha resuelto la tensión existente entre igualdad y libertad no ha sido la más adecuada. El "soy socialista a fuer de liberal" de Indalecio Prieto parece haberse interpretado por algunos en el sentido de que el principio de igualdad funciona fundamentalmente como instrumento para alcanzar el verdadero fin de la socialdemocracia, que es conseguir mayores cotas de libertad. Sin embargo, la igualdad no puede ser siempre y únicamente una herramienta al servicio de otros valores superiores, y en particular de la libertad. Es en muchas ocasiones un fin en sí mismo, un digno objetivo a alcanzar per se y en nombre de la socialdemocracia. Lo es, también, en un sentido económico. Porque de igual manera que nos parece legítimo repartir por igual los costes de una crisis económica, nos debería parecer legítimo repartir de forma mucho más igualitaria sus beneficios, y para ello los ciudadanos tendrían que poder participar, en pie de igualdad, en la toma de decisiones económicas que pueden ser trascendentales para sus vidas.
El tercer eje sobre el que debería reflexionarse es cómo abordar el problema del pragmatismo. Estoy persuadido de que se presta un flaco servicio a la socialdemocracia cuando se dice aquello de "no soy un dogmático de mi ideología, soy un pragmático". Evidentemente, no hay que ser dogmático, pero tampoco avergonzarse de tener una determinada visión democrática del mundo. Y la socialdemocracia gana la batalla cuando es capaz de situarse en el plano de los valores. Esto, que parece un mero eslogan político, tiene su explicación. Como recuerda Barack Obama en La Audacia de la Esperanza, cuando nos volvemos pragmáticos dejamos de argumentar; cuando dejamos de argumentar, nos volvemos perezosos, y cuando nos volvemos perezosos, somos incapaces de ofrecer respuestas a los desafíos que vienen desde otros paradigmas valorativos o ideológicos. Lo hemos visto en la revisión de los consensos básicos a la que nos ha sometido la derecha neoconservadora en buena parte del mundo, por ejemplo en España y Estados Unidos. Como la socialdemocracia ha dejado de pensar, de argumentar y de elaborar a partir de sus propios valores, como se ha vuelto "pragmática", ha tenido dificultades para encontrar respuestas adecuadas a los desafíos de nuestro tiempo. Quizá haya llegado el momento de ponerse a ello.
(El País; el autor es catedrático de derecho administrativo de la Universidad Carlos III en Madrid)