Los muertos de la Guerra Civil española deberían ser de todos. Y todos esos muertos deberían recibir el homenaje de la sociedad entera, porque en su mayoría lo fueron injustamente. En ambos bandos. Yo creo que eso es lo que quería decir Joaquín Leguina en el artículo que ha sido tan mal celebrado en las últimas semanas.
Veamos por orden algunas cosas. La primera, que no hay que discutir mucho para concluir que la República era el régimen legal y legítimo, y que los rebeldes comenzaron una inmensa matanza con propósitos exterminadores desde que se inició el golpe de Estado del 18 de julio. A esa sangre le siguió más sangre, vertida desde muchos lados.
Los defensores de la causa de la República (entre los cuales me cuento) olvidan a menudo que muchos republicanos actuaron, en bastantes ocasiones, con la misma crueldad y frialdad que los golpistas. Y no siempre desde el descontrol que la inexistencia del Estado facilitaba. Valgan cuatro ejemplos:
El de Paracuellos del Jarama, donde milicias organizadas que dependían del PCE y de la CNT acabaron con la vida de más de 2.000 sospechosos de connivencia con los insurgentes. No eran la República, pero formaban parte de su entramado. Lo demuestran las actas de la CNT halladas por Diana Plaza, que trabajaba para mí como documentalista para el libro La batalla de Madrid.
El de los asesinatos de Barcelona. Varios miles de personas de la pequeña burguesía (o simplemente católicos) fueron asesinados de forma planificada por la FAI, según la documentación aportada por Miquel Mir en su libro Diario de un pistolero de la FAI.
El libro de Fernando del Rey Paisanos describe con una documentación abrumadora cómo, desde antes del comienzo de la sublevación, en un pueblo manchego llamado La Solana, todo el mundo sabía a quién tenía que matar en cuanto comenzara el enfrentamiento que ya se olía.
En Cataluña, al finalizar la guerra, se produjeron matanzas de prisioneros realizadas por milicias que dependían del Gobierno y controlaban las cárceles. Javier Cercas, que ha participado en esta polémica, ha novelado los sobrados datos que existen al respecto.
Estos cuatro ejemplos bastan, a mi juicio, para afirmar que se dieron casos abundantes de planificación en el bando de la República, que afectan a fuerzas fundamentales de las que la defendían.
Eso no impide seguir sosteniendo que, de forma general, se pueda decir que la República era un régimen legítimo que estaba defendido por personas honradas, pero también por asesinos, mientras que los alzados formaron un conglomerado criminal que también fue defendido por personas decentes.
Pero si pasamos a las víctimas y nos alejamos de la política, podemos analizar con un poco de cordura lo que de ahí nos debe quedar. Aquí me voy a contentar con exponer un solo ejemplo que es el más espinoso: Paracuellos.
Y es que poca gente comenta que de los más de 2.000 asesinados a las afueras de Madrid en noviembre y diciembre de 1936 no existe identificación individual. Se sabe de muchos, se sabe que están ahí, pero no se conoce ni el número exacto ni la identidad de cada uno de los cadáveres que reposan en las zanjas. ¿Merecían la muerte? ¿Hay que sacarles el ADN a todos? Pienso que no, que nos basta con reconocer que fueron asesinados de forma injusta y que algo les debe recordar. Los franquistas les han recordado siempre. ¿Y los demás?
Como a los demás. Lo que está todavía pendiente es la recuperación de la dignidad de muchos que fueron asesinados por los franquistas. Devolverles la dignidad y dar a sus familias la posibilidad de completar el duelo que Franco les negó. Hay que ser malnacido para seguir negándolo. Y han sido, por su parte, muy poco hábiles y diligentes los Gobiernos de la democracia que no han completado esa tarea.
Creo que llegar a un acuerdo sobre estas bases es bastante sencillo.
No existe ninguna diferencia de grado entre las víctimas de Paracuellos y las de Badajoz. Ha existido una diferencia de trato durante 40 años. Pero todos fueron asesinados a sangre fría, de forma indiscriminada, sin juicio y sin causa. Les podemos hacer iguales ahora. Pero la base para conseguirlo es reconocer que ninguno fue asesinado justamente, por mucho que de los asesinos, que no lo fueron todos los combatientes, unos fueran golpistas odiosos y otros fueran odiosos defensores (aunque nos pese a algunos) de una causa justa.
Detesto el franquismo, todo lo que supuso y toda la herencia que dejó. Pero no me cuesta nada, sino todo lo contrario, proclamar que todos esos muertos son míos. Los que están en unas fosas y los que están en otras.
Y que no considero míos a ninguno de los que los asesinaron. Ni son míos los milicianos que fueron a Paracuellos ni los falangistas que limpiaban cada pueblo de forma ordenada. En casi todos los casos se trataba, además, de gente que estaba en la retaguardia, que no combatía, que solo mataba a seres indefensos.
Franco mató el doble que los republicanos. Eso, ¿qué tiene que ver con cada víctima?
(El País)