viernes, 1 de noviembre de 2019

Carta abierta a una legisladora. De Federico Hernández Aguilar


Publicado en LA PRNSA GRAFICA, 1 noviembre 2019


Qué bueno que no voté por ti el año pasado. De haberlo hecho, hoy estaría no solo arrepentido sino profundamente decepcionado.
Te explico la diferencia entre un estado y otro. Arrepentirse de una decisión electoral es parte del proceso de madurez democrática por el que han transitado millones de ciudadanos en Latinoamérica. Tropezarnos con las mismas piedras –veamos hoy a Argentina– se ha convertido en una especie de deporte nacional en algunas sociedades del hemisferio. Y así nos va.
Tras asumir el error cometido, sin embargo, la decepción de los votantes es algo mucho más profundo y doloroso. Cuando alguien se equivoca al elegir a un diputado o diputada –aquí sí conviene hacer esos penosos desdoblamientos que impone el "lenguaje de género"–, el comportamiento errático de tal funcionario o funcionaria termina traicionando los principios que el elector creyó haber garantizado con su voto. De ahí que la frustración llegue a ser tan desgarradora cuando la persona elegida protagoniza una hedionda vuelta de calcetín, pues ese engaño constituye una afrenta directa a valores que trascienden a partidos y campañas.
En mi caso, repito, me congratulo de no haber votado por ti el año pasado. Tu vergonzosa conducta oportunista, por ende, me implica solo de manera colateral. De antemano sabía que ninguna credencial moral o profesional te facultaba a aspirar a una curul. Jamás pude explicarme con qué criterio fuiste incorporada a un listado de elegibles dentro de tu partido, y nunca entendí cómo alguien podía pensar que la política nacional necesitaba perfiles como el tuyo.
Pero ahí estás. Tu partido impulsó tu carrera como servidora pública y un número suficiente de electores creyó que la imagen ante cámaras era preferible a una experiencia mínima en asuntos de Estado o a la habilidad para articular un discurso coherente.
Hoy tus correligionarios, claro está, se arrepienten. Pero quienes creyeron en la rigurosidad de sus propios filtros y llevaron a la consideración de los votantes una candidatura tan endeble e insustancial, no merecen lástima. A ellos ahora debe quedarles claro que ganar puestos en la Asamblea Legislativa es apenas la primera parte de una responsabilidad más seria. Obtener votos como sea –y con quien sea– se termina pagando caro.
La parábola de tu trayectoria pública es, no obstante, digna de ser reseñada. La traigo a cuento como un excelente mal ejemplo, porque ilustra con exactitud algo que ya Gandhi identificaba entre los siete factores que pueden destruir a la humanidad: la política sin principios.
El dilema es real y tiene sus consecuencias, algunas nefastas. La confianza del ciudadano en la política es directamente proporcional a los valores que ve personificados en los políticos. La carne y el hueso de quien solicita un voto es lo que percibe el ciudadano como la médula del ejercicio público, aunque no siempre lo sea. Por eso, si a la incongruencia entre idearios y comportamientos se suma la altanería y la desfachatez, es decir, cuando el funcionario (o funcionaria) parece enorgullecerse de su carencia de principios, la política se degrada y la decepción ciudadana aumenta a niveles riesgosos para el sistema democrático. Gente como tú, desde esta perspectiva, hacen un daño terrible a nuestras sociedades.
Te daría el consejo de ser más prudente si creyera que escuchas consejos. En lugar de ofrecerte eso, y apelando a la decencia con que aún puedes sorprendernos, concédete la oportunidad de la reflexión. Acumular motivos para futuras vergüenzas es una mala forma de ir poniendo fin a tu poco ejemplar –y ojalá único– periodo como legisladora.