Hace unas semanas, leí con sorpresa y estupor la noticia que daba cuenta de la abrupta expulsión de José Miguel Vivanco, director para las Américas de la ONG Human Rights Watch, de Venezuela. Su expulsión, sin el más mínimo respeto a los derechos humanos del afectado, con un claro tinte autoritario, más propio de países en los que la Declaración Universal de los Derechos Humanos jamás ha sido conocida, ocurría en la capital venezolana, Caracas, y la orden no procedía de ningún juez, ni había sido precedida de un procedimiento judicial. Se había producido, manu militari, con invasión por las fuerzas policiales actuantes del domicilio (habitación de hotel) que ocupaba el interesado, sin su presencia, a escondidas y con nocturnidad.
Esta acción de comando respondía al "terrible delito" cometido por el director de Human Rights Watch consistente en la presentación en rueda de prensa en aquella capital del libro titulado Una década de Chávez: Intolerancia política y oportunidades perdidas para el progreso de los derechos humanos en Venezuela.
Doy por supuesto que en un país democrático, la libertad de pensamiento y de expresión son valores fundamentales que garantizan la solvencia de ese sistema, para alejarlo del autoritarismo y hacer que prevalezca el Estado de derecho. Cuando esos valores se pierden, en el horizonte de ese país aparecen nubarrones que ensombrecen cualquier posibilidad de credibilidad del mismo y se comienza a intuir un panorama de represión ideológica muy peligroso.
Parece claro que la acción del director de Human Rights Watch no era merecedora de la arbitraria respuesta dada por las autoridades venezolanas, que antes de actuar así deberían haber combatido, si les interesaba, con explicaciones y argumentos las afirmaciones-acusaciones que en aquel texto se contenían. La bravuconada de la expulsión, ejemplo de debilidad interna, no conduce más que a la demostración de que la razón de la fuerza se ha impuesto por encima de la fuerza de la razón, y a privar de credibilidad a cualquier respuesta posterior.
Es asimismo llamativo que a esta postura, antes que criticarla, se hayan sumado ciertos elementos del mundo político chileno (nacionalidad del señor Vivanco) y de Cuba. Asumo que en este último país las posturas sean casi miméticas a las del Gobierno venezolano, pero lo de Chile sí que me llama la atención porque con ello se demuestra la principal conclusión de libro: la intolerancia de los Gobiernos ante las críticas recibidas en materia de derechos humanos.
Con ello, y recuperando los momentos más oscuros de épocas que creía superadas en Latinoamérica, se opta por "matar" al mensajero que denuncia una situación de flagrante violación y desconocimiento de los derechos humanos de miles de ciudadanos, en vez de poner los medios para remediarla, o denunciar la omisión, como el autor hace.
Cuando, en este campo, se aboga porque alguien o algunos no se ocupen por los asuntos internos de un país, me vienen a la memoria todos los argumentos que durante décadas se han empleado para justificar la impunidad frente a violaciones permanentes y masivas de derechos humanos. Con ello se olvida que en la defensa de aquéllos -y en breves fechas se celebrará el 60 aniversario de su proclamación- la obligación de denuncia y persecución de los violadores es universal. Por ende, no podemos permanecer silentes antes estos hechos, más propios de quien actúa con miedo y con la amenaza del poder que ostenta, que de quien tiene y defiende la razón.
De José Miguel Vivanco sólo puedo decir que lo conozco desde hace ya muchos años, desde el proceso contra la dictadura de Pinochet. Lo he visto actuar con la misma firmeza y coraje frente al Gobierno del presidente Álvaro Uribe en Colombia como frente a la Administración Bush por Guantánamo.
Por ello, no me sorprende que él le aplique el mismo rasero al Gobierno de Venezuela que a cualquier otro Gobierno. Puedo decir con total convicción que las acciones de José Miguel Vivanco son coherentes con su compromiso democrático con la causa universal por los derechos humanos y con la rectitud jurídica y moral que lo han caracterizado por igual frente a Gobiernos de izquierda como de derecha.
(El País. Baltasar Garzón es magistrado de la Audiencia Nacional de España, famoso por su orden de captura contra el expresidente chileno Pinochet.)